Querida Sylvia:
Hace unas semanas leí una serie de correspondencias entre Lou Andreas-Salomé y Rainer Maria Rilke. Tuvieron un amor apasionado, un romance más allá de lo normal, sentimientos que nacían de agujeros negros. Ambos gustaban de la poesía: Rilke escribía poemas y Salomé los leía, pero ella venía influenciada por la psicología, aunque describirla sería un énfasis molesto.
Creo que sabes esta historia, porque es similar, ¿o estoy en un error? Lou psicoanalizaba a las personas. Pienso que los y las poetas también lo hacen: psicoanalizan el mundo, la realidad, la verdad. ¿Cuándo fue la última vez que analizaste a una persona?
Sin temor alguno, puedo confirmar que fuiste la psicóloga de Ted, intentabas entender sus acciones, sus crímenes. Estabas perdidamente enamorada de él. Una prisión para un corazón tan noble y párvulo como lo es el tuyo.
Cuando leo tus diarios y estudio tus poemas, me gustaría volver al tiempo para advertirte, para abrazarte, para agarrar tu mano y decirte que sigas con las salidas nocturnas con tus amigas, con los pequeños romances que fueron efímeros, con ese amigo que te preguntaba sobre arte, con la música de Sinatra (aunque nunca supe si te llegó a gustar), con las letras de Joyce. Supongo que el tiempo es cruel porque nos remonta al remordimiento.
Tu obra nació de tu sensibilidad. Muchos analistas piensan que si no hubieras pasado esas mañanas no hubiera existido Sylvia Plath; se equivocan: aún recuerdo un poema tuyo donde describes cómo te cortaste con un cuchillo; me hizo pensar que la belleza parte de la cotidianidad, de que se puede escribir poemas desde el hogar, desde el refugio.
Te conocí en un ataque de ansiedad, de depresión; no fue casualidad. Creo que los jóvenes llegan a ti a partir de los dolores del alma. Llegué a escuchar a una poeta que mencionó que tu poesía le revolucionó el mundo. ¿Cuántas tesis no se han escrito a partir de tu poesía confesional? Te interesabas por los versos potentes, no por los románticos, incluso llegaste a escribir una Oda, y creo que es uno de tus versos terriblemente más hermosos que has escrito.
Hughes, esa sombra que protagoniza tus poemarios… Me enoja pensar que borró los poemas que le dedicaste en las reimpresiones de tus libros, póstumos, pero que llegaron a las manos correctas, hasta ganaste un Pulitzer. Única, auténtica, solo tú.
No soy de acompañantes, pero, sin que lo sepas, me acompañas como una buena amiga. No creo conocerte en otro ámbito que no sea el íntimo. Te impresionaría saber a cuántas manos has llegado, cuántas bocas pronuncian tus creaciones, cuántos ojos se vieron a través de tu campana de cristal.
Escribo poemas por la misma necesidad que tuviste en su momento. Me hubiera gustado invitarte un café en París o una copa en un bar a medianoche y preguntarte sobre la ética del poeta. ¿Leíste a malas personas? Por un momento reflexiona esto: a Ted lo consideraste uno de los grandes, un maestro, pero asesinó en su interior a dos mujeres, a jóvenes y, sobre todo, a ti. Me dirás que ya estabas muerta en vida o que tu vida era una especie de montaña rusa: momentos de subidas y de bajadas. No creo en separar al artista de la obra, por eso me incomoda Ted: por mucho que le pueda sacar líneas certeras, su maldad yace en mis ojos de lluvia.
Sylvia, no soy de escribir cartas frecuentemente. No cualquiera tiene ese honor: de ser recordado, pensado, plasmado en papel. Te echo de menos. Imagino tus reacciones de fiesta —si hubieras estado en vida— cuando leas las críticas hacia tus poemas, los premios que te darán.
Tus emociones quedan en la memoria; tu poesía en la colectividad de la Tierra. No eres mito ni cuento, sino leyenda, poema. Eres mi maestra, una de las mejores que la literatura me ha podido dar. Me enseñaste que la soledad, esa ausencia y ese complejo de inferioridad se pueden domar, tranquilizar. Hay un lugar en el mundo para los que no se adaptan a las personas, al mundo cruel, a las convivencias sin corazón, a las reuniones de la realeza.
También soy vertical y preferiría ser horizontal, pero la vida me llevó por otro camino, donde la señora Lázaro me visita cada noche: me hace reflexionar sobre mi vida, mis inquietudes, mis temores, mis reflexiones, mis creencias.
Volveré a leer esta carta en un futuro. Cuando tenga un valor en mi meta, te agradeceré, como lo estoy haciendo ahora. Prometo evocar tu figura lo más que pueda. Leo los acentos y los susurros de mi corazón, así que me quedo tranquilo por saber que va a ser de esta manera.
Gracias por tanto.