La cueca sola: una crónica sobre el 8M

Normalmente en esta época del año las tres de la tarde en Colima es una hora donde el clima y la quietud invitan a adormecerse en la hamaca bajo el ventilador esperando a que baje el sofoco para seguir con las actividades cotidianas. Al menos así es como yo me pongo en huelga frente a los 32-35 grados que acechan al otro lado del vidrio de la cocina. Luego tomo café, tal vez un pan, y continúo trabajando cuando la parota que hay frente a mi casa oculta el sol entre el follaje coloreando mi apartamento de un ámbar que bien podría haberse sacado de las casas que aparecen en los cuentos de Arnold Lobel, donde viven sus fantásticos animales. Esas donde se instala el otoño en una confortable eternidad, pero en vez de en el bosque, en la ciudad con más asesinatos por cada 100.000 habitantes de todo el mundo. 

Al menos eso dicen las noticias. Cuando lees eso en la prensa y vives aquí resulta extraño. Todavía a veces se me dibuja una mueca de incredulidad al ver las estadísticas y revisar las notas por la mañana, ya que, siendo mujer, salgo sola en bicicleta cada día, voy a acampar con amigas y amigos, camino a la tienda a las diez de la noche sin preocuparme de si viene alguien detrás de mí, los vecinos me saludan y me comparten de los panes que hornearon o lo que hayan recogido, los que tienen, de sus parcelas, y hay una aparente armonía casi nórdica pero con el carisma y la amabilidad tan característicos de los latinos. Aun así, la violencia impera en todas las estructuras sociales y políticas porque el mascarón del estado es la corrupción y la podredumbre de una democracia ficticia. 

El viernes pasado no fue un día cualquiera. Todas esperábamos a que llegara el 8 de marzo con inquietud. Para algunas, es salir a marchar en apoyo y reivindicación a quienes somos en realidad. Para otras, es el único día en el que pueden exponer a sus agresores con nombres y apellidos, y hasta con foto. Uno (que no una), puede pensar que, si alguien te agrede en cualquier país democrático, vas a la policía y activas el mecanismo de denuncia, el procedimiento formal, la acusación a tu agresor, e inmediatamente hay un juicio y lo meten en la cárcel. Víctima a salvo. El sistema funciona. Eso, también podría sacarse de una ficción de Arnold Lobel. Ya imaginé a la ranita policía encarcelando a la serpiente acosadora. Mientras tanto sigue siendo necesario el 8M y más que nunca el feminismo.

Así que así estaba Colima a las tres de la tarde, atestado de mujeres bajo un sol de justicia en la esquina de Telcel a un lado del Hotel María Isabel, con sus pancartas, sus mantas, sus manos rojas estampadas en las nalgas y en las caras y en los brazos, y en las barrigas, y en los muslos y esa expresión en los ojos que solo las mujeres entendemos. Cuando ves a alguien de tu misma edad con un cartel que reza: las niñas de cuatro años no provocan, estás viendo a una niña de cuatro años gritarle, por fin, a su abusador, no me puedes tocar. Solo que tiene tu misma apariencia y una rabia contenida de 30 años.

Uno (que no una), puede pensar que no a todas nos violan y nos acuchillan cuando los celos y la provocación femenina se apodera del instinto primitivo del macho. Eso, es verdad. Pero durante todo el año, las mujeres aguantamos sonrisas lascivas, que nos ayuden por el hecho de ser mujeres esperando que en algún momento podamos devolver ese favor o peor, bajo un sentimiento paternalista y condescendiente que puedes percibir cada segundo, sintiéndonos inferiores porque así nos lo marca todo el tiempo la pasivo agresividad de la sociedad, y aún con todo lo que sabemos, protestamos y gritamos, estamos cohibidas en este mundo, no importa el país, por el sistema patriarcal. Pero el 8 de marzo podemos salir a la calle y expulsar con gritos, patadas, pintadas, consignas, lloros, rabias, y tripas negras todo lo que callamos durante el año. 

