Crisis de un Domingo por la tarde

Todo los entusiasmaba. Lo nuevo los sorprendía y lo ya antes visto los cautivaba.

I

En un valle vivió hace mucho tiempo un cazador que no descansaba nunca. Había levantado con las manos pelonas la cabaña que compartía con su mujer e hijos. Pasaba todo el día fuera en el bosque que rodeaba el valle. Levantaba a sus gallos de una patada porque no tenía tiempo para despertarlos con mayor dulzura, se desayunaba las uñas y luego se iba de cacería; buscando siempre al jabalí de sus sueños.

Sólo cuando el crepúsculo montaba escena, el cazador se descalzaba y probaba hambriento lo que en esa jornada había cazado: carne dura. Sin importar el guiso que hiciera su señora, la carne que merendaban siempre estaba tiesa; a veces con pasas, a veces con ciruelas, pero nunca suave como el jabalí que soñaría antes de despertar una vez más para repetir el ciclo.

Sus niños crecieron fuertes y tercos, quizás por tanta carne magra. Cuando el mayor de ellos se quejó por la comezón de sus nuevos pelos, el cazador le enseñó su oficio y le pintó la meta. El más pequeño de los hijos de la señora del cazador, Domingo, notó que podía evitar la fatiga que era perseguir cerdos en el bosque. Él no quería lo áspero del trabajo, entonces, cuando su primer pantalón le quedó de calzón y vio que de su pajarito asomaban vellos y no plumas, se los arrancó de tajo. 

Dada esta condición no llegó a ser un hombre según los estándares locales y tuvo que quedarse en casa a cuidar de su madre mientras sus hermanos se internaban junto con los demás proveedores de la aldea entre los árboles buscando la cena. Eulalia, su madre, sentía cierta lástima por su pilón, le parecía que estaba estancado. Domingo no lo veía así, prefería disponer de su tiempo para lo que le parecía hermoso: imitar al gato tomando leche, rematar clavos mal enterrados, ayudar a Eulalia desflemando los chiles y luego desflemarse el chile a solas en la letrina. Además, el quedarse en estado infantil a pesar de los altibajos en su voz tenía algunas ventajas; su madre le permitía un recreo indefinido para ir a jugar con su amigo Félix, otro muchacho que no podía acompañar a los varones en la cacería. Félix no era un mentiroso que se depilara con tal de no ir a trabajar, él había tenido la mala suerte de nacer con los ojos nublados. Si intentara cazar en el bosque le podría enterrar una lanza accidentalmente a un camarada. De tal suerte, los dos amigos solían salir de casa sólo para corretear mariposas y apedrearse entre ellos los muy idiotas, no perdiendo el tiempo, al contrario; usándolo. 

—¿Qué harías si pudieras volar como las aves? —le preguntó un día Domingo a su amigo.

—Deja tú volar, me gustaría ver como las águilas—.  

Domingo no lo preguntó con interés genuino en las fantasías de su compañero, lo que él quería era contarle que, si él pudiera volar, iría a la Luna para saber de qué estaba hecha. 

—No seas menso, parece de queso, debe ser eso. 

—Bueno, eso crees tú porque estás re ciego. A mí se me hace que es una roca que brilla. 

Mientras el sol calentaba, los dos niños experimentaban y jugaban. Todo los entusiasmaba. Lo nuevo los sorprendía y lo ya antes visto los cautivaba. Les daba lo mismo imitar el baile de las abejas que empacharse con su miel. Todo lo que hacían, al terminar de ayudar a sus madres, era salir para después llegar a sus casas sin más energía que soltar. Así continuaron las temporadas; entre trabajos domésticos de la mano de sus madres y el recreo que era la vida para ellos. 

Los años pasaron y los dientes del cazador expiraron. Por obra de la necedad (según Eulalia) o por esperanza (según él mismo) el cazador siguió acompañando a sus hijos con la ilusión de dar muerte al jabalí de carnes exquisitas que durante todas sus cacerías no había logrado hallar. 

