Berlín: polvos de memoria

Berlin.- En su Germania, Tácito elogió a las tribus que más tarde conformarían a la nación alemana. Las encontró fuertes, con profundos lazos familiares y con un respeto extraordinario por las mujeres, a las cuales reconocían como el sexo fuerte. Les halló leales, honorables tanto en la paz como en la guerra y aseguró que habían aportado más lecciones a los romanos que ningún otro enemigo. Pero, de igual manera señaló que tenían un defecto: propendían más al peligro que a la paz.

Cuando está frente a la catedral luterana del centro de Berlín, el viajero recurre a las imágenes de la historia, sin perder de vista que los hechos  que han desviado su rumbo casi siempre son insignificantes a la hora de redactar los boletines del recuento de los daños.

Del viejo castillo imperial de Berlín solamente se rescató el balcón principal. Medio derrumbado, el edificio del emperador, sobrevivió a las bombas aliadas de la Segunda Guerra Mundial pero no pudo mantenerse en pie durante el calendario del pleito de las ideologías entre el Este y el Oeste, a la que cómodamente se ha llamado Guerra Fría. Para mala fortuna de la vieja casa de los Guillermos y los Franciscos, la ocupación aliada provocó que su domicilio quedara justo en el lado oriental del Berlín dividido. Una grosería para el buró del socialismo de Estado. Obedecía a razones históricas, ajenas al mundo del materialismo histórico, era burgués  y hacía más lento el camino hacia el objeto histórico del bien común entre iguales. Hubo que echarlo para abajo, casi completo. Pero de su vieja estructura, el discurso como método, solamente debió salvarse la memoria colectiva siempre por arriba de la memoria individual porque el nosotros siempre debe imponerse al reaccionario pronombre personal, el balcón en el que  Karl Lieblenecht pronunció el histórico discurso de la izquierdas, mientras los socialdemócratas debatían en el Reichtag, que propició la Revolución de Noviembre de 1919. El peligro como vecino. La proclama de Lieblenecht, muerto al lado de Rosa Luxemburgo, fue la justificación histórica para que los hombres del poder de la República Democrática Alemana, nacida por la influencia soviética después del 8 de mayo del 45, justificaran su ser y estar en un mundo bipolar. Estuvimos aquí desde antes de la República de Weimar, dijeron a los hombres y mujeres que habían quedado atrapados por la construcción del Muro en 1961. Hoy el balcón se encuentra en un edificio estatal justo frente a la catedral luterana del centro de Berlín ahora que la noche bicolor ha sido juzgada por la historia.

Cuando Federico III se hizo construir una Iglesia en el centro de esta gran ciudad (que hoy es un estado) exigió que fuera tan grande como la de San Pedro. Le cumplieron el capricho. Así, por obediencia al emperador, nació este mal proporcionado templo que intenta equiparar la disciplina luterana con la fe católica. Frente a él, el Museo antiguo con el que Federico intentó convertir a los individuos en ciudadanos convidando un poco de sus reliquias personales. Es majestuoso, imponente, imagen y semejanza de la ciudad que le cobija.

Pero para tener una idea clara de lo que fue esta ciudad durante la posguerra hay que caminar unas cuantas cuadras. Hay que bordear la Isla de los Museos, hay que soportar una fuerte lluvia de mediodía (dicen que el tiempo ahora en tan loco, que parece mayo), saludar la plaza Bertolt Brecht y cruzar un pequeño puente para llegar a la Standige Vertretung, que en alemán significa la Representación Permanente.

Al entrar al bar el viajero se despoja del tiempo y se encuentra de lleno con el tapiz de la historia: fotos de los berlines Este y Oeste, desde los personajes que les dieron forma: Brant, Hoenecker, Herzog, Grass, Böll y Brecht. La cervecería nació por un arranque de nostalgia de un cocinero que, además, trabajaba como dueño: al ver que el Muro se levantaba, se dio cuenta que los alemanes que habían quedado de este lado no volverían a comer los deliciosos platillos de la comida de Bonn, la antigua capital de la República Federal.

Entonces nació la única representación oficial entre las dos Alemanias. Sobre esta mesa almorzó la zozobra. Algunos de los viejos comensales nunca volvieron a Bonn, pero gracias a la ocurrencia del cocinero pudieron descansar en los brazos del señor con el paladar satisfecho y con la garganta mojada.

Poco después del triunfo de la República Democrática sobre la Federal en el Mundial del 74 desayunó aquí el único anotador del partido, al que la Nomenklatura reconoció como un héroe de Estado: Jürgen Sparwasser. Otro día, después de tomar cerveza en este lugar, logró exiliarse en el extranjero. Un aire ajeno sopló dentro de sus ojos. Beckenbauer, el presidente del comité organizador del Mundial de 2006, el segundo que se juega en estas tierras, ha dicho que no ha logrado superar aquella derrota. Alemania se ha reunificado pero hay cosas que el borrador de la política, a la que Bismarck (causante del segundo Reich) llamó arte de lo posible, no ha logrado desaparecer de la memoria individual.

Berlín es un estado con tres millones y medio de habitantes. Cuatro veces más de los que la conformaron en los años del segundo imperio en 1871. Pero un millón menos de los que tenía en 1939, el año en que Adolfo Hitler decidió la invasión a Polonia (1 de septiembre).

Entre ese año y 1950, la población berlinesa se redujo en más de dos millones de personas. Las crudas memorias de una mujer nacida en el sur de esta ciudad dos décadas antes del conflicto demuestra lo terrible que fue la posguerra para estos alemanes. Los rusos cometieron abusos indecibles sobre ellas aunque nunca se convocó a juicio internacional para enjuiciarlos. Los vencedores ven el río de la historia desde una sola orilla.

La unificación alemana sigue padeciendo estragos. Uno de cada cinco alemanes del Este no tiene trabajo. De los occidentales solamente uno de cada diez en promedio, con la excepción de Bremen, que tiene un desempleo abierto del 16 por ciento. El paro ha provocado -como en 1933- el regreso de un enemigo que nunca se ha ido, la xenofobia: un ex colaborador de Schöeder ha dicho hace unos días a la presa alemana que los viajantes al Mundial, en efecto, deben reservarse su idea de viajar a algunas ciudades del Este porque sus vidas pueden correr peligro. La declaración ha sido una bomba para el gobierno de la señora Merkel quien ha asegurado que el mundo puede hacer amigos en Alemania durante los 30 días de juegos. Una caricatura en un diario alemán de prestigio confirma con sarcasmo la seriedad del problema: un joven turco le pregunta a otro golpeado del rostro, ¿de dónde vienes?, este le dice: del país de los amigos.

No obstante este país que tira más de 300 millones  de periódicos ( los que los lectores dedican 30 minutos diarios) estrenará una cancha miniatura del Estadio Olímpico de Berlín creada para servir como arena durante los 30 días de juego. Se verán, en pantallas gigantes, todos los partidos de la Copa del Mundo. El parque que se encuentra justo enfrente del Bundestag, costó cinco millones de euros y fueron pagados por Adidas, la marca que desde 1954 es dueña de los derechos del balón del Mundial. El Bundestag no se ha quedado atrás: ha mandado construir un mini Parlamento (en el mismo patio) para organizar sesiones diplomáticas, conferencias de prensa y mesas redondas para ponerse al lado del camino verde.

Su proyecto tuvo el módico costo de 2 millones de euros, pero vale eso cuando la pelota está tan cerca de los pies como las alas del deseo.

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