La equina de Sevilla del Río con Boulevard Camino Real se empezó a llenar de mujeres sobre las cuatro y media de la tarde. A las cinco, estaba programado el inicio de la marcha y cuando faltaban diez minutos para la hora en punto, no habían llegado las patrullas de tránsito que debían detener el tráfico y empezar a desviarlo para podernos organizar. Varias colectivas feministas daban instrucciones a la gente, repartían megáfonos, pañuelos morados, máscaras de animalitos para los rostros de las niñas. Los coches pasaban y tocaban el claxon porque empezábamos a invadir la calzada. Tres de las integrantes de la marcha corrimos al paso peatonal con pañuelos verdes y una lona cualquiera, y detuvimos el tráfico. Más claxon sonaban y nos insultaban. La gente nos aventaba los coches en su intento de pasar. No nos movimos ni un centímetro. Tres escolares que pasaban en falda gris, camisa polo blanca, y un lacito morado casi imperceptible acudieron a ayudarnos y se pararon con nosotras a sujetar la manta que el viento quería arrebatarnos. 

Por fin, todo controlado. Diez minutos después de los insultos, malas caras y los cortes de manga de los automovilistas, una policía (una de verdad, no como nosotras) espontánea en el escenario vino a socorrernos y atravesó su camioneta con las pegatinas pertinentes para desviar el tráfico con autoridad. Primera muestra de desprecio del gobierno resuelta con asombrosa sororidad intergeneracional.

Mientras tanto, los contingentes se iban engrosando y las activistas daban órdenes a través de los megáfonos: 

-Familiares de Isabel, ¡pónganse más a la derecha! – gritaba Nuria, una de las organizadoras, mientras disponía a las señoras que traían un cartel con la cara gigante del asesino de su hija. 

Luego se escuchaba: – ¡Colectivo de madres buscadoras! Al frente! ¡Encabezando la marcha! – y alguien interrumpía- No, mejor la causa social al frente. No podemos encabezar la marcha feminista con la cara de un asesino.

Una línea de periodistas no paraba de filmar y fotografiar los preparativos de la marcha con inusual interés. Colima no se parece en nada a la Ciudad de México, donde miles de mujeres llegan al zócalo capitalino como hordas de enojadas amazonas bien organizadas; pronunciamientos, performances, fogatas, no. Aquí cantamos consignas, gritamos los nombres de los abusadores y cuando se hacen silencios todas brincan de forma carnavalesca y casi colegial al grito de “el que no salte es un macho, el que no salte es un macho” mientras nos morimos de risa.

Un tumulto de gente recorriéndose de arriba para abajo, de izquierda a derecha, calle cortada y segura por una anónima y sorora heroína, todas con los nervios de cuando vas a salir al escenario de nuevo. O por primera vez. Esa sensación de hoy estoy presente, hoy me van a ver. Pero no ellos, ni la sociedad, ni los periódicos, sino que hoy por fin puedo contar todo lo que me pasa y le importará a alguien. Alguien me va a creer. Alguien comparte mi dolor y le ha pasado lo mismo. Hoy ellas, me van a escuchar.

Comienza la marcha y mi compañera y yo llevábamos la pesada lona con la causa política, ya que las personas del pueblo afectado no han podido venir, brazos en alto, gritando lo más fuerte que daba nuestro pecho sin sentir el ardor en los bíceps, ya que la adrenalina estaba haciendo su anestésico trabajo. Por suerte, finalmente, no nos pusieron encabezando la marcha. La llevamos hasta arriba toda la caminata, felices, cantando, bailando, acompañadas de su hija más mayor que no levanta el metro veinte del suelo, con su máscara de león pintada de morado. Los contingentes llegaron a la plaza de los desaparecidos. 