—Apá, ya ni para qué le sigue haciendo al cuento. ¿De qué le serviría atrapar ese animal si ya está demasiado chimuelo como pa’ clavarle el diente? 

—Eso no es asunto tuyo, Domingo. Ve y ayuda a tu madre con las calabazas, la olla está pesada y si se le cae encima se puede quemar, anda —decía el anciano cazador.

El tiempo tampoco perdonó a Eulalia, quien cada vez se encorvaba más, y más trabajo le costaba perdonar al gato cuando derramaba la leche y ella tenía que limpiar su tiradero. 

Un día, Félix y Domingo estaban chapoteando a las orillas de un lago que, aunque estaba atravesando la floresta, no estaba tan lejos. Detrás de unas hierbas vieron que se escondía una muchachita un poco más joven que ellos, tenía la piel morena y unos ojos inmensos que no dejaban de contemplar, como hechizada, a uno de los dos. 

—Se me hace que te mira a ti. 

—No, estoy seguro de que es a ti.

—Eso dices porque apenas y medio ves.

Esa vez se quedaron sin saber en quien clavaba sus brillosos ojos la para nada discreta niña. Cuando se acercaron para saludarla sólo dio un grito muy agudo y se echó a correr en la dirección contraria con sus trenzas al aire y los pies desnudos.  

Lo que más disfrutaba Domingo de sus aventuras con Félix era que, aunque ambos diferían en todo, convergían en el propósito de sus acciones; disfrutar lo bello. Aunque medían prácticamente lo mismo, sí tenían diferencias bien marcadas. Por ejemplo; cuando Félix encontraba un grillo de colores vistosos, se limitaba a observar borroso, embobado por los tonos en su cuerpo, en cambio Domingo sentía ansiedad por no dejar al grillo irse y por eso lo metía en un frasco hasta que Félix lo liberaba. Domingo lo quería disfrutar más tiempo del que normalmente se están quietos. Félix había notado ya este comportamiento en su amigo antes: cuando presenciaban un arcoíris, cuando cantaban con las señoras en el pueblo y cuando el ratón que auxiliaron en una ocasión murió. En el caso del arcoíris, y  con los cantos, sólo se mostraba un poco triste cuando terminaban, pero cuando el ratón estiró la pata, Domingo lo picó con un palo para ver si por lo menos así seguía reaccionando. 

—Amigo, la esencia de lo hermoso es que es finito, si no sería como la tierra que pisas o lo claro del cielo. Esas cosas son eternas y por eso mismo no las valoramos. 

—No las valorarás tú por ciego. Yo sí estoy enamorado del cielo diurno y las moronas del suelo. Sé que piensas que soy un agarrado, pero es que odio el sabor que me deja contar gotas, por eso cuando bebo de la lluvia me da sed, no quiero que termine, es un agüite constante, que insiste, que no me deja en paz. Tengo miedo, Félix.

—Será mejor que busquemos un remedio para lo tuyo. Aunque odies las clausuras, algún día tú también tendrás tu final y ni la lluvia ni los grillos te van a esperar. 

—Eso lo haremos mañana, buscaremos un remedio a mi mal. Gracias, amigo. Pero por lo pronto, vayamos a cenar, quizás hoy pruebe mi comida favorita.

—Eso dices siempre.

—Pues quizás aún no llega ¿cómo sabes que tu platillo favorito no está servido en días futuros?

—Porque aquí sólo hay carne seca y eso no va a cambiar —dijo Félix. 

