Desperté y abrí tuiter, como todos los días. Me encontré con un video publicado por Hugo Salcedo, comentarista de TUDN: un golazo del Veracruz, por ahí del 2006. La jugada colectiva involucró casi a todo el equipo, y mientras Raúl Pérez pasaba lista yo quería echarme a llorar. El Negro Sandoval; otra vez Braulio. La juega bien el Veracruz. Tressor Moreno. Salió muy bien el cuadro jarocho. Aquí viene Domínguez: se mueve Mancilla, también Tressor Moreno, para él la pelota y logró devolver. Sigue Domínguez, que tocó para el Negro Sandoval. El toque es para Domínguez. Desborda Domínguez y centra para Tressor. Tressor, ¿qué va a hacer? Tocó para Mancilla. Gol de Veracruz. Catorce pases: una maravilla que colinda con el nocaut que Cardozo le recetó al América unos años antes y se recupera en la previa de cualquier encontronazo entre Águilas y Diablos. La tercera respuesta al tuit me parece entrañable, a cargo de Adrián Contreras (@adrianeguinogm1): ¿Se jugaba mejor antes? ¿O es mi percepción? Me siento como cuando comparas las caricaturas de hoy con las que se veían en el Canal 5, Cartoon Network o Nickelodeon. Me siento incapaz de trazar un mejor paralelismo.
No tengo memoria de mi primera vez en un estadio, pero sí sé que mi afición por el Cruz Azul se dirimió tras un encuentro contra Pumas, club de arraigo familiar. A mí me gustaba el color azul, y decidí que apoyaría al que ganase aquel partido intrascendente en 2001. Recuerdo alguna goleada al Veracruz en el Estadio Azul y otra que nos endosó ahí mismo La Piedad. Quizá fueron mis dos primeras idas al campo de fútbol, lo cual me habría permitido aceptar todo lo que arribase en ese amplísimo margen entre la avalancha a favor y la zarandeada en contra. Por alguna razón hurgo en mi memoria y encuentro galletas de mantequilla, de esas fragilísimas que se rompen a la menor provocación. Estábamos en Ixtapa y mi sobrino, un año menor que yo, me dijo que si le regalaba mi última galleta podía poner lo que quisiera en la tele. Acepté y sintonicé un Cruz Azul-Celaya. No sé por qué, pero ligo también a Diego Latorre con las galletas de mantequilla: debió jugar ese día, aunque yo no conserve imagen mental alguna, porque estuvo en el equipo guanajuatense de 2001 a 2002.
En esta catarata de memorias paso por Veracruz. Mientras mis papás y el mismo sobrino se devoraban helados en el malecón, el Andrés de siete años debatía con tres viejos aficionados al Veracruz sobre por qué el Matute Morales no jugaba por el centro. Yo no era un superdotado del análisis: más bien encontraba un placer absurdo en cualquier pretexto que me llevase a hablar sobre fútbol con quien fuese. En ese mismo viaje convencí a mis papás -a mi sobrino seguramente no, por lo que le ofrezco disculpas por lo que seguro fue una imposición- de ir al Luis Pirata Fuente. Veracruz contra Atlante. Yo estaba emocionadísimo por ver en directo la cabellera rubia de Carlos Casartelli, artillero jarocho que metía goles todos los pinches sábados a las cinco de la tarde. (Después me enteraría que quien yo creía que era Casartelli era en realidad Martín Rodríguez; lo acepto aunque ello atente contra la emoción del texto). Empataron a dos, doblete suyo. Atlante perdió el superliderato y Veracruz se coló a la liguilla. El estadio estaba llenísimo y nosotros, tras habernos insolado afuera, tuvimos que sentarnos en las escaleras. Mi sobrino se durmió mientras yo le gritaba a mi papá que por qué demonios no le emocionaba ver en vivo a Carlos Casartelli.
A lo que voy con todo esto es que actualmente escucho el nombre de Casartelli y me emociono. Me pasa lo mismo con José Cardozo, claro. Con Luciano Figueroa. Con Bruno Marioni. Con Martín Rodríguez. Con Alex Fernandes. Con Marcelo de Faria. Con un montón de jugadores que pasaron por la liga mexicana por ahí del 2003. Uno pensaría que es mera nostalgia barata relacionada con la infancia, pero en una charla reciente en el chat no oficial de purgante descubrí que no estaba solo cuando confesé que extrañaba Chiapas en sábado a las tres de la tarde, Torreón en domingo a las cuatro o Veracruz en el Puerto a las cinco. No es tu nostalgia, me dijo Ricardo, es eso. Yo creo que de ahí viene tanto desencanto. No hay narrativas. La sombra que daba en la banda en la Bombonera, a las tres de la tarde, con Raúl Pérez y Juan Dosal. Toluca siendo un rodillo. Era imposible salir vivo de ahí. Lo mismo Torreón, la ciudad de los grandes esfuerzos según Emilio Fernando Alonso. Se democratizó todo y se fue al carajo. ¿Antes duraban más los jugadores en los equipos? ¿Era eso lo que me generaba tal identificación entre el futbolista y su escudo? ¿O sí será la inocencia infantil que compara al futbolista con el superhéroe? Antes le temía al San Luis de los Moreno: Alfredo y Tressor. Adrián Martínez, el grande, en el arco. García Arias y González Tahuilán partiendo tibias y regalando penaltis. Hoy no sé quién demonios le da identidad al insulso Atlético de San Luis, y no es un tema de proyecto, pienso. Algo perdimos en el camino.
Puedo reconocer casi cualquier nombre que haya pasado por la liga mexicana porque entre 2002 y 2006 jugaba diario con un amigo en el estacionamiento: mi colección de camisetas pirata era amplísima -ahí andaban playeras inverosímiles del calibre de los Tecos o los Colibríes-, por lo que le prestaba una, me ajustaba una y fingíamos el partido en turno. Era una suerte de gol-para donde quien tenía el balón debía ir narrando quién se la pasaba a quién y quién disparaba al final. Alguna vez metí un golazo siendo Osvaldo Lucas, del Atlante. Alguna vez estudié cómo Andrés Silvera, de los Tigres, movía la cabellera cuando celebraba en pos de emularlo. Alguna vez tapé todo siendo Buljubasich, guardameta del Morelia. Quizá esto dotó de magia cualquier nombre insulso. Ojalá haya niños ahí fuera jurando ser el artillero en turno del Necaxa, Puebla o Querétaro, y recuerden a Ormeño como yo recuerdo a Milton Coimbra.
¿Perdimos algo? ¿Qué fue? Yo concuerdo con Ricardo: perdimos narrativas. El actual Santos que juega en el novedoso Territorio Santos Modelo no se asemeja en nada al que te agobiaba con centros del Pony Ruiz a Jared Borgetti. Mi infancia fue quedándose atrás, me arrebataron el estadio donde entendí lo que era el fútbol y de pronto, cual burbuja que se revienta, dejé de sentirme el Chamagol y marcar goles en el estacionamiento. Sigo viendo al Cruz Azul, sigo enojándome, pero ya no busco parecerme a nadie. Incluso busco despegarme. ¿Para embobarse con el fútbol hay que cuidar al niño que se enamoró y llevamos dentro? ¿O es el fútbol quien debe cuidarnos a nosotros? No tengo idea.