Es sorprendente de Colima tenga una de estas. Hace seis años cuando viajaba por México y decía que vivía en Colima, ni los propios mexicanos ubicaban bien donde está. Es un estado pequeño, un diamante en bruto que quienes lo conocemos siempre temimos que lo descubrieran las hoteleras y los ecoturistas, al que ya nadie se quiere acercar por su fama en la prensa. Pasó de ser la ciudad de los volcanes y las palmeras a la ciudad por excelencia con más fosas clandestinas. Supongo que de ahí el nombramiento de la plaza…

Allí todas nos aglomeramos en silencio. En el centro del foro, dos mujeres, una bebé y una niña. Las mujeres, con algún tipo de vestimenta indígena que no supe reconocer. Falda de manta y camisa blanca. Las niñas, vestidas de niñas. Y entre ellas unos recipientes con copal prendido purificaban el evento envolviéndonos en una niebla perfumada. Al frente, una artista con vendas en todo su cuerpo las iba arrancando una a una:

– ¡Por mis ancestras! – gritaba. Y se arrancaba una venda del brazo lanzándola al aire donde se podía leer, patriarcado. – ¡Por mis hijas! – se quejaba y se arrancaba otra en la que estaba escrito “violencia”. – ¡Por las madres que sufrieron en silencio! – Otra venda con otra palabra estremecedora pero imperceptible desde mi posición se liberaba al aire. – ¡Por todas las que no tuvieron voz! ¡Por las niñas! ¡Por las estudiantes violentadas en sus escuelas! – Y finalmente, – ¡Por todas mis hermanas! –  Dijo con un grito desgarrador expirando la última a en un grito de dolor mientras todas permanecíamos en absoluto silencio. Pude sentir como se nos erizaba la piel al mismo tiempo cuando gritando se arrancó la venda de los ojos y desplegó unas enormes alas hechas con dos palos de madera cruzados y dos pedazos de tela verdes donde se podía leer: nos sembraron miedo, nos crecieron alas. Y comenzó a caminar con la agilidad de un venado entre las mujeres mientras todas gritaban, aplaudían y prendían la atmósfera fervorosa de aquel momento donde todas podíamos sentir esas alas y cómo algo dentro del tejido social se estaba rompiendo con cada aleteo.

Con esa energía imparable retomamos la marcha cantando más fuerte. En los contingentes del frente se escuchaba de repente: – Aleeeeeeeeeerta, aleeeeeeeeerta, alerta, alerta, alerta que camina, la lucha feminista en las calles de Colima! – y continuaban los contingentes de atrás: – y tiemblen, y tiemblen, y tiemblen los machistas, que América Latina será toda feminista! – repetíamos la consigna sin parar hasta que otra interrumpía: – El estado opresor es un macho violador! – desde atrás llegaba otra ola de cantos proclamando: – La policía no me cuida, me cuidan mis amigas, el ejército no me cuida, me cuidan mis amigas!.- Y quien iba a pensar que horas después ese canto iba a cobrar un sentido literal.

Continuó la marcha. Nos detuvimos en la casa de “La China”, una mujer desaparecida en noviembre del 2019. Su madre desde entonces no hizo otra cosa que buscarla. Recientemente murió sin saber el paradero de su hija. La invitación en redes sociales de una de las colectivas era hacer una parada en su casa y dejar flores blancas en la puerta. Así lo hicimos. Todo el contingente que venía gritando, cantando y coreando en los megáfonos se apagó cuando la cabecera de la marcha llegó a la casa como una llama que se queda sin oxígeno de forma abrupta. Un impactante silencio se apoderó de la calle como si nos hubieran metido a todas en una burbuja. El viento cesó. El silencio imperó. Los semblantes cambiaron y se endurecieron como el mármol. Y poco a poco, comenzaron a surgir mujeres, jóvenes, niñas y señoras mayores a depositar delicadamente y en silencio los ramilletes de flores blancas en la casa de la joven desaparecida. La joven asesinada. La joven víctima de un feminicidio que nunca apareció ni resultó lo suficientemente importante para el estado y la policía como para buscarla a conciencia y regresarla con su familia. Con su madre. Quien también perdió su presencia en este mundo el día que desapareció su hija.

