(AP Photo/Juan Karita)

Carnaval de Oruro, cuando a Bolivia se le mete el diablo

Cada año, entre los meses de febrero y marzo, la ciudad boliviana de Oruro, en el corazón del altiplano andino, pasa tres días y tres noches en vela, bailando y cantando, celebrando, en una fiesta centenaria que la UNESCO declaró en 2001 patrimonio inmaterial de la humanidad.

Hace horas que el reloj del edificio municipal de la ciudad, localizado en la Plaza 10 de febrero, epicentro de la trama urbana, marcó las doce de la noche, pero en Oruro, a esta hora, hay de todo menos sereno. Cientos de tambores, trompetas y platillos, sincronizados a la perfección, interpretan con su música canciones tradicionales, invitando, sin preguntar, a las caderas de propios y extraños a bailar. “Ja ja ja, qué risa me da la pinta que se gasta, ni bola que le dan. Jo jo jo, qué risa que me da los cuernos que le pongo, ni cuenta que se da. Por ti lo he dado todo, menos aquella tarde que faltamos al colegio para irnos a bailar”. 

Las comparsas musicales, kilométricas, se aprecian hasta donde la vista alcanza, precedidas por grupos de bailarines y bailarinas, unos y otras portando elaborados trajes bordados a mano con chaquiras, borlas, lentejuelas, lana de llama y pelo de alpaca. Ataviados con disfraces y máscaras de osos, cóndores, esclavos negros, mineros, campesinos, conquistadores españoles, arcángeles, diablos y Lucifer. Piernas, espaldas y brazos moviéndose al ritmo de la marea humana inundada por el tsunami festivo. 

En la plaza central, con su kiosco, árboles y palomas, y en todas las calles que en ella confluyen, mujeres indígenas vendiendo cerveza, bebidas energizantes, vino espumoso en latas y botellas de cuarto de litro de ron y güisqui. Niños indigentes recogiendo los cadáveres de las bebidas para ganarse unos cuantos bolivianos en el reciclaje por kilo. Perros callejeros con listones de colores a manera de collar, andando de aquí para allá. Adolescentes encaramados en encarnizadas batallas con globos rellenos de agua y botes de espray con espuma. Vendedores de comida, silbatos, sombreros y recuerdos. Familias enteras y grupos de amigos provenientes de todos los barrios de Oruro, pero también de La Paz, Cochabamba, Sucre, Potosí o Santa Cruz. Gringos con ponchos y gorros alusivos a las festividades. Una mezcla tan variopinta y heterogénea como los colores de confetis y serpentinas que cubren cabelleras y cuellos por doquier. Es pasada la medianoche del viernes y el carnaval de Oruro, el más famoso de Bolivia, uno de los más reconocidos de América del Sur y desde 2001, patrimonio de la humanidad según la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura, apenas está empezando.      

Viernes 9 de febrero, la challa

Oruro, situada a 3,700 metros sobre el nivel del mar, al oeste del Estado Plurinacional de Bolivia, equidistante de su capital de facto, La Paz, y del instagrameado Salar de Uyuni, la mayor reserva conocida de litio en el mundo, fue un importante centro ceremonial para aimaras e incas entre los siglos XII y XVI y refundada por los colonizadores españoles en 1606 como parte de su aceitada red de extracción minera en el territorio que, hasta antes de obtener su independencia en 1825, era conocido como el Alto Perú. La identidad de la ciudad, con uno de los porcentajes de población indígena más elevados del país, y de sus habitantes, los particularmente orgullosos orureños, ha girado desde entonces en torno a la espiritualidad y la minería. Ambos, piedras fundacionales de su colorido y alegre carnaval.  

Cuando a finales del siglo XVII los españoles prohibieron la celebración de los ancestrales rituales indígenas para rendir culto al sol y a la madre tierra, la Pachamama, los descendientes de los antiguos uru, pobladores originarios de la región de Oruro, no tuvieron empacho en amalgamar sus creencias y fiestas a las del imaginario cristiano. Fue así como deidades locales y europeas se mezclaron, al igual que fechas entre ambos calendarios, dando inicio a lo que desde 1904 se institucionalizó como el carnaval de Oruro, en torno al 2 de febrero, día de la virgen de la Candelaria, cuya advocación como patrona de la ciudad minera recibe el nombre de Nuestra Señora del Socavón, y alrededor de la otrora festividad de Ito, vinculada para los uru con el ciclo agrícola.

Los viernes de carnaval las callejuelas adoquinadas del centro de Oruro, entre La Plata y Murguía, comienzan a llenarse de gente, de música, de baile y de fiesta. Cada calle está vinculada a un gremio, el de las costureras, el de los abogados, el de los abarroteros o el de los transportistas. Desde temprana hora, con la incesante banda sonora de la ciudad que incluye cohetes y petardos, “Bella” de Mijares y “Tu cárcel” de Los Bukis, las puertas de los locales de todos los gremios se abren de par en par para recibir a sus patrones y empleados, engalanados para la ocasión, y a todo aquel viandante que decida unirse a la celebración. 

