Abuelos

Él y la Tita sólo se han separado un par de veces, y fue porque alguno de los dos estuvo en el hospital.

De mis cuatro abuelos, tres aún viven, pero los recuerdos de ambos pares los atesoro invaluablemente. La última vez que los vimos fue precisamente en nuestra boda. Cuando empezó el aislamiento, más que difícil, fue doloroso explicarles que ‘no nos veremos en un par de meses porque queremos vernos muchos años más’. A pesar de que la comunicación aumentó (que de por sí somos una familia mueganito), podía darme cuenta de la tristeza que los embargaba en cada mensaje de texto o llamada que teníamos.

Mis abuelos, modestia aparte, son un manojo de virtudes. La Tita, aunque de mirada seria y analizadora, rompe con el estereotipo de la rubia ojiazul. Es en exceso culta, una cinéfila que todos los viernes de nuestra infancia nos sorprendía con una película de ‘cine trauma’, como le decíamos, después de comer. A veces, cuando mis primos regresaban de Roma por las vacaciones, cedía y nos dejaba ver películas que habían traído, no sin antes advertirnos que después ella escogería una. El intercambio y tráfico de libros era habitual con ella y nunca dejaba de sorprendernos con su imaginación; le decíamos: Tita, cuéntanos un cuento de una mesa/serpiente/billete… o los sustantivos más abstractos para retar su ingenio, y aun así, cada cuento era único y nos entretenía horas enteras. Luego nos contaba anécdotas de su infancia, que en la escuela le apodaban Viacheslav Mólotov y que se peleaba con niñas cuando la molestaban. Todas sus charlas son excepcionales. 

La abuelita Pili, un poco más ruda, es una rubia vigorosa que siempre se jactó de ser, tal como su nombre, un Pilar donde quiera que se parara, la mente maestra detrás del imperio de negocios que construyó de la mano de su esposo. Cada vez que salíamos de vacaciones nos quedábamos a dormir en su casa. Fue ella quien nos enseñó a jugar todas las variantes de la baraja, rugby, parcasé y a apostar no más de cincuenta centavos entre nosotros; valía la pena desvelarse una noche antes de estar en el aeropuerto. Nos tejía suéteres idénticos para Navidad y nos sorprendía con los recuerdos de su infancia, cuando vivía con todas sus hermanas y escuchaban radio novelas de terror, para después espantarse entre sí, o de alguna cosa que sus hijos (mi papá y tíos) habían hecho en sus años mozos, “sólo para tenerlo en mente”, como ella decía, pues quizá serviría de argumento después.

El Tito, un geógrafo empedernido de los sudokus y crucigramas, tiene un lugar favorito en uno de los sillones de la sala que nadie más ocupa, es muy callado (porque todas las ocurrencias son de la abuela) y todos los viernes, a la hora de la comida, le ofrece un tequilita a quienes se sientan a compartir su mesa. Es el único abuelo -que yo conozco- que sin importar la edad de sus nietos da sin falta su domingo. “Para lo que se ofrezca”, dice. Creo que le da gusto cuando le digo que con eso le invito los tacos a Eder. Él y la Tita sólo se han separado un par de veces, y fue porque alguno de los dos estuvo en el hospital. Recuerdo que el Tito le insistía mucho a las enfermeras con que ya lo dejaran salir porque su esposa no sabía cocinar o no se podía bañar sin él, grandes mentiras pero un puro reflejo del amor que ambos mantienen. Los Titos son una pareja que lleva casada más de sesenta años. Así me gusta recordar a mis abuelos.

Los Titos están recluidos en su cálida casa con paredes de madera y piso de alfombra, sin ver a nadie, entreteniéndose con el repertorio de películas y cábalas que poseen. La abuelita Pili tiene un aislamiento singular, la pérdida de la memoria ha mermado un poco su ánimo y, a diferencia de los Titos, que se tienen el uno al otro para recordarse, ella tiene a su hermana Estela, nuestra abuelita por anexión, por quien, a pesar de sus propios males, no han pasado los años y su belleza sigue intacta. La fiel hermana mayor que dejó de lado asustar a sus hermanas con los relatos de terror y suspenso de Arturo de Córdova (locutor en la época de oro de la radio en México) para cuidar y hacerse compañía con la abuelita Pili en el asilo, donde estando juntas ya no parece ser tan solitario. 

Soy mala recordando fechas. En mi ajetreada cabeza el calendario suele definirse sólo en los días que hay algún pendiente laboral. Nunca se detiene. Eventualmente recuerdo el cumpleaños de tal, la cita con uno, el aniversario de otro, tampoco era un tema que antes me importara demasiado, pero estos meses, aunque creía estar aferrada a un calendario mental para no perderme en la monotonía (y claro, porque ahora ciertos recuerdos nostálgicos me mantienen a flote) no recordaba el día del abuelo. Pudimos ver a los Titos desde la puerta de su casa, sin pasar por primera vez en mi vida. Si platicamos cinco minutos fue mucho tiempo, la Tita se veía delgada en fotos que nos compartía, pero comprobé que está bien, el Tito también. No hubo tequilita, ni comida, ni películas, sólo un par de metros de distancia y una sobria despedida. No dejaron de mandarnos besos. El asilo tiene una puerta de cristal grande que antecede una reja, desde ahí pudimos ver a las otras abuelas, quienes tampoco se cansaron de agitar los brazos y sonreír. En otro tiempo hubiéramos estado hechos bolita en alguna cama de su loft y cantando canciones de Juan Gabriel, Rocío Durcal, José José, mientras otros abuelitos se asomaban para felicitarlas por sus amorosos nietos…a ellas hubo que hablarles al celular para escuchar lo que decían. El encuentro tampoco fue muy largo. 

En un espacio intermedio entre la casa de los Titos y el asilo de las abuelas, donde nada parece moverse, cambiar, o doler, está el abuelo Gustavo, un periodista a quien ninguna nota parecía impresionarle más que su hazaña más grande: haber conquistado a la abuelita Pili con su destreza para bailar y, en orden de prioridades, su habilidad para jugar futbol. Hace casi una década que él ya no está, aunque la abuelita lo mantenga vivo y sus memorias más latentes sean con él. Ahogada en mis recuerdos, no deja de darme risa recordar cómo los nietos más grandes lo cargaban, (cuando la andadera o silla de ruedas eran vitales para él) para cruzar las calles o subir escaleras, al abuelo también le daba risa y hasta jugaba a las carreritas con sus caballos –nietos-. Él siempre aceptó gustoso un tequilita y jamás despreció una invitación a comer.

Regreso a la realidad y dejo que la rabia se apodere de mí. ¡Qué no daría por abrazarlos! Fui criada toda la vida entre los brazos y consejos de mis abuelos, no tenerlos cerca ha sido un martirio y nadie me preparó –porque nadie lo está, es algo atípico- a desprenderse así, sin más. Entonces, aparece un recuerdo más, “el que se enoja, pierde”, decía siempre el abuelo Gustavo. Creo que es la moraleja que más utilizó en su vida, la que siempre repetía, la que más útil me parece ahora. Cierro los ojos y los abrazo a los cuatro.

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