Toda esa semana buscaron una cura que aliviara a Domingo de sus miedos y ansias. Todas las plantas que se metieron a la boca fracasaron. Hubo una que les despertó un sexto sentido con el que interactuaron con el mundo durante breves minutos y les gustó, pero nada más no sirvió para sus esfuerzos y Domingo terminó llorando de cara al pasto porque el efecto se acabó. Cuando volvieron a su realidad, alcanzaron a ver que detrás de un tronco estaba la muchacha que ya en otras aventuras había estado, en el fondo, en silencio. Félix la señaló disimulando y los dos amigos la corretearon a toda prisa por entre los árboles. No dieron con ella, pero sí con el padre de Domingo que aullaba de dolor. 

—¿Qué le pasa, apá? ¿Se encuentra bien? 

—No hijo, no. ¡Mi jabalí precioso se ha escapado! 

Los dos amigos lo ayudaron a ponerse en pie y lo acercaron al resto del pelotón de cazadores. 

Esa noche, mientras todos cenaban lomo, menos el cazador (quien cenaba caldo por su carencia dental), Eulalia lo notó más cansado que nunca y le sugirió dormir. —Yo no quiero dormir, Eulalia, lo que quiero es comerme a ese cerdo maldito—. 

A la mañana siguiente Eulalia despertó junto a un muerto tan fresco como las lágrimas que aún tenía escurriéndose por los párpados cerrados para siempre.

II

Ahora que su marido ya no estaba, Eulalia no sólo necesitaba a Domingo para ayudarla con el quehacer, sino para levantarle los ánimos como solía hacer él cuando volvía del bosque. Por esto mismo, Domingo dejó de frecuentar tanto a su compañero de ocio. Ahora todo el día se la pasaba fregando, y cuando no, charlando con su madre, barriendo la cocina y repeliendo la plaga. 

Sus hermanos, quienes anteriormente traían mucha carne a la mesa, poco a poco se fueron casando y dejando el hogar para construir uno nuevo al lado de sus parejas en otros pueblos lejanos al valle; era la costumbre y una norma el que los matrimonios se celebraran con gente de otras tierras por aquello de evitar los mismos apellidos y los males que a la larga eso puede ocasionar. Cuando no quedó nadie más que Domingo, la carga laboral al interior del hogar disminuyó, pero algo tenían que comer. Un vecino de ellos, el fornido Manuel Manos de Manta, le enseñó al más joven de los hijos de Eulalia a matar conejos. Domingo ya era un mozo hecho y derecho, pero conservaba la fama de no ser un hombre. 

Como el nuevo oficio consumiría todo su tiempo, Domingo quiso despedir sus años dorados con una velada junto a su mejor amigo. Fue hasta la casa en donde Félix cuidaba a su madre y la milpa para invitarlo a robar unos jarrones de barro llenos de alcohol que el mercader del pueblo tenía en su tienda. Así lo hicieron, y como nunca habían cometido fechoría tan grande, para ocultar lo que para otros sería una vergüenza, atravesaron el bosque que rodeaba el valle y llegaron a las montañas. Ahí se pusieron a beber. En largos tragos despidieron la bonanza de los años precederos y cuando se hubieron ahogado, borrachos hasta el dedo, se confesaron todas las palabras lindas que sabían pronunciar y algunas las rezaron mal.

En verdad la pasaron bien y no se querían despedir. Estaban reviviendo anécdotas que evocaban más que recuerdos, emociones. Para alargar la fiesta, Félix le propuso alcanzar la luna que ya se mostraba en el firmamento, seguían teniendo la inquietud de su composición. 

—No podemos llegar tan alto.

—Lo podemos intentar, Domingo.

—Tu vista pedorra no te deja ver lo lejos que está.

—A mí se me hace que sigues de coyón. ¿A poco todavía se te hace así? —dijo mientras hacía con la zurda así.

—No es que me de miedo llegar, lo que me da ñañaras es intentarlo y lastimarnos en el intento. Si algo nos pasara nos perderíamos de muchas otras lunas que quedan por venir, y siento que aún no he visto la noche más grandiosa.

