Las niñas del naranjel, la contraconquista de Gabriela Cabezón Cámara

–Che, Antonio, ¿es kuimba’e ha kuña tu dios?
–¿Qué es eso, Mitakuña?
–Hombre y mujer. Como vos, che.
–Pues mira que no lo había pensado. Soy hombre yo.
–Hée, che, pero tenés una teta.
–Muchos hombres tienen.
–¿Mba’érepa?
–Porque sí, Michi.
–Mi papá y mi abuelo y mis tíos no.
–Pues Dios y yo sí.
–Una sola, che?
–¿Mba’érepa?
–Porque sí, Michi, cantemos juntos.

Las niñas del naranjel; Gabriela Cabezón Cámara

Hay una definición precisa y preciosa de barroco (neobarroco) en el Glosario de términos (neo)barrocos (María José Rossi, Alejandra A. González) que ha de permitirme dilucidar y construir un pensamiento sobre Las niñas del naranjel (Literatura Random House) de Gabriela Cabezón Cámara (San Isidro, 1968). Apuntan las compiladoras en el primer libro mencionado que “para ellos (de Campos, Lezama Lima, Carpentier, et al) el barroco es América: es la derrota de un tiempo rectilíneo y de una casualidad sin azar, es la voz material de los vencidos que emerge de la piedra, es el cuerpo torcido de una América sobreexplotada y contrahecha. Aquí no se trata de reconstruir lo arrasado por las bombas sino de reponer la memoria, expresar el punto de vista y los gestos resistentes del derrotado con una consigna estético-política: contraconquista”.

Es en esa revelación (“repone la memoria, expresa el punto de vista y los gestos resistentes del derrotado”), pienso, que la autora argentina erige su contraconquista a partir de la vida de la novelesca y enigmática Catalina de Erauso, la Monja Alférez, otrora conocida también como Antonio, quien huyó (o abandonó) San Sebastián en el siglo XVI para internarse en aguas oceánicas para desembarcar en América, entonces tierra presa de conquistadores y conquistados. Y huyó justo en el momento en que le concederían el título máximo en el convento donde fue monja hasta sus catorce o quince años. Con apenas unos reales, tijeras, hilo y agujas decidió plantarse ante la solución única que le quedaba de ahora en adelante que su condición de desaparecida en medio de un conservadurismo pleno: travestirse. Se cortó el cabello y no hizo más que caminar con la espalda recta y exudando seguridad. Eran tiempos que con ello bastaba para convencerse de la hombría.

Las niñas del naranjel es, en esta clave, la reposición de la memoria. Dígase de Antonio de Erauso o la Monja Alférez para traer, desde principios del 1600, un retrato amplísimo, una vida difícil de creer, y que por eso mismo convence más. Escapa esto a verosimilitudes. Estamos advertidos de la ficcionalidad. Es esta una ucronía con todas las de la ley. Una que en sí misma apela a la atemporalidad. Por eso estamos aquí, en pleno siglo XXI, descubriendo una figura mítica que, sin intención confesa, reconfigura(rá) la mirada. 

Con una sensibilidad apoteósica, la también autora de Las aventura de la China Iron nos narra un punto en la vida de Antonio, quien se halla entregado en cuerpo y alma a cumplir la promesa que le hizo a la Virgen del Naranjel. Y ahí está, dubitativo, en algo parecido a las ruinas, en medio de una selva que así como desea escupirlo también lo une más a la tierra. Cuida, ahí, de Michi y Mitakuña, unas pequeñas niñas indias que no cesan su curiosidad, a quienes salvó del infame Ignacio, capitán del regimiento en ruinas. Está ahí, pues, acompañado de la Roja, una perrita cariñosa, un par de monos y unos caballos. 

En ese momento calmo, en que las niñas le piden que les cante con su voz angelical y le preguntan por su Dios y le interrumpen de sus letargos, ahí donde los monos de pronto le trepan por el cuello y le avientan frutos, también escribe. Desea hacerle saber a su querida tía sus últimos treinta años de vida a través de una carta que resguarda sus más profundas confesiones y resalta con transparencia su persona: intrigante, valeroso, de promesas inquebrantables, soberbio, violento, contradictorio, ruin, asesino. Todo. 

Paralelamente, la vida en el regimiento, mismo que desde Antonio abandonó por deseo profundo se encuentra resquebrajándose, tal como la salud del capitán, quien no se repone desde la muerte del obispo y luego del abandono de su alférez, y luego de su propia vaciedad. Cada vez les va peor, aunque se empeñen en engañarse. Sólo quieren una cantidad considerable de oro para sumar al botín y entonces poder largarse de vuelta a casa de una vez por todas. Antes habrán de sufrir bajas considerables en su ejército en sus búsquedas incansables de las que cada vez recogen menos victorias y sí más podredumbre para sí. 

Es esta historia algo que va más allá. Sacude lo que se da por sentado. Las reverberaciones son material inexorable. Y vuelvo al inicio para concluir –quizá abruptamente– lo que aquí escribo. No sin antes dejar claro que la referencia (o inscripción) al neobarroco no es casualidad, sino apuesta y certeza debatible. Las niñas del naranjel, en toda su concepción, con todas sus inteligentes y vastas referencias, se puede hallar en otra conclusión del libro que mencionaba al inicio de esta ¿reflexión?: “más allá de las denominaciones o de los nombres propios el (neo)barroco quiere ser, para nosotros [aquí me uno a las autoras] (si es posible enunciar un “nosotros”, dada su heterogeneidad) el rótulo preciso (…) de un estilo, de un juego no carente de reglas pero proclive a la fiesta, al derroche, al gasto improductivo o al puro erotismo (…); dispositivo lector emergido de las aguas de una poética material”. El libro, pienso, finalmente, inicia donde acaba. Y acabará entonces donde las meditaciones ya no den más. 

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