Sin señas particulares: eludir el olvido

La aproximación de Fernanda Valadez y Astrid Rondero propicia que la audiencia no le de la espalda a la violencia, una violencia que se asume intangible pero igualmente feroz.

Ya somos el olvido que seremos.
El polvo elemental que nos ignora

Epitafio; Jorge Luis Borges

La imprescindible Sin señas particulares es, de alguna manera, la consumación de 400 maletas, el cortometraje con el que irrumpió en 2014 la directora Fernanda Valadez (Guanajuato, 1981) en el panorama del cine mexicano. El tema central es el mismo: las desapariciones forzadas en México, vistas desde la perspectiva de las víctimas colaterales, aquellos seres dolientes, rotos en pedazos, que son obligados a reclamar cuerpos irreconocibles y soportar pérdidas irreparables.

La cinta coescrita por Valadez y Astrid Rondero, que también funge como productora, narra el largo peregrinaje de Magdalena (Mercedes Hernández), una madre de clase popular que se aferra a la búsqueda de un hijo cuyo destino final era Arizona, en un sitio recóndito del estado fronterizo de Tamaulipas. Eventualmente su periplo se entrecruza con el de Miguel (David Illescas), un joven mexicano deportado de Estados Unidos, que emprende el camino de retorno para encontrarse con su familia. 

Si bien es una propuesta de ficción, que bebe irremediablemente de sucesos como la masacre de San Fernando, perpetrada por el grupo armado de los Zetas en 2010, el tratamiento estético se asemeja más al de un documental, con un excepcional manejo del plano y el encuadre. Sin embargo, el gran mérito de Valadez reside precisamente en que la potentísima propuesta visual no le resta protagonismo a la narrativa, sino que la dota de un condimento atmosférico que nos permite empatizar con el calvario de Magdalena y, de alguna manera, padecerlo. De modo que la aproximación de Valadez y Rondero propicia que la audiencia no le de la espalda a la violencia, una violencia que se asume intangible pero igualmente feroz.

No estamos ante la típica película pirotécnica sobre narcotráfico, desapariciones, reclutamientos forzados y migración, puesto que existe una clara ambición de desmarcarse de los recursos efectistas que taladran en el espectador con la finalidad de provocar una reacción de shock. A partir de ahí, Valadez busca que la brutalidad inherente a estar inmersa en una búsqueda sin tregua, con todas las posibilidades en contra, sea contada desde la perspectiva del propio viajero, en este caso una madre herida, dispuesta a todo por encontrar pistas sobre su hijo. Por ello, hay elementos para que concluir que, por momentos, la cinta se adhiere con absoluta fidelidad a los preceptos de una road movie.

Al ser una película eminente visual, que renuncia deliberadamente a la construcción de diálogos complejos, los paisajes terminan siendo una llave para interpretar el estado interior de los personajes, ya sea como una suerte de espejo o porque plantean una clara yuxtaposición que refuerza la indiferencia casi tiránica de una puesta en escena esplendorosa.

Al final, en un país aletargado y secuestrado por la violencia, la protagonista se reconoce incapaz de recuperar a su hijo. Su búsqueda, sin embargo, no resulta del todo estéril. Eludir el olvido sólo está al alcance de una madre rota.

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