El que no tiene memoria se hace una de papel
La primera hora siempre era Cálculo, la impartía el Ingeniero Bonilla a las 7:00 am. Lo de “en punto” sería exagerar. Fuera de la primera semana del calendario escolar, la combi blanca que manejaba Bonilla aparecía en el estacionamiento de la preparatoria alrededor de las 7.15-7.20 horas, al ingresar buscaba su lugar y hacía un giro de 270 grados para estacionarse en reversa (supongo que el objetivo era poder salir más rápido de ese sitio, no lo culpo). Se bajaba, para luego abrir la puerta lateral buscando su portafolio, caminaba unos metros ajustándose el cinturón -con una gran hebilla de carnero- para luego dirigirse rumbo a nuestro salón, en el tercer (y último) nivel del edificio.
No me llamen ‘Profe’. Nunca. Ingeniero, Maestro – por su grado -, incluso Profesor, pero por favor, NUNCA ‘profe’. Por supuesto, el segundo día lo hicimos. No le cayó en gracia.
La segunda clase de los lunes era laboratorio de química, en la planta baja de la escuela, a tan solo unos metros de la escalera. Duraba dos horas. Por lo general nos repartían el trabajo por equipos. El profesor llegaba a apuntar el material, los pasos a seguir y finalmente explica qué y por qué debía pasar lo que íbamos a hacer. Éramos tan solo ocho alumnos en Área II, químico-biológicas, por lo que se formaban cuatro parejas para trabajar. Posterior a la introducción a la práctica, el titular se iba dejando al laboratorista a cargo de nosotros. En general, fuera de un accidente al estar haciendo una pastilla de jabón, fue bastante relajado el ambiente. Tanto, que en ocasiones usábamos el material de laboratorio para desayunar. ¿Han intentado hacer quesadillas con un mechero de Bunsen? Se los recomiendo, no quedan del todo mal.
Un lunes cualquiera, en medio del proceso de sublimación de unas sales, tuve a bien sacar un libro que había tomado de la colección de mi padre. Lo había visto tiempo atrás en su librero, era un regalo de un amigo suyo, Virgilio Barco, colombiano que llegó a ser presidente de aquella nación. No era delgado el libro, estaba editado por Oveja Negra, tenía forros y lomo amarillo, y una ilustración de la cara del autor en alto contraste en la contraportada. Hoy día sé que era una primera edición y que en algún punto de la vida se perdió en alguna mudanza. Lo lamento tanto. Aquella práctica -supongo – salió sin problemas, no tengo registro extra en mi memoria de ella.
Debo aclarar (confesar, con cierta vergüenza) que, a mis 17 años, las lecturas que había hecho eran más bien escasas, limitándose principalmente a asignaciones académicas, e incluso ahí, me ayudaba de ciertas herramientas para hacerlas. En el saldo a favor, tenía lectura de revistas, libros y prensa deportiva, pero la realidad era un balance general negativo, y el resultado en cada lectura era ser tan sólo de un espectador, nunca un protagonista.
La diosa coronada
El primer gol, el primer amor, el primer beso, el primer concierto. El día que dejé de usar camiseta interior o cambié mis zapatos de goma por mocasines (terrible error). Y el día que me enamoré de Fermina Daza.
Escribía Armando Manzanero en ‘Inolvidable’, uno de sus boleros, “En la vida hay amores que nunca pueden olvidarse”. Y yo amé a Fermina con la misma intensidad que Florentino Ariza. Lo hice en esas horas de prácticas de química del benceno, en tiempo de “Nociones de derecho mexicano” (sic), “Temas selectos de biología” y en clase de inglés (el recreo era para jugar al fútbol, la verdad). Era difícil entender qué es lo que me sucedía.
Esa primavera, la de la masacre en la Plaza Tiananmen, en la que me encontraba planeando el futuro (cómo si pudiera), entré en trance al conocer a la adolescente de ojos almendrados “que caminaba con una altivez natural, la cabeza erguida, la vista inmóvil, la nariz afilada, con la cartera de los libros apretada con los brazos en cruz contra el pecho, y con un modo de andar de venada que la hacía parecer inmune a la gravedad”. Recordar lo que sentí al sentarme a leer y abstraerme de lo que sucedía a mi alrededor fue una revelación que agradeceré para siempre.
Tomé partido: me identifiqué con Florentino. Yo también miraba callado, inhibido, sentado en un sitio que podía verla como siempre la he concebido. Y mientras lo hacía, mi último año como bachiller pasaba enfrente de mí, sin tener noción de que mi futuro no era lo que yo me había imaginado, porque la ignorancia de uno mismo lleva a caminos sin pavimentar, pero que de cualquier forma es necesario atravesar para poder llegar a algún lugar, el que sea.
Eran para un amor que se lo llevó el carajo
Abrir una puerta y prender la luz. Darte cuenta que has vivido a oscuras toda tu vida.
Durante esos días, cultivé sin saberlo, una conexión con las letras que hoy día es una habitación llena de historias y hechos, que me han permitido conocer otras estancias, “porque era un sitio para ser feliz, sobre todo de noche, y pensaba que algo de sus amores de aquella época les llegaba a los navegantes en cada vuelta de sus destellos”. Un camino te conecta con otros caminos, con otras personas y sus historias, es necesario dar el primer paso para poder llegar a cualquier destino.
No puedo establecer aún, treinta y dos años y cinco relecturas completas después, alguna unidad que pueda medir lo que cambié a partir de aquel momento y cómo me ha llevado al camino que hoy transito. El libro “amarillo” de mi papá, escrito por el Nobel de 1982, Gabriel García Márquez, estuvo en mi mochila de tercer año de preparatoria por doce días con sus noches. El día que terminé de leer por primera vez El amor en los tiempos del cólera -puedo decir hoy sin equivocarme- subí a un barco de la Compañía Fluvial del Caribe, me senté en la cubierta, cerré los ojos, respiré profundo y dejé que el sol me diera en la cara. Estaba preparado entonces para poder viajar “toda la vida”.