La puerta de la casa, alumbrada con velas y presidida por una lona enorme con la cara de La China se llenó de flores. Los ojos de aquella foto nos miraban a todas como diciendo: no lo permitan. Sigan luchando. Sin duda la china vivía en esa foto. Sin duda la china podría ser cualquiera de nosotras, es lo que yo sentía mirando aquel balcón donde colgaba la lona. Una anciana emergió de la casa. Agarró un pequeño micrófono e hizo un pronunciamiento con una voz tenue y desgarradora. Recordó que la madre de la china se había ido con ella. Y nunca supo donde enterrar a su hija. Donde quedó su cuerpo. Donde apagar su dolor. Como el de tantas madres que acompañaban la marcha. La frustración, la tristeza y la furia envolvieron al pelotón.

Tras el minuto de silencio y los emotivos aplausos, regresaron los gritos, ahora sí la rabia recordando el caso de Joana Isabel (el nombre detrás del apodo), y otra vez la adrenalina se apoderó de nosotras, lona en mano, dándonos fuerzas para llegar al jardín libertad del centro de Colima. Por fin. Dimos la vuelta a todo el jardín, hicimos una foto de la lona en las enclenques barricadas que el gobierno puso para proteger el Palacio de Gobierno destinadas a ser leña de lumbre a sabiendas y mi compañera se retiró. Se fue con su leoncita morada a buscar a su esposo y a su otro hijo, buscando un lugar tranquilo desde el que seguir participando en un modo familiar. 

Nos despedimos con un abrazo cariñoso y nos dimos las gracias. Ella desapareció entre la gente. Yo busqué a mis amigas de la colectiva para ver los pronunciamientos y escuchar el íntimo concierto que nos iba a regalar la cantautora chilena Soledad Ulloa quien amablemente se ofreció a participar con nosotras en el 8M, ya que estaba de paso en Colima para dar un concierto al día siguiente.

De frente, la música. A espaldas, otro contingente en la clásica pelea contra la puerta del palacio de gobierno. Las barricadas no aguantaron ni el primer asalto, apenas estábamos organizándonos alrededor de la intérprete cuanto ya habían logrado tumbarlas. Una de esas estrategias de los gobiernos locales para demonizar las marchas y tener fotos más jugosas, exponernos y decir que somos unas salvajes. Mientras las chicas pintaban las paredes del palacio, quemaban las maderas, y gritaban y saltaban en un ritual que no dejaba de ser político, nosotras escuchábamos a las compañeras hacer sus pronunciamientos con firmeza, hablando de cosas que el gobierno piensa que no entendemos como el extractivismo, la corrupción política, la manipulación de los cuerpos o la defensa del territorio. 

Pensé en esa derrotada frase de que “el pueblo tiene el gobierno que se merece”.  En ese momento, yo vi un pueblo muy diferente al gobierno al mando, con claridad política, organización y un posicionamiento feminista en favor del buen vivir para todas y todos y en defensa de los recursos naturales.

Acaban los discursos. Aplausos, abrazos, solidaridad, risas amistosas por algún que otro tropiezo en las lecturas. Todo ello cohesionando a todas las que estábamos presentes. En la alegría, una mujer agarra una guitarra y toma posesión del asiento frente al micrófono. Comienza a afinar. Yo estaba con Zu, mi vecina, una señora de 62 años que llevaba colgado un garrafón de agua vacío a modo de tambor con el que había animado la marcha junto a sus amigas emulando una pequeña batucada. A menudo desayunamos juntas en su casa y luego vamos a caminar al parque de La Campana con la salida del sol. Solas. Sin miedo. A nuestro lado, tres chicas de unos 16 años se subieron a una banca del jardín para escuchar a Soledad Ulloa. 

