Berlín.- Todo viaje, decía Hoffman, no es más que una colección de panoramas.
El viajero toma notas, el paisaje no es más que una prosa que exige ser escrita…
De aquella noche solamente queda un cuadro transparente en el piso. Mide menos de un metro cuadrado; la media no importa, en todo caso. Abajo, en lo que puede ser un sótano, se puede ver el mejor homenaje a las obras extinguidas por el fuego de la intolerancia. Sobre este lugar, justo frente a la Universidad Humboldt (que cautiva los ojos más insípidos, donde se encuentra ahora la Facultad de Derecho en donde Carlos Marx obtuvo el doctorado por un estudio sobre Epicuro), Ullman realizó un tributo a los libros quemados en la fatídica noche de las fogatas de 1933 en la que perecieron cientos de obras de los hombres ajenos al Tercer Reich (entre ellas las de Einstein, desde luego) que hicieron perecer obedientes estudiantes hinchas del brazo levantado.
Abajo se pueden ver los anaqueles vacíos pintados de blanco en donde faltan los libros de grandes pensadores, filósofos, científicos, humanistas, sociólogos, poetas y literatos. En la placa que Ullman dedicó a la obra se puede leer una cita del enorme Heine escrita en 1820; es decir, 113 años antes del primitivismo: Solamente donde se queman libros se quemarán seres humanos. Doce años después del arribo de Hitler al poder del mundo pudo enterarse (y también la gran mayoría de los alemanes) de las atrocidades de los campos de exterminio, donde se quemaron (terrible verbo) millones de seres humanos, judíos, gitanos, comunistas, homosexuales y uno que otro latino. Heine, el profeta.
Algunos han creído que a Martin Heidegger la faltó la humildad campesina a la hora de hacerla de Pastor del Ser. Eso no ocurre con la Alemania de nuestros días. Alemania (solamente puede ser ella porque Lutero, Durero, Hölderlin, Kant, Goethe, Schiller y Heine no fueron leídos en vano) viene dando, a su estilo discreto, una lección humanista al mundo de la posmodernidad: ofrece la otra cara en señal para ofrecer su perdón al mundo que ha ofendido. Pero se disculpa de más, aunque los otros imperios (Rusia, Francia, Estados Unidos, Gran Bretaña) sigan tirando la piedra y escondiendo la mano.
Ahora que el Muro se ha caído hay dos maneras contundentes de encontrar la diferencia entre el Este y el Oeste. La primera (obedeciendo a Peter Weiss) es la estética. Los edificios prefabricados, que obedecen a los ojos uniformadores de la Nomenkletura, se han quedado del lado oriental. Los nuevos, modernos y altos pertenecieron siempre a Occidente. La segunda es más simple. Es hija del combustible. Los tranvías solo fueron utilizados por el régimen del soviet supremo. Así que donde hay tranvía estuvo la RDA. Es válido, para no desdibujar la verdad, afirmar que hoy el Este tiene un sarro nostálgico encantador que no posee el Oeste.
Tiene una vida que nace de la media vida. Como una mujer que ha sobrevivido a un mal rato amoroso. Es seductora, invita al amor desinteresado, pero sincero, fraterno, pero sublime.
Lo que hoy se conoce como la avenida Frankfurt se llamó antes José Stalin. Cambió de nombre cuando Kruschev decidió que había pasado su tiempo histórico rumbo al objetivo dialéctico, donde, algún día, se juntarían las paralelas. Tampoco queda mucho de la estatua de Lenin. Cinco rocas y un agua transparente conforman la fuente de la plaza que lleva su nombre. Nadie sabe donde quedaron los restos de la escultura.
Lo que ha quedado (el perdón tiene muchas maneras de manifestarse) es una parte larga de un discurso de Stalin para conmemorar a los soldados que murieron en la llamada (el sistema utiliza su retórica para justificarse) liberación de Berlín. Codo a codo, metro a metro perecieron más de cinco mil efectivos del Ejército Rojo en la conquista de esta ciudad que terminó con la capitulación del 8 de mayo del 45 (Hitler se quitó la vida, junto a Eva Braun, el 30 de abril de ese año) de los hombres cercanos al Führer.