—Tonterías, esa noche es ahora y está sobre nosotros. Yo estaré literalmente un poco ciego, pero tú, mi amigo, sigues sin ver que no vale la pena mortificarse por la espera. Si aquello que brilla es un queso, lo quiero probar y lo quiero probar ya. Mañana veré menos, y pasado mañana aún menos, en un par de años estaré tan a oscuras como los muertos y entonces… entonces, no podré saberlo —dijo decidido. 

Félix arrancó maleza y la tejió formando una cuerda larguísima. La aventó al empíreo como si fuera un lazo y la atoró en la Luna. Amarró el otro extremo de la cuerda a un árbol cercano y comenzó a trepar la pendiente. Pronto estuvo tan lejos que, a la vista de Domingo, su amigo no era más que un punto en la distancia. 

De pronto el punto que trepaba la cuerda, iluminado por la luz de su objetivo, cayó perdiéndose en el área sombreada bajo el objetivo que seguía. 

Domingo estaba congelado. Cuando recobró el instinto desató el nudo que su amigo había hecho y jaló hacia él, pero nada, no pesaba. Félix se había caído. Pasaron las horas y la Luna se llevó la soga en su trayectoria. Domingo se regresó para su casa y, como ya era de mañana, no tuvo tiempo de lamentos. Tomó el saco que se echó en la espalda y salió al bosque para buscar conejos. 

Solo, en medio de la naturaleza, lloró con amargura. Lloró tanto que unos árboles se torcieron un poco, como intentando consolarlo. Era su amigo el que había caído intentando alcanzar el objeto de su euforia. Ya no verían más nubes, ya no soplarían al viento, adiós al agua fría recorriendo sus cuerpos en el lago, adiós, Félix. Quería despedirse de una época dorada que, sin quererlo, en el último instante se había oxidado como el cobre más corriente. Quería despedirse, pero no así. 

Semanas más tarde una muchacha llamó a la puerta de Eulalia. Venía buscando a Domingo, quería darle su más sentido pésame por la desaparición de Félix (jamás encontraron su cuerpo; ni en la montaña ni en los pueblos vecinos. Unos dicen que no murió, que andaba de parranda). Como Domingo no estaba en casa, Eulalia le indicó la ruta que el cazador de conejos tomaba. 

La ahora señorita, siguió el camino marcado por la madre de Domingo y lo encontró sentado acariciando una ardilla. 

—Lo siento mucho, de verdad que sí —dijo ella.

—Por fin te dignas a hablar, ahora que no está mi amigo te acercas. 

—Me llamo Marla. Si antes no me acerqué fue porque estaba enamorada de Félix. Sabes que aunque hubiera pretendido, hubiera sido imposible lograr mi cometido, él hubiera buscado una mujer en otro lugar. No necesitaba estar tan cerca de él para amarlo, me bastaba sólo mirarlo.

—Pero tú no eres de nuestra aldea.

—Mi patria es complicada.

—No está bien espiar a la gente. 

—Lo sé, por eso me escondía —. Este comentario le hizo mucha gracia a Domingo y decidió seguir platicando con ella. 

El tiempo juntó cada vez más a Domingo y Marla. Él salía a cazar conejos para su madre, Marla lo acompañaba porque al parecer no tenía nada que hacer. Domingo no sabía por qué Marla tenía tanto tiempo libre, era como si no tuviera nada que hacer sino disfrutar de la vida en plena comodidad, sufría callado cuando se metía el sol y llegaba el momento de despedirse. Quería preguntarle a Marla qué hacía para vivir y en dónde descansaba antes de regresar con él para acompañarlo de cacería, pero tenía miedo de hacerlo e incomodarla y perder su amistad. No sabía si ya eran amigos, con Félix lo supo porque directamente un día se lo propuso, pero con Marla nunca había establecido ese acuerdo.

—En verdad lo quise, era un excelente compañero. Lo extraño a cada segundo, cada vez más. Esa noche, en las montañas, estaba tan lleno de vida… 

—Y de pulque.

