Balón al piso

La eliminación de la Selección Mexicana en el Mundial de Qatar no debe quedarse -de ninguna manera- en el campo deportivo. 

Contra lo que muchos piensan, el futbol es algo serio en el estado de ánimo de las sociedades modernas. No es una camiseta, no es un cuadro que puede ganar y perder, porque el deporte tiene esa regla como fundamental: ningún equipo y ningún atleta ha ganado el debate antes de jugarlo. Pero un once nacional representa mucho más para los ciudadanos que le siguen: ilusión, fe, esperanza y unidad. 

Los clubes suelen separar a la tribuna. Hasta los indiferentes reconocen los colores de un club de una ciudad o de otra. Incluso de los que dirimen por el cariño de una misma ciudad. Pero los conjuntos nacionales pertenecen -sobre todo en las democracias- a todos los habitantes. Y en ellos depositan sentimientos y emociones: alegría, tristeza; euforia y llanto; orgullo y decepción, según sea el resultado de los encuentros. En muchos países el balompié también contiene ingredientes religiosos, sociológicos y sicológicos. Sin dejar de mencionar -y el tema es polémico- nacionalistas. Hay mucho de tribal en una escuadra mundialista. 

A la sensación de pertenencia se juntan la clase obrera, los privilegiados, las amas de casa, los estudiantes, los jóvenes, los maduros y los ancianos; las muchachas, las madres, las hijas y las personas a las que durante cuatro años no parece importarles qué ocurre en las eliminatorias y los partidos amistosos. Una selección nacional es una oportunidad del tiempo: sucede cada cuatro años y “todos” están -o creen que deben estar- ahí. Y, ya corrido el balón, el ahí se convierte en aquí: el lugar del momento. 

Además, el futbol es un hecho político, económico, histórico y social. En el caso de México, país polarizado desde hace más de cinco años, con una crisis económica profunda, con una inflación desbordada, con un aumento dramático y doloroso de muertos y desaparecidos por la delincuencia organizada; un país con altos índices de desempleados, con más de 700 mil muertos por Covid, sin medicinas para los niños con cáncer y otros enfermos crónicos; un país en el que el presidente, cada mañana promueve el resentimiento y el odio entre sus gobernados, poniendo en peligro el juego democrático; un país sin presupuesto para la cultura y el deporte, sin incentivos para la investigación científica y tecnológica. Un país desecho anímicamente no tuvo la oportunidad para el festejo y la evasión, entendida ésta en su carácter positivo: el olvido durante 90 minutos de una realidad atroz en la que, desgraciadamente, viven millones de mexicanos. 

Pero la ambición de los dueños de la pelota, la indiferencia del Estado, la codicia de los mercaderes de los templos, la trampa, la corrupción, la voracidad de las televisoras, la impericia de la prensa no atendieron -nunca lo han hecho- el anhelo colectivo de la felicidad de espectadores fieles o eventuales. Además, a los jugadores verdes nunca sintieron esa responsabilidad social, que asumen desde el momento en el que se ponen una camiseta que representa a todos los aficionados. La cobardía, la falsedad y la apatía caracterizaron a un equipo pusilánime, tristón y mediocre al que no importaron las inversiones económicas de los hinchas por verlos jugar: restauranteros, padres de familia que compraron una pantalla, obreros y empleados que invirtieron en una comida, un gasto extra; tampoco en los que se endeudaron para hacer el viaje a Qatar, menos en las mamás que hicieron hasta lo imposible para que sus hijos disfrutaran de las transmisiones; en los que con esfuerzos compraron una camiseta para la identidad; en las fondas que pagaron un servicio de televisión de paga para atraer a los comensales e invirtieron miles de pesos en la programación de comidas corridas, carnes finas o platillos tradicionales. 

Ese es el problema de fondo: ni al Estado, ni al gobierno, ni a los federativos, ni a los promotores, ni a los dueños de los clubes y, desafortunadamente, a los jugadores no les interesa el dolor de su afición. Su riqueza no se juega en la cancha, en la que siempre ganan y roban a los que aplauden, sin embargo, cada cuatro años. El balón al piso: la selección mexicana es un hurto de sueños. 

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