Una melodía radiante salía de sus prodigiosas manos. Notas con la fuerza de la canción protesta chilena golpeaban la guitarra sin un mal atino. Comenzó a cantar y terminando la primera canción todas aplaudimos, felices. Cuando comenzó la segunda, nos miramos cómplices y comenzamos a sonreír. Era sin duda la tonada del Bella ciao con una letra antripatriarcal. Entre esos primeros acordes una nube de humo empezó a cubrir todo. Los ojos nos ardían, no podíamos gritar los nombres de nuestras compañeras para que no se dispersaran de nuestro lado, se hizo el desconcierto. Todas empezamos a trotar lentamente mirando hacia atrás sin miedo al gas policial buscando de dónde venía el humo y vigilando que no se fueran a llevar a nadie. Empezamos a reconocernos en las esquinas aledañas. 

– ¡Alba! ¡Julia! ¡Aquí! – Gritábamos para reagruparnos. – ¿Dónde está Angélica? Llevaba a su hijo. Vamos a buscarla. – nos decíamos.

Logramos irnos reagrupando en pocos minutos y el valor, o tal vez el no saber medir el conflicto porque en Colima no pasan estas cosas, se apoderó de nosotras. Incluso Soledad quiso regresar a cantar.

– Vaaa, nos quisieron amedrentar. ¡Son unos putos!- se escuchaba. – Frente a Palacio de Gobierno se agolparon de nuevo varias mujeres y jóvenes y comenzaron a corear: – puuuuuutos, puuuuutos- haciéndoles entender, el día del orgullo feminista, que son unos cobardes.

Empezamos a reorganizar las actividades no sin cierta inquietud. Yo miraba hacia las esquinas donde se abrían calles que huían del centro. Unas hacia las áreas comerciales y otras hacia colonias no tan recomendables a esas horas. El barrio del mezcalito, a un lado, tiene su ruta por este jardín y goza de una reputación de saber cuándo entras, pero no si vas a salir. No había que despistarse y había que cuidar de todas. 

Nos inquietamos. El ambiente estaba raro. Sentíamos que algo más estaba por suceder. Intenté marcarle a mi compañera de marcha para preguntarle por sus hijas, pero no había señal. Nadie podía llamar por teléfono. Empecé a en tender que estábamos en una ratonera. Nos dispersamos, avisamos a todas las que pudimos de que se empezaran a marchar, que no se quedaran. Pero había muchos infiltrados que jaleaban a la gente. Las tiendas se llenaron de familias en pánico que compraban leche para ponerla en las caras de sus niñas y niños. Les ardían los ojos de los primeros lanzamientos de gas. De pronto, todo el jardín se empezó a llenar de camionetas del ejército y de la policía. 

Yo no daba crédito. ¡Es Colima! Somos un pueblo quieto de gente amable que te regala mangos cuando es la temporada y riegan tus plantas cuando te vas de viaje.

Entonces caí. Exacto. Es Colima. La ciudad más violenta de todo México y algunos dicen que del mundo entero. Claro que el ejército y la fuerza policial pueden corretear niñas, adolescentes, y tirar botes de gas pimienta a las familias apuntándoles con armas largas. Si. Es Colima. Y nadie esperaba que eso pudiera pasar, pero pasó. Nuevamente el humo y el desconcierto. Carreras descontroladas como cuando pones el dedo en la fila de un hormiguero. Niños corriendo solos, desorientados. Gente agolpada en tiendas, restaurantes y negocios de la plaza ante los ojos atónitos de los que estaban allí cenando tranquilamente. Algunos seguían masticando en las terrazas como si el espectáculo no fuera con ellos y estuvieran en medio del rodaje de alguna película. Las cabecitas se asomaban de los restaurantes que están en las terrazas superiores de los edificios, pero todos estaban inmóviles. El golpe de autoritarismo que dio el gobierno feminista de Colima con una mujer al mando, en plena cuarta transformación socialista de MORENA fue contundente y mandó un mensaje claro. Esto no es una democracia. Aquí manda la patrona. 

Algunas chicas se despistaron y corriendo hacia las calles equivocadas. Las camionetas de los defensores del pueblo mexicano, sirenas prendidas, emprendieron la cacería tras ellas. Como si fueran sicarios del cártel de Sinaloa. Aunque tal como se desarrollaron las cosas, se podría pensar que a esos sí los sientan a la mesa con cubierto de plata y no los andan correteando por las calles. 

