Foto: Cortesía.

La escritura es un laberinto: Xavier Velasco

Cuenta Arturo Pérez-Reverte que el principal temor de Carlos Fuentes al terminar de leer Diablo Guardián era que Xavier Velasco (Ciudad de México, 1964) haya vaciado todo en esa novela: que no le quedara nada más.

Tras ser condecorado con el Premio Alfaguara de 2003, en medio de una profunda crisis de identidad desencadenada por algo parecido a lo que Javier Cercas denominaba como «la catástrofe del éxito», el mismo Pérez-Reverte, caminando por el centro de Madrid, tuvo la lucidez de describirle como «un simple hijo de puta que escribía novelas». La reflexión, cargada de una sinceridad abrumadora, fue música para los oídos de aquel escritor forjado en los años sabandijas.

Se le ve más aura de rockstar que de escritor.

Anduve un buen rato de mi vida con rockstars; terminé de aprender inglés gracias a David Bowie, y empecé con canciones de los Beatles. Uno siempre termina pareciéndose a lo que admira.

¿El dandy que siempre viste el mismo traje o la metamorfosis ambulante?

Escribir es un juego y una fechoría. Y si te dedicas a hacer fechorías más te vale no repetir porque acaba detrás del hotel de los barrotes. Tengo esta simpatía por el outsider, por lo que de alguna manera no se ajusta al librito, al reglamento, a lo que se espera. Creo, como Bowie, en el antimimetismo: hago todo lo que puedo para no parecerme a lo que me rodea.

Además del de Bowie, ¿en qué espejo te veías?

Yo quería ser como Sam Shepard. Tenía todo lo que yo quería ser en la vida: escritor, actor, baterista, estaba casado con Jessica Lange, era vaquero. Me gusta pensar que el escritor es un hombre de acción: alguien que se mete en problemas. A la hora de escribir hace falta ser intrépido.

¿El bandidaje y la intrepidez son estimulantes de la novela negra?

El escritor de novela negra, como el malhechor, debe ser impredecible. Estuve un rato estudiando letras y me volví una persona asquerosamente predecible, porque ahí aprendí a desdeñar la anécdota y que la escritura no era más que puro estilo y voz. Me contaminé profundamente del bobo academicismo. La escritura es un laberinto: ir, en lo posible, un pasito adelante del lector.

En ese laberinto peligran las estructuras.

Javier Marías decía que hay escritores que escriben con mapa y hay escritores que escriben con brújula; yo pensé que era de los segundos, hasta que me di cuenta que no tengo ni siquiera brújula: que escribo mirando las estrellas. Encontrar la estructura es un gran penar; se padece.

¿Cuándo se activa el detector de mierda faulkneriano?*

Es un aparato que poco a poco vas perfeccionando. Cuando logras que pasen dos o tres años y todavía te gusta lo que escribiste, siéntete satisfecho. Diablo Guardián, hasta la fecha, no me molesta releerlo. Escribir al final se trata de hacer el menor ridículo posible. Conforme el camino se te llena de espinas, pasas de aspirar a escribir un gran libro a terminarlo como puedas. Escribir es sufrir por incertidumbre.

¿Entonces es mejor haber escrito que escribir?

No estoy tan de acuerdo en eso. Me decía Luis Cárdenas Palomino (líder de la operación para capturar al mochaorejas): «Me pasé todo ese tiempo con esta monomanía, el juego del gato y el ratón, y luego pensé: ¿y ahora qué hago? Mierda, mi vida ya no tiene sentido». Necesitas seguir metiéndote en problemas: es el sentido de la vida.

Violetta, a 15 años de distancia, en el espejo retrovisor.

15 años y Violetta me sigue manteniendo (risas). Pasa una cosa tranquilizadora: durante el décimo aniversario de Diablo Guardián, subí un texto a twitter en el que quería explicar el origen del personaje; lo titulé Mi Violetta. La gente me escribía: «no es tu Violetta, es nuestra». Ese es el gran descanso.

¿Diablo Guardián fue una lucha para sobrevivir?

Cuando una obra es necesaria, das todo por ella. Los negros no inventaron el blues para llegar a las listas de los más vendidos, sino para sobrevivir. Escribí la novela por mi vida, para salvarme. La escribí con una gran tensión, con un gran flujo de energía. Pensaba: esta es la primera y, quizá, la última oportunidad de vivir como escritor y entregarme a la escritura y nada más que a la escritura.

¿Se cruza una especie de umbral cuando se gana un premio?

Depende qué tipo de umbral; para mí, como me decía Pérez-Reverte, todos los escritores tienen un techo. Momentos antes de ganar un premio es algo parecido a cuando te vas a morir: desfilan todos tus fracasos, tus profesores, tus amigos: toda tu vida. Después del Alfaguara cambió todo para siempre. Nunca más volví a ser la misma persona, y aunque yo me empeñaba en seguir siéndolo, no sé ni en qué diablos me convertí.

La catástrofe del éxito…

Cuando le entregan el premio al siguiente año a Laura Restrepo, salí de una estación de radio pateando un bote y diciendo: se acabó. El momento más duro fue cuando me negaron una beca teniendo el respaldo de Carlos Fuentes, Arturo Pérez-Reverte y Rosa Montero; ese día me dije: el mundo no estaba obligado a seguirte rindiendo pleitesía, pedazo de idiota. A partir de entonces volví a pelear; me encargué de desmitificar el oficio de escribir.

¿El sabandijismo es una virtud o un defecto?

En la vida de un escritor nada es un desperdicio: todo se archiva. La gran magia de la  literatura es que te permite capitalizar incluso los momentos más miserables, los momentos de mayor aburrimiento, las más grandes tristezas.

*El detector de mierda, en realidad, no es obra de Faulkner, sino de Hemingway. Velasco se lo adjudicó al autor de Mientras agonizo, de manera deliberada, como un juego literario para descolocar a lectores, reseñistas y entrevistadores (como un servidor). Son las cosas que deja juntarse con sabandijas.

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *