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Ayuno de fútbol

Parón obligatorio. No hay balón. Seguirán en pie, vetustos, los estadios; el escudo soporta vendavales, la televisión continua encendida y la camiseta se muestra, orgullosa, en casa.

Tuve un profesor en la universidad con quien pacté una retahíla de apuestas que perdí: todas futbolísticas. Primero busqué adivinar que México derrotaría a Alemania en la Copa Confederaciones de 2017 –hubiera aplicado el doble o nada un año después, en la justa mundialista–, y después me hallé desbocado jugándome desayunos en cada Atlético de Madrid contra Barcelona: ocurrió algún empate y constantes victorias blaugranas. Hace poco me envió un mensaje por Facebook, consternado por mi salud –no necesariamente ante el coronavirus, sino ante el impuesto ayuno futbolístico–. No quiero ni pensar lo que va a sentir, querido Andrés, si se suspende la liga con el Cruz Azul de líder y lo mismo la Champions, después de la eliminación del Liverpool por el Atlético; váyase preparando porque así pinta el panorama, me espetó por mensajería privada. Atiné a responderle con una mesura que dista muchísimo de mi condición de aficionado irredento. Qué le digo, profesor, puro infortunio; sin embargo, es buen momento para recordar aquella frase que dicta que el fútbol es lo más importante entre lo menos importante.

En uno de sus últimos videos, el comediante argentino Jerónimo Freixas se quejaba amargamente: yo no sé cuándo podré ver de nuevo un partido de fútbol con el letrerito de en vivo en la esquina de arriba. Estamos en ayuno. Estamos, incluso, ante la posibilidad de voltear al pasado y sentirnos idiotas por todas las emociones experimentadas entre agosto y marzo, pues la temporada podría llegar a declararse nula. La impoluta temporada del Liverpool, el gol de Vinícius en el Clásico, el posible tropiezo del Barcelona contra el Nápoles y una inverosímil Copa de Europa donde luce probable que el Atlético llegue más lejos que el Real Madrid: ¿fue un sueño todo eso?, ¿se borra de un plomazo? Estamos ante un inevitable error de continuidad.

Algunos han hecho frente al ayuno engullendo partidos viejos: varios canales han tirado del archivo ofreciendo repeticiones de duelos trascendentales, mientras que otros se refugian en la consola: no hay coronavirus en los muñequitos del videojuego. Yo, que desarrollé mi afición por la lectura llevando a mis papás a gastar lo indecible en libros sobre fútbol, desempolvé algunos ejemplares. Releí Sonido local (Cal y Arena), de Rafael Pérez Gay, una esplendida crónica de los Mundiales de 1998 y 2002, para enamorarme de nuevo del capítulo donde jura que Aimé Jacquet, entrenador de Francia en el campeonato donde fueron anfitriones, vivió las semifinales ante Croacia devorando la obra de Baudelaire en el banquillo. O qué tal el capítulo donde perfila a António Oliveira, entrenador del combinado portugués en Corea-Japón 2002, como un posible personaje de Fernando Pessoa.

Sucedió con el fútbol profesional lo mismo que cuando el balón se retuerce en el alambre que delimita la cancha del llano y termina por reventarse. Parón obligatorio. No hay balón. Seguirán en pie, vetustos, los estadios; el escudo soporta vendavales, la televisión continua encendida y la camiseta se muestra, orgullosa, en casa. Pero sin balón todo continuará en pausa.

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