Sin lugar a dónde ir: I Don’t Live Here Anymore de The War On Drugs

La imagen la cuenta Adam Granduciel en Song Exploder: luego de estar trabajando en “esculpir” una canción, necesitaba terminar de componer encerrado en su cuarto junto a su guitarra pero, como su hijo dormía, tuvo que hacerlo con los audífonos puestos. Las condiciones definieron el eco contenido de la guitarra y de su voz en su intento por no despertar al pequeño de nombre Bruce —llamado así, contaría, un poco por Springsteen. La anécdota da cuenta de la manera en que sus referentes se cuelan en su vida creativa y personal. Pocos como él han logrado abrazar la angustia de sus influencias y asumir su tradición, lo que le ha permitido comandar un proyecto como The War On Drugs con el cual en la evocación a otros sonidos encuentran su estilo propio. Su último disco, I Don’t Live Here Anymore (Atlantic Records, 2021), parece deambular entre dos de esas angustias: las canciones largas como huracanes con solos de guitarra interminables y las pausadas como confesiones al atardecer, polos que se corresponden con dos tradiciones propias como son el himno de estadio a lo Springsteen y la distancia corta a lo Dylan. 

Diversas reseñas recurren a la mencionada reciente paternidad de Granduciel como guía para entender el álbum: no sólo hay en ella un ligero giro en las historias que cuenta y la manera en que las encara, sino que refuerza sus referentes. La figura de su hijo Bruce —cuya madre es la actriz y directora Krysten Ritter— permea en el talante que consigue a partir de la influencia de su tocayo: la canción que da título al álbum probablemente sea, junto a “Wasted” y “Harmonia’s Dream”, la más springeestenana. Ese arena rock bien podría ser interpretado por la E Street Band si no fuera porque la nasalidad de la voz cantante es más propia de Dylan. En “Wasted” la confesión no se corresponde con el ritmo, el temor de quien reconoce estar atado a cosas que escapan a su control, con un cansancio que no puede explicar, y a una incapacidad de comprometerse que se revela a golpe de baile (no es casualidad que al hablar de la impronta del baterista recientemente divorciado Pat Berkeley sobre ella se refiera a “Born in the U.S.A.” y a la manera en que Springsteen decía que Max Weinberg la había dotado de nueva vida).

Ese deambular en medio del camino de la vida, asumiendo un nuevo rol familiar, guía a canciones como “Victim” —sample de “In The Air Tonight” de Phil Collins incluido— en la que se escucha a alguien confesarle a su pareja que es “víctima de sus propios deseos”, alguien que recuerda caminar sobre campos de vidrio con la oscuridad encima suyo o mirando fotografías sabiendo que no puede esperar que algunas cosas cambien. Hay en esa certeza de los límites de la voluntad una suerte de liberación. Esta canción junto a “I Don’t Wanna Wait”, a punto de llegar a la medianía del disco, revelan también la minucia con que la banda trabajó junto a Shawn Everett en el estudio: las capas superpuestas y los ajustes atenúan la estridencia y en su lugar sitúan una atmósfera compleja pero amigable a la escucha. Algo similar ocurre con la mencionada “Wasted” que incluso recuerda al sonido de su primer álbum, Wagonwheel Blues de 2008 —cuando todavía les acompañaba otro dylanita como Kurt Vile—, pero con una producción mayor, más cuidada. 

La historia de esa amistad forjada entre Granduciel y Vile a partir de la afición por Dylan redimensiona la importancia del de Duluth, Minnesota, en el sonido de la banda. Como Springsteen, Dylan es un fantasma que recorre el álbum, apareciendo tanto en versos como referido directamente. “I Don’t Live Here Anymore” no sólo abre con un verso tomado de “Shelter from the storm” del monumental Blood on the tracks de 1975, sino que lo menciona por primera vez al interior de su letra: I guess my memories run wild/ Like when we went to see Bob Dylan/ We danced to “Desolation Row”. Canción improbable para bailar donde las haya, tan sólo un recuerdo febril del pasado. Otra vez en la canción, como en la que probablemente sea la mejor de su repertorio (“An Ocean In Between the Waves”), aparece el océano como figura de lo inaprensible donde los recuerdos son como oleadas, unas más salvajes que otras, como esos días en que uno parece haber dejado atrás la tristeza sólo para recibir por la espalda otra que te arrastra y revuelca por un rato. 

A pesar de que, como contara en un reportaje de The New York Times, Granduciel tienda a escribir desde el lugar que le brinda más inspiración, que no es otro que el sentimiento de melancolía, planea en todo el disco un ánimo algo más esperanzador (“You know the coast/ you’re on your own” canta en “Harmonia’s Dream”). Se trata de un disco proveniente del constante proceso de aprender a ser feliz –dejar de ser “una criatura sin forma”– en el que, en cualquier caso, perviven tópicos melancólicos de la banda: el océano, la memoria, los paisajes de carretera, el viento frío contra el rostro, el futuro en tensión con el pasado. En la crepuscular “Old Skin”, por ejemplo, hay una suerte de fé ciega depositada en la huida, como quien se aferra al susurro que promete que todo irá bien; enamorado con la idea de irse –como los personajes de Springsteen, de Dylan y de buena parte del repertorio de la americana–, el narrador de la canción invita a “sufrir a través del cambio” (como en esa otra canción titulada justamente “Change”: There are so many ways/ Our love could make it through/ But it’s so damn hard to make that change). Cuando estás perdido y estás corriendo , pero las carreteras han cambiado, las fuerzas te rodean y perdiste el control, canta. No es lo mismo, lo sabemos, perder algo que perderse uno mismo, por mucho que ambas circunstancias sean dolorosas a su manera.  

Si el disco que los consagró, Lost in the dream de 2014, cerraba con la afligida “In Reverse” evocando vías de tren y lados oscuros de la calle, en esta ocasión la elegida para ello, “Occasional Rain”, resume al álbum –es como la estación de servicio que está al final del camino y desde la cual se observa el atardecer cayendo sobre la carretera recorrida. Si en algunas de las canciones referidas ya se intuía el buen ánimo que teñía al disco, en ésta se refuerza el mensaje: se trata de la conciencia de quien está frente a la bifurcación de un camino, perdido, sin saber a dónde ir, pero reconciliándose con la idea de que no se puede dar marcha atrás (como la frase de “Harmonia’s Dream”: a veces, hacia adelante es el único camino de regreso para llegar a tiempo). La paradoja se asemeja a esa otra de quien aprende que la única manera de acercarse a alguien es alejándose de él. ¿No es el cielo sólo sombras de gris hasta que lo miras desde el otro lado?, se pregunta Granduciel en la canción. Los contratiempos  y las malas rachas son sólo una lluvia ocasional. 

No habría que demandar lecciones a los relatos, menos cuando habitan las canciones, pero si algunas tuviéramos que sacar de este puñado de canciones sin duda sería que nada está dado y que existe un margen para que las circunstancias mejoren. A veces es el lugar al que se llega, la forma que adopta la vida cuando las circunstancias personales cambian —ser padre, por ejemplo—, o la manera en que se revisita el pasado para alumbrarlo de manera distinta, con otros sonidos, y así apropiarselo. Hay que atravesar esa oscuridad por nuestra cuenta para llegar a la luz que se halla al final del camino. 

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *