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Alfredo I

Mi padre se mudó a la Ciudad de México en 1994 y lo que el chamaco de 8 años deseaba era que lo viera jugar futbol, para mostrarle que podía llegar, algún día, a vestir la camiseta del glorioso Puebla FC.
Lunes, miércoles y viernes, mi madre me llevaba a la ‘escuelita’ de la Franja en Estrellas del Sur y como se volvió costumbre, equipo que iba ganando era dueño de mi carta:
-¡Tiras para el otro lado! – gritaban desde el área técnica y tribuna.
-¡No, ahora soy del otro equipo! – mientras secaba mis lágrimas por un nuevo gol en contra.

Varios entrenamientos pasaron y mi padre se hizo presente en aquel Golf gris que pasó por toda la familia.
-¡Hijo! – gritó emocionado mi padre, mientras trotábamos al rededor del parque.
-¡Hola, papá. Estamos calentando! – lo saludé con una sonrisa dibujada en el árbol de enfrente.
Caí desmayado por 5 segundos, enojado por la vergüenza, misma que fue opacada por la carcajada de mi padre que, sobra decir, siguió su camino entre risas y murmullos -¡qué bruto árbol, se te atravesó!
Tal vez, por ese ‘trancazo’ en el árbol no llegué a ser futbolista.
No creo que haya influido que me rompí la rodilla dos veces o que la columna la tengo más chueca que las finanzas de la FIFA. Seguro fue por ese méndigo árbol, estoy seguro.
Alfredo.

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