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Una tarde en la colonia Tabacalera

—Órale, Miguel, apúrale.

Se escabullían como hábiles animalejos entre las gradas del recinto. En el submundo más cercano al piso, donde convivían con chicles secos y colillas de cigarros. De cuclillas contaban y separaban el dinero en un bote blanco. El ruido de fondo era un hervidero de voces guturales y rasposas que se mezclaban con golpes contundentes de caucho estrellándose con rabia en una pared de concreto.

Las apuestas grandes y legales se llevaban a cabo en las exclusivas gradas donde la gente vestía de seda, mientras que las apuestas clandestinas y regentadas por malandros se gestaban en el peor rincón, donde las gradas estaban rotas y sucias, y la reja no dejaba ver bien el espectáculo. Allí los mocosos iban y venían corriendo como ratitas juntando el dinero de las apuestas que los señores polvosos depositaban junto con papelitos que contenían las características de su suerte echada. Resultaban imparciales manejadores de la lana, criaturas ideales e inocentes que a duras penas entendían lo que pasaba. Todos los viejos confiaban en el engranaje del método de jugarse la quincena entera en manos de unos escuincles, y los chicos quedaban contentos con las monedas que les daban al final.

Abel era el líder de la manada y se encargaba de repartir las ganancias equitativamente. No solo era la voz de mando porque era el más grande de todos, también se había ganado ese respeto porque era el único que ya fumaba, por lo tanto, entendía mejor el mundo de los adultos.

Abel le encantaba estar en el Frontón, aunque no entendiera muy bien el juego. Le gustaba que se dijeran muchas groserías y que oliera tanto a cigarro, pero sobre todo, le gustaba que los señores lo trataran como si fuera más grande. Siempre se había juntado con niños mayores e incluso se conducía con mucha soltura entre adultos y viejos. El único más pequeño con quien se sentía a gusto era Miguel, que además era su hermano.

A veces Miguel se quedaba embobado viendo el juego, aquella pelota que viajaba a tal velocidad por el aire, que si pasaba cerca de la reja hacía zumbar los oídos. Además, alguna vez, Abel le había dicho que las cestas que cargaban los jugadores eran carísimas, que casi costaban lo mismo que un coche, y que por eso, en las gradas de arriba las apuestas se recogían en una cesta igualita a la que usaban los jugadores y no en un vil bote de plástico como el que ellos tenían. Miguel abría mucho los ojos viéndolas en acción y sentía que estaba muy cerca de tesoros invaluables. A raíz del hipnotismo que el juego lo envolvía, cada tanto, Abel tenía que hacerlo volver de su limbo a los gritos para que se pusiera a trabajar como el resto de los chiquillos.

Tras la jornada terminada, el grupo que constaba de una decena de niños se fue dispersando entre las calles de la colonia Tabacalera. Abel sacó un cigarrillo y lo encendió con un cerillo. Junto con los hermanos caminaba el Caballo, un chico cubano que se había criado en la ciudad. A veces soltaba palabras cubanas cuyo significado nadie entendía, pero fuera de eso, hablaba cantadito como cualquier otro niño de los alrededores. Era mulato y en extremo delgado. Para molestarlo, Abel constantemente lo llamaba “el Carbones” o “el Cenizo”.

Antes de que amagaran con separarse y enfilar cada quien a su destino, el Caballo les dijo:

—En mi casa está pasando algo bien loco, ¿quieren ir a ver?

Abel que nunca le negaba nada a algún atisbo de peligro, inmediatamente asintió.

No tardaron en llegar al departamento del Caballo en la calle Madrid. En el mismo edificio de fachada color pistache, a un lado de la puerta destinada a los inquilinos, había una barbería que daba la impresión de estar abandonada.

El Caballo los condujo mientras lucía cada vez más nervioso. Se volteaba cada tanto como corroborando que sus dos acompañantes seguían ahí tras sus pasos, y que no se hubieran evaporado como por una suerte de sortilegio caribeño. Las escaleras conformaban un cubo vertical oscuro que olía a humedad. Miguel dudó si debía tomar la mano de su hermano, pero lo disuadió de la idea recordar que Abel ya fumaba y que de seguro se hubiera puesto incómodo.

Subieron un total de cuatro niveles para llegar a su destino. El Caballo metió llave y abrió la puerta lentamente. En el departamento había un silencio que parecía postergarse hasta el infinito. Un par de hombres igual de morenos que el Caballo estaban sentados en la sala. Vestían ropas extrañas. Apenas repararon en el grupo de infantes recién llegado. En el interior se respiraba un aire añejo de melancolía, como si hubieran trasladado un pedazo de La Habana, tan congelado en el tiempo hasta las entrañas de la Ciudad de México.

—Vengan —dijo el Caballo haciendo ademán con la mano para que Abel y Miguel lo siguieran. Atravesaron un largo y oscuro pasillo. Al llegar a una de las habitaciones, el Caballo tocó la puerta. No hubo respuesta del otro lado. Abrió asomando apenas la cabeza. Tras parecer que había corroborado algo importe agregó—: Asómense.

Abel, que iba al frente de Miguel, asomó primero. Se quedó pasmado, como si su inmadurez aún le permitiera jugar a las estatuas de marfil sin parecer ridículo. Tras la reacción de su hermano mayor, a Miguel se le esfumaron las ganas de mirar, sin embargo, en un ingente esfuerzo envalentonado echó un ojo. Era una habitación grande, con apenas una luz mortecina colándose entre las ventanas. No había en su interior ningún mueble, salvo dos camas con estructuras de fierro, en la más cercana a la puerta había un hombre que parecía estar dormido, unas gruesas vendas le atravesaban el torso y un portasueros le administraba diferentes líquidos a su cuerpo. En la cama del fondo, Miguel sólo alcanzó a mirar las piernas del hombre acostado que calzaba unas grandes botas negras.

—¡Hey! ¿Y estos quiénes son, Raúl?

La madre enfadada del Caballo salió de otra de las puertas del pasillo, cargaba una bandeja metálica. Todo parecía ser envuelto en penumbras. Abel y Miguel la habían visto un par de veces caminando por las calles de la colonia, siempre tomando de la mano al Caballo.

—Unos amigos, má.

—Bobo, ¡fuera! Te dije que no podías traer a nadie. Te voy a dar un viaje, Raúl, si vuelves a aparecerte con estos.

Ante el evidente caos, Miguel por fin se decidió y cogió la mano de su hermano, Abel apretó fuerte. El Caballo, resignado a agachar la cabeza y a quedarse callado, los acompañó a la salida. Al pasar por la sala, vieron cómo uno de los hombres recargaba un par de AK-47 en la pared.

Mientras los hermanos caminaban de regreso a casa y la tarde se iba oscureciendo. Abel articulaba torpemente palabras tratando de explicarle a su pequeño hermano quiénes eran esos señores:

—El hombre de las vendas, seguramente es un herido en combate y el otro, el de las bototas, creo que es el que, a veces me ha dicho el Caballo, se está quedando escondido en su casa, me contó que es un señor muy famoso en Cuba, pero que es de Argentina.

Todo el camino de regreso, Miguel y Abel lo hicieron tomados de la mano.

José David Bernal estudió arquitectura y cine. Fundó la Editorial Gato Blanco. Autor de los libros El arte del futbol, Por poco me llamo Iniesta, y Vas a hacerlos bailar.

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