Nos refugiamos en un restaurante de tacos. La persona a cargo nos ofreció refugio, agua, y nos dio ánimos ante lo que estaba pasando. Era un señor mayor con cubrebocas, arrugado por el sol como un campesino con una amabilidad familiar muy confortable. Algunas nos quedamos cerca de la puerta para observar si las camionetas de los militares llevaban civiles. Si subían a alguien sabíamos que debíamos ir en manada a tirar de la persona con todas nuestras fuerzas y enfrentarnos en grupo. No iban a engrosar la lista de desaparecidos en Colima. Hoy no íbamos a permitirlo.

Se calmó un poco el ambiente. Las familias seguían comprando leche y agua y mojando las caritas de sus hijas e hijos irritadas por los gases de los defensores del pueblo. Unas relataban sobre petardos y pelotas de goma. Otras, corrieron con sus familias que vinieron a buscarlas. Nosotras nos movimos a casa de Nuria con avidez llevando lo que pudimos recuperar de banderas, megáfonos y mantas.

Empezamos la caminata hacia la casa que hoy era refugio. Sonó el teléfono de una de nosotras. Otro grupo de la colectiva iba en la misma dirección y nos pidieron que las esperáramos. Dos nos quedamos en esa misión y las otras dos continuaron para abrir la puerta a quienes ya habían llegado. Nos reagrupamos, y por fin, llegamos a casa de Nuria. Seguían llegando compañeras hasta completar el aforo de la sala de estar de la casa. Primero silencio. Luego los relatos. Por último, el posicionamiento: qué vamos a hacer ante el monstruo que se está despertando en Colima. 

Los restaurantes estaban llenos de familias a la hora del desayuno. Yo bajé a comer pan francés en casa de mi vecina, la del tambor improvisado. Nos limitamos a hacer chistes y a disfrutar de la crema de chocolate, el dulce de leche y los diversos toppings que juntamos entre unos y otros con el resto de su familia. Por la tarde, Soledad dio su concierto en el foro universitario Pablo Silva García al que todos los presentes acudimos. El escenario estaba lleno de plantas, sillas de madera, mesitas de equipal, y luces cálidas. En medio, ella rodeada de guitarras, ukeleles, flautas y otros instrumentos que mi ignorancia musical no me permitió distinguir, pero todos relacionados con la música latinoamericana. Los presentes nos transportamos a los andes y viajamos al Sur de Chile en varias ocasiones por las referencias de la cantautora. Pero la séptima canción congeló el auditorio.

La cueca, explicaba la artista, era un género que en Chile se bailaba inicialmente en pareja. Con la llegada de la minería más o menos alrededor de los años 50 empezó a ser habitual que las mujeres enviudaran. Se hizo entonces popular reconocer este baile como “la cueca sola”. Las mujeres movían su pañuelo y zapateaban en presencia de nadie. Esta costumbre se retomó en los tiempos de la dictadura chilena cuando los desaparecidos se empezaron a contar por oleadas. La cueca, volvió a bailarse para una misma y para el fantasma de alguien. 

Antes de comenzar la séptima canción, la cantante prendió una vela y la dejó en el suelo mientras explicaba lo anterior sobre el tradicional arte. Dejó la vela en el suelo y con una flor blanca en la mano, dedicó la canción a su hermana desaparecida.

Soledad grabó un loop con el sonido de su propia voz. Se separó del micrófono, agarró la flor, la puso en el suelo junto a la vela y comenzó a bailar. Su pañuelo morado giraba en su mano derecha. Sus pies zapateaban. Su rostro cabizbajo no levantaba la vista del suelo. Sus ojos, clavados en la geografía de la vela y la flor. Todos los presentes entendimos de inmediato el sentido de lo que significa cueca sola.

Canción séptima del repertorio. Astro brillante. Como tantas otras, dedicada a una persona desaparecida. Pensé en el viernes. Lloré discretamente por el mundo enfermo en el que vivimos donde hasta a la cueca le han quitado un pedazo. 

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