Sillas, bocinas y una mesa a rebosar de comida, por lo general carne de vacuno, chorizos a las brasas y chicharrón de llama, acompañados de papas, maíz y mucha cerveza fría. En las aceras, pequeños anafres que queman carbón, maderas aromáticas, fetos de camélidos andinos disecados y algunas gotitas de “trago”. Una ofrenda a la tierra y a la virgen del Socavón para invocar la buena fortuna para el negocio y su clientela. Una costumbre conocida como la “challa”, donde la doble ele se pronuncia en realidad como dos eles seguidas, que sirve para dar inicio al carnaval de manera auspiciosa.

Sábado 10 de febrero, la entrada

(AP Photo/Juan Karita).

Según estimaciones de los organizadores, en el carnaval de Oruro participan una cincuentena de grupos folclóricos, un total de 28, 000 bailarines y de 10, 000 músicos. El sábado de carnaval, en punto de las seis de la mañana, este universo de personas comienza a desfilar de una forma ordenada y con una coordinación sorprendente, comparsa tras comparsa, por el intricado enramado callejero de Oruro, alrededor de su plaza principal y, cerro arriba, camino del santuario de la virgen del Socavón, su destino final. 

A lo largo de casi 24 horas, de manera ininterrumpida, grupos de cantantes y músicos, conjuntos de baile y artistas, realizan una peregrinación que asalta los sentidos a cada paso, despertando la euforia de las decenas de miles de espectadores que apostados en gradas a lo largo de todo el recorrido se dejan embelesar por el ambiente, emborrachando de paso sus espíritus y cuerpos. De entre la plétora de personajes que participan en esta marcha festiva, los que conforman la “diablada” son, sin duda, los más esperados, los más aplaudidos, los más animados, los de las máscaras y disfraces más elaborados y los que más estrecha relación tienen con Oruro y con su carnaval. 

Cuando los colonizadores puritanos de los 1670´s impusieron sus medidas restrictivas a las demostraciones públicas de la religiosidad andina, los primeros grupos de mineros de Oruro comienzan a salir a las calles de la ciudad en los días previos a la Semana Mayor vistiendo de arcángeles San Miguel y de diablos y luciferes, en una alegoría de la lucha del bien contra el mal, pero también de las oprobiosas condiciones del trabajo minero de los indígenas y negros bajo el yugo político, económico y social de los españoles. Bailes y danzas barriales que retomaban también sus creencias ancestrales entre fuerzas de luz y de sombra y que con el paso del tiempo fueron arraigándose, cobrando relevancia y popularizándose, incluso, entre mestizos y europeos, hasta cristalizarse, en 1904, en la primera edición del carnaval de Oruro como lo conocemos en nuestros días. 

Las distintas diabladas, que hoy se cuentan en más de una docena, diferenciadas por sus trabajadas máscaras de barro u hojalata con ojos desbordados, llenos de venas sangrantes, cuernos de hasta dos metros de largo, lenguas bífidas y mejillas y frentes invadidos por serpientes, sapos, insectos o armadillos; por sus coreografías y trajes, siempre confeccionados a mano; desfilan incesantemente a lo largo de toda la jornada, por la tarde y, también, llegada la noche y hasta bien avanzada la madrugada en una peregrinación de gozo y celebración. Un jolgorio multitudinario al que se conoce como “la entrada”. El plato fuerte del carnaval de Oruro, servido, conforme avanzan las manecillas del reloj con silbatos y matracas, trombones y panderetas, más cohetes, bengalas y luces que se encienden y se apagan en muñecas y extremidades, cascabeles y fuegos de artificio. 

Domingo 11 de febrero, la albada

Cuenta la leyenda que un día de hace tres siglos y medio, el buen ladrón de Oruro, aquel que sustraía a los ricos explotadores para repartirlo entre los pobres que con su vida desgajaban el cerro en busca de oro y plata, convalecía ensangrentado en el interior de una cueva que usaba como refugio al interior de la icónica montaña de la ciudad. Unos forasteros lo habían herido de muerte, huyendo con lo que arrebataron de su botín altruista. El buen ladrón se encomendó a la virgen de la Candelaria antes de cerrar los ojos y desfallecer. 

A la mañana siguiente, unos compañeros le encontraron yaciendo en el suelo de su habitáculo de roca, abrazado con fuerza a una imagen de la virgen. Lo zarandearon, despertándolo. Éste se incorporó como nuevo, confirmando que el trazo de la herida infligida por los extraños había desaparecido y que en su piel no había rastro de cicatriz alguna. Atribuyó el milagro a la madre de Dios, cuya imagen se venera desde entonces en el santuario empotrado en el cerro de la mina, bajo el nombre de virgen del Socavón. 

Al despuntar las primeras señales del crepúsculo sobre el cielo de Oruro el domingo de carnaval, las últimas diabladas hacen su entrada al santuario, para, al romper el alba, con la llegada del día, rendir homenaje y asirse a la bendición de la Señora del Socavón, en un primer paso para empezar a expiar los múltiples pecados cometidos bajo el auspicio de la máscara y los cuernos durante esas interminables jornadas carnavalescas, en lo que se conoce como la “albada”.

En punto de las 6:30, el último grupo de músicos y bailarines es seguido por un ejército de policías militares y municipales, en moto y a pie, respectivamente, y de barrenderos y camiones de la basura, que en un lapso no mayor a treinta minutos dejan la Plaza 10 de febrero, la explanada del santuario y las calles del centro de Oruro relucientes, limpias de borrachos y deshechos, listas para un nuevo día de fiesta. Porque el carnaval, en Oruro, es eterno.

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