—Y de pulque…

—¿Cómo vas con eso del miedo? —preguntó Marla.

—Me gustaría decirte que mejor y que le he hecho justicia a Félix, pero sería una mentira. Sigo siendo la misma gallina. 

—No creo que tengas que evadir el miedo, está ahí por algo, pero si lo que te gusta es saborear el mundo y no quieres perderte de nada, algo tendrías que hacer. 

—Ojalá pudiera quitarme esta carga de encima. No quiero que me pase lo que a Félix. No quiero irme y dejar atrás esta vida que es tan rica. Queda tanto por descubrir. Ni siquiera he ido más allá del lago, o de las montañas. Quiero ir a la selva, quiero que alguien hable de mí como tú lo haces de Félix, tengo esperanza de que vendrán tiempos mejores, pero no sé cuándo.

—Ya tendrás tiempo.

—No lo sé.

—Y si esta vida no te alcanza, de todos modos, te espera el paraíso si sigues obrando bien.

—No estoy seguro.

—A mí tampoco me consta, pero eso le da paz a muchos.

Eulalia solía decirles a sus hijos cómo debían comportarse en sociedad. —A mí me vale la suciedad —decía Franco, el único hijo del cazador que tuvo piojos. A Domingo se le quedó muy bien grabado en la sesera que:

  1. Un barco limpio es un barco feliz.
  2. No es no.
  3. No se habla ni de religión ni de política.

En vista de la confianza agarrada por Marla al preguntarle por su credo, Domingo se sintió en pleno derecho de preguntarle en dónde vivía y por qué siempre estaba disponible para acompañarlo de cacería. 

—Muy bien, te lo voy a decir, pero debes ser discreto, a la gente de tu aldea no le agradan los foráneos.

—Es verdad, mi madre detesta a las esposas de mis hermanos. En especial a Vilma, le huele la boca…

—¿Quieres saber o no? —Domingo se calló. — Yo nací de las semillas de un jitomate. Mi abuelo, que en realidad es padre mío, me nombró Marla y me adoptó como su nieta porque mi madre es la Tierra. Él es brujo, no pertenece a un lugar fijo más que al universo, siempre ha sido nómada y va de las cercanías de un pueblo a otro, buscando servicios hasta que los lugareños lo descubren y tiene que darse a la fuga antes de que lo lapiden. La magia ya no está bien vista, dicen que es residuo del vergonzoso pasado de estas tierras. Por eso nunca le declaré mi amor a Félix, tenía miedo. 

—Félix no te hubiera juzgado, era más inteligente que la mayoría de nosotros.

—¿Entonces tú sí me vas a delatar? 

—No. Eres… mi amiga.

Marla sintió que perdía el peso de su espalda y se le fue al cuello con los brazos abiertos. Domingo era el primer amigo que tenía, los demás frutos del huerto en que nació no la querían, le tenían envidia muda por ser tan hábil; ninguna otra fruta, raíz, vegetal o legumbre podía saltar la cuerda o besar al brujo que las había sembrado.

—Deberías conocer a mi abuelo. 

—¿Al brujo? —dijo temeroso. 

III

A pesar del peso de sus prejuicios, Domingo logró subir el cerro en que vivía Marla y su abuelo. Marla llevaba la delantera, pues iba señalando el camino, Domingo iba detrás y demasiado, se había rezagado más de la cuenta por ir cortando las flores que veía en el sendero. 

Ya en la punta se mostró ante ellos una casucha de adobe. Domingo había imaginado que se toparían con un castillo y un foso, pero no, junto sólo había una huerta y una silla de mimbre. Marla abrió la puerta y en el interior estaba el brujo tejiendo un chal. 

—Tú debes ser Domingo, el hijo del cazador.

—Y usted debe ser brujo.

—De oficio, pero Marla me ha platicado mucho sobre ti, supuse que serías tú.