Todavía hace 20 años los niños de la vieja RDA eran obligados a rendirle tributo a este memorial soviético en el que se encuentran los restos de 5 mil soldados que antes de hacerla de libertadores, la hicieron de violadores de la mujeres berlinesas que nada tuvieron que ver con las torpes decisiones del dictador. Al entrar en este parque, cerca de donde estaba el Muro, -es decir, del lado Este- el invitado puede ver la escultura de una mujer afligida por una gran tristeza. Es la madre patria rusa conmovida por la agresión hitleriana (fallida como la de Napoleón) después de la firma del pacto de no agresión entre Molotov y Ribbentrop. Si el convidado a la cena del pasado voltea hacia el sur puede ver una escultura al soldado soviético desconocido. Es imponente. El hombre lleva una espada al cinto a punto de desenvainar, con un niño en los brazos. Es el niño alemán liberado de las fuerzas del nacionalsocialismo. Uno se pregunta si ese niño no fue producto de un abuso sexual sobre una indefensa mujer alemana.
Pero Alemania es noble. Asume su terrible pasado y su próspero futuro desde un presente luterano. Si el ofrecer perdón es un acto noble, aceptarlo es un don divino. Sólo puede perdonar aquel que ha rebasado la culpa y el remordimiento. Alemania, la Gran Alemania, siempre adelantada al espíritu se flagela, hace penitencia por sus errores del pasado. Ahora es responsabilidad del mundo cruzarle la mano: no importa hasta siempre, caminemos.
Alemania se ofrece a sí misma para el perdón de los pecados. Puede ser útil para la nueva actitud alemana su esfuerzo por erradicar los actos racistas y xenófobos que azotan, sobre todo al Este (lugar, que es necesario contar, en el que sus habitantes, a fuerza del aislamiento por sistema, no conocieron durante más de 40 años a ningún extranjero, por que los vietnamitas, angoleños y europeos del Este que los visitaron, nunca fueron autorizados para convivir con ellos). Pero más alimentador es contar que la avenida que rodea al estadio Olímpico, que albergara la final de la Copa del Mundo, se llama precisamente Jesse Owens, aquel atleta americano que obtuvo cuatro medallas de oro en los Juegos Olímpicos de 1936. Es una leyenda que Hitler no quiso, durante la final del salto largo, estirarle la mano por su condición de negro. Si la aseveración es cierta o no es poco relevante. El caso es que a los alemanes les ha caído tanto de peso esa versión que han decidido bautizar la calzada con el nombre del atleta estadunidense que, por lo demás, tampoco fue dignamente reconocido en su propio país como tampoco lo fue Jim Thorpe, el más grande atleta de la primera mitad del siglo a quien los mismos americanos se encargaron de apestar por menos de una veintena de monedas de oro que, a decir de ellos, recibió como muestra clara de su profesionalismo.
Todo el mundo sabe que la razón fue justamente el racismo: Sendero Luminoso nació en una comunidad indígena y con la piel teñida de color impropio.
En efecto, remodelado, el Olympicstadium fue la sede del mundo por segunda vez en setenta años. Justamente en 1936, Hitler organizó los Juegos Olímpicos de verano que cambiaron para siempre el modo de llevarlos a cabo. La obra de Albert Speer, de la que queda la estructura y unas cuantas estatuas de los viejos atletas griegos (del atlis) que sirvieron de acompañantes de diseño. Gracias a los descubrimientos de la arqueología alemana del siglo XIX, es especial al trabajo de Carl Diem, el mundo pudo tener una idea más cierta de lo que significaron los Juegos de la antigua Olimpia. Un ejemplo: los organizadores encontraron que el fuego (rapto de Prometeo para los hombres) era elemento fundamental durante los días de competencia.
Entonces lo llevaron desde esa región, antorcha por antorcha, hasta la sede olímpica, hasta este templo del juego del que quedan también las viejas columnas de sus lados norte y sur. Aquí alumbró la luz, tres años antes de que reinara la oscuridad. Hoy en estadio olímpico tiene una pista muy distinta a la que sirvió de alfombra a los pies de Owens. Es azul y combina perfectamente con el verde maravilloso donde 22 hombres buscaron el título del mundo el segundo domingo de julio de 2006. Uno vuelve, sin querer, a los godos, habrá que debatir los problemas, por lo menos dos veces: setenta años después el mundo el mundo volvió al mismo escenario, ojalá el futuro sea más fraterno del futuro que siguió a los olímpicos del 36. Lennon como fondo de agua: esta es otra oportunidad para la paz.