Un paseo andaluz

Escribo esto desde un bar de tapas andaluz con una barra kilométrica de madera, jamones colgando desde el techo y camareros alérgicos a la modernidad de las tabletas.

El dependiente del Black Swan, de la calle Bilbao, nos prometió una noche de flamenco no muy lejos del casco antiguo y no muy cerca de Triana, el verdadero barrio artístico de Sevilla, al otro lado del río Guadalquivir. Quedé de encontrarme en la recepción con una japonesa llamada Chihiro —porque los tópicos no nos abandonan nunca—; un belga, cuarentón, de Lieja; y una hindú, vegana, que experimentaba en carne propia la crueldad de los primeros compases de los treinta. Mientras hablábamos de lo que se habla entre desconocidos en ciudades inexploradas, el belga comenzó a impacientarse conmigo. Tenía sus motivos. Durante el largo peregrinaje, sin calesa alguna que acudiera a nuestro rescate, no dejaba de preguntarle sobre Molenbeek, un barrio en la periferia oeste de Bruselas estigmatizado como semillero de terroristas islámicos. 

—¿Cuál es su reputación entre los belgas? —pregunté con la imprudencia del que ha sido turista la mayor parte de su vida. 

—Amigo, si sobreviviste veintinueve años en la Ciudad de México, estarás bien en Molenbeek—ironizó para zanjar de un plumazo mi mediocre esbozo periodístico. 

No se puede decir que haya sido una velada excepcional. El escenario era una tarima que coqueteaba genuinamente con la posibilidad del colapso ante el violento vaivén de los tacones, y los gitanos, marginados y perseguidos históricamente, estaban más empeñados en condenar al unísono cualquier amenaza de fotografía que en trascender en la memoria de los asistentes.

Sevilla es una ciudad exuberante asentada sobre una vasta llanura. De ahí emerge la imponente torre de la Giralda, un antiguo alminar de la mezquita almohade convertida en campanario, en donde descansan los restos de Fernando III, el gran recristianizador de la región. Tanto la Plaza de España y el Alcázar, como la Alhambra nazarí de Granada, reivindican el espíritu de supervivencia de la arquitectura islámica frente al implacable fervor renacentista.

Como casi siempre, el fútbol supuso una inmersión por los rincones más auténticos. El Benito Villamarín, campo del Real Betis, me exigió una caminata heroica de cincuenta y cuatro minutos —reloj en mano— a la orilla del Guadalquivir, en pleno estado de hipnosis provocado por un febrero plácido que compite con casi cualquier abril mediterráneo. Al Ramón Sánchez-Pizjuán, del Sevilla Fútbol Club, me tomó llegar menos de media hora andando desde el centro, entre el dédalo de callejuelas evocadoras de la Judería, un guiño quijotesco en la antesala al concurrido barrio de Nervión. 

Luego, una cita ineludible con la comisaría de Barcelona me obligó a elegir entre la mezquita de Córdoba y Gibraltar, un territorio británico de ultramar que España ha intentando reconquistar sin éxito desde que lo perdiera hace más de trescientos años, en el marco de la Guerra de Sucesión. Visitar por placer Gibraltar es como venerar a Maximiliano de Habsburgo en México, asentarse en Bogotá para renunciar al caribe, ser de los Mets en Nueva York o llamar a Sabadell la Manchester catalana: despierta sospecha. 

Hay historias más o menos románticas ligadas al peñón y sus cincuenta y dos kilómetros de túneles. Pensemos que alguna vez Adolf Hitler se entrevistó con Francisco Franco —vaya par— en Hendaya, durante los estertores de la II Guerra Mundial, para persuadirlo, entre otras cosas, de que permitiera el despliegue a placer de las tropas alemanaspor la península, a cambio de recuperar La Roca. Desde entonces, solo el Brexit, el fracaso de la democracia directa en Reino Unido, ha supuesto un atisbo de esperanza para la política exterior española con miras a recuperar un enclave estratégico en el Mediterráneo, que ofrece unas vistas privilegiadas al norte de Marruecos y se distingue arquitectónicamente de Andalucía con un corset genovés. 

Prometí volver para reconciliarme con la Córdoba omeya, ser testigo del vertiginoso florecimiento cultural malagueño y derribar el mito de la Costa de la Luz gaditana, un litoral apacible bañado por las aguas del mar Mediterráneo y el océano Atlántico. Si «hoy es siempre todavía», como decía el gran poeta Antonio Machado, escribo esto desde un bar de tapas andaluz con una barra kilométrica de madera, jamones colgando desde el techo y camareros alérgicos a la modernidad de las tabletas.

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