El anciano de barba rala pero larga les sirvió chocolate y pan. Marla le pidió a su amigo que le explicara a su abuelo sobre los males que lo acongojaban. Así lo hizo y el brujo, después de meditarlo un momento, propuso una solución.

—Lo que entiendo es que tienes miedo del final.

—No es eso, estoy enamorado del presente y no quiero que se acabe.

—Eso dices tú. 

—¿Pues quién sabría mejor que yo? —dijo Domingo mientras sospechaba de la bebida que le habían servido.

—Mira, muchacho, escúchame bien. No eres el primero que viene ante mí buscando vencer al tiempo. Ya hace algunos otoños una mujer, hasta la madre de su esposo, me pidió la vida eterna para así no tener que desperdiciar su juventud al lado del pelele con el que había aceptado estar en la salud y en la enfermedad. Si la muerte los separaba y ella podía conservar la firmeza de sus pechos, sería ideal. 

—¿Y qué pasó?

—Lo de siempre, no quiso pagar el precio.

—¿Qué sí cobra mucho?

—Yo sólo te pido los insumos, por eso no ves lujos aquí. La magia, sin embargo, tiene otra tarifa. Así como las ramas de los árboles mudan de hojas, el mundo renueva sus almas y unas se tienen que ir para que otras puedan llegar. Si quieres perpetuar tu estadía en este árbol, tendrás que…

—Romper el ciclo.

—No, eso no. Es imposible. Si quieres quedarte para siempre en este mundo mortal, tendrás que cooperar con el ciclo.

—¿Eso qué significa?

—Depende, el equilibrio se consigue dependiendo la situación. A veces puede ser una cosa y otro día otra.

—Parece complicado. Quizás cuando sea viejo lo entienda mejor.

—Es verdad, pero deberás ser muy cuidadoso, esta magia sólo funciona si estás vivo, no puedo traerte de la muerte. Deberás evitar los accidentes y la enfermedad por los años que tardes en meditar el peso de este compromiso. También es mi responsabilidad hacerte saber que esto podría o no funcionar, recuerda que perdurarte por siempre es burlar la naturaleza y la barrera del tiempo no es un obstáculo sencillo, de seguir con esto podrías fracasar, mi magia no comparable con las leyes universales. 

—¿Qué habría que hacer? 

—No mucho, es cosa de ir a unas grutas que conozco. Necesitamos meterte en hielo y evitar que la luz te toque. Luego, cuando estés sobre la delgada frontera entre la vida y la muerte, haré mi parte. Ese momento será decisivo, quizás te dé una oportunidad, pero podrías perderte, es una situación delicada.  

—¿Qué pasaría después?

—Tocaría esperar. 

—Y luego pagar…

—Así es, y deberás darte prisa, el universo se cobra sin rodeos. 

Domingo entendió que de seguir adelante sacrificaría la mucha vida que aún le quedaba en aras de una empresa difusa y nada certera. No era lo que buscaba. Al final el chocolate no estaba viciado y, al contrario, le pareció exquisito por lo que lo sorbió con delicadeza. Agradeció al brujo su oferta y la rechazó, también agradeció no haberlo convertido en chivo y a su amiga le dio las buenas noches. 

Cuando iba de regreso a su casa los colores alumbrados por una luna de sustancia enigmática le parecieron más radiantes y festivos, la serenata de los grillos estaba más afinada que la orquesta del carnaval anual y sus pies patinaban ligeros. Fue un paseo que alegró su alma hasta que llegó a su cama y se arrepintió de no haber extendido su recorrido. 

