La nota biográfica que aparece en la solapa de este libro es tan escueta como precisa. Dice: “Sergio Suárez nació en Madrid en 1972. Este es su primer libro”. Luego, hacia la mitad del volumen, el propio autor se autorretrata de esta manera: “Licenciado en Historia por la Universidad Complutense, considera relevante su condición de lector y se ha implicado en el mundo del libro. De cuando en cuando y, a instancias de alguno de sus amigos, se sienta y escribe un texto corto”.
Esa misma sencillez en la exposición de su currículum es la que encontramos en Todavía, el diario que ha publicado Sergio Suárez en la editorial Pre-Textos y que recoge apuntes fechados entre 2011 y 2015. Esa misma sencillez, deudora quizás de Azorín y de un José Carlos Llop extremadamente lacónico, es la que atraviesa estas páginas construidas a partir de pequeños fragmentos que, en su mayoría, no rebasan las tres o cuatro líneas.
La materia prima de la que se nutre el autor para escribir sus cuadernos es la misma que maneja cualquier diarista: lecturas, viajes, amores, amistades. Viajes hay muchos y constantes: Londres, Nueva York, Valencia, Lisboa. Las lecturas son variadas y abundantes: ensayo, poesía, novela, filosofía. Pero lo que destaca en estas notas, por encima de todo, es la atención a la intimidad: a sus emociones y sentimientos, a su manera de mirar y de ver el mundo. Hay en Todavía, como si estuviésemos ante un tratado de Séneca, una constante exaltación de la amistad; también del amor y la camaradería.
Hay momentos en los que, entre fragmentos más o menos ordinarios, leemos sentencias que nos hacen reflexionar: “A veces sucede que los muertos no mueren”, escribe al recordar el aniversario de un amigo. Otras veces, es un sentimiento fatalista -que recorre varios tramos del libro- el que acude a la página: “Me imaginé dentro de unos años, cuando mi padre ya no esté, yo solo, con la casa en silencio”. Y es en estas meditaciones personales donde el libro gana a la rutina, donde las emociones se tornan universales.
Atento a los pequeños detalles cotidianos y a la alternancia de los paisajes urbanos y de la naturaleza, Sergio Suárez, que es propenso a consignar sucesos luctuosos, logra conmover al lector al final del libro con unas anotaciones tan precisas y emotivas que, por amargas y sinceras -no por sentimentales-, parecen una réplica de las que Roland Barthes dedicó a su madre. Y es que las páginas donde consigna el adiós de su progenitor -esos apuntes de duelo- no dejan indiferente a nadie.