Le dio vueltas y vueltas a ese pensamiento hasta que tomó impulso propio y la fuerza centrífuga que agarró en el tiovivo imaginario le purgó la somnolencia que pudo haber tenido. Hubiera escogido el camino largo, el corto es más cómodo cuando quiero regresar de la jornada, pero el largo es mejor para oler la fragancia de los pinos… el camino largo es también más riesgoso… y el tiempo… no quiero dormir… quiero… 

El bosque lucía hermoso hasta que recordó por qué estaba precisamente ahí. Odiaba trabajar, podría usar esas horas en mil cosas más placenteras, pero tenía que comer y también Eulalia. Matar conejos era otra cosa que repudiaba, era una abominación el arrebatarle lo más preciado a otra criatura. A veces Domingo reflexionaba sobre si los conejos que mataba tendrían el mismo miedo que él. Ojalá acariciarlos me diera para tragar, pensaba. 

—Psst —escuchó de entre los árboles — psst.

—¿Quién anda ahí?

—Yo, tonto. No hagas ruido —murmuró Marla.

—¿Qué pasa? 

—Sígueme.

Pronto le señaló un jabalí inmenso pero manso o tan siquiera menso. Estaba durmiendo, tan plácidamente tomando una siesta en la ruta que solía recorrer el cazador antes que su hijo y que ahora él,  Domingo, había heredado. 

—Estoy segura de que te valdrá lo mismo que varios conejos. Si lo llevas a casa terminarás de volada. 

—Me encantaría, pero no soy un hombre, eso es chamba de los cazadores de verdad. Lo mío son los conejos, ese jabalí es para valientes como mi padre.

—Ya no seas tan chillón. Conozco tu secreto, la última vez que fuimos a bailar noté un pelo en tu barbilla. Nadie tiene la cara gris, Domingo, te has estado arrancando los pelos, como yo.

—¿Las mujeres tienen vello?

—Y también hacemos caca, ya supéralo. Toma una roca y dale en la cabeza, no lo notará y así, sin miedo, su carne será blanda—.

El bronceado joven levantó la piedra más filosa que había en su radio inmediato y le puso a la bestia un sopapo que lo dejó muerto de primeras. 

Marla se acercó para calarlo. —Quedará delicioso con la flor de calabaza de Eulalia—. Amarraron las patas del animal con un mecate y sobre de un palo muy largo lo llevaron del bosque a casa de Domingo. Eulalia invitó a Marla a cenar con ellos y tuvieron los tres un festín. La carne se desprendía de los huesos como cooperando con el caldo, era muy suave. Al terminar de relamer los platos de barro y despedirse la nieta del brujo, Domingo besó a su madre y se metió a la cama. 

Qué bien se sentía, había cumplido el sueño de su padre. Hubiera preferido poder fregar un plato más, pero ya no estaba. Tampoco estaba Félix para contarle que ya era un hombre y que al final le había gustado más cazar un solo animal muy grande y no a muchos chiquitos.  Lo que les faltó a ambos había sido tiempo… el jabalí estaba en el mismo lugar que su padre frecuentaba y a la misma hora… sólo le faltó aguantar un poco más… a Félix le ganó el miedo a perder sus ojos… miedo a perder… miedo… vencer el miedo… vencer al tiempo… tener más tiempo… vivir… había tenido suerte ese día… había tenido suerte siempre… siempre… vivir por siempre… y con su suerte…

Amaneció el viernes y dos golpes en la puerta despertaron al anciano en la colina. Cuando el brujo asomó su nariz aguileña encontró a Domingo chorreando sudor por la frente y por las palmas de las manos. 

—Mi madre no despertó.

—Lo siento mucho, muchacho.

—No es necesario, sonreía. Yo ya no puedo sonreír igual que antes y mientras siga asustado empeoraré.

—Vienes a probar tu suerte ¿eh?

—Y también estaría bien una tacita de chocolate, por favor, pero grande, pa’ que me dure. 

IV

Dentro de las únicas cuatro paredes que tenía la casa de adobe que coronaba el cerro, Domingo le platicó a Marla y al brujo sobre la gran mujer que había sido Eulalia. Resulta que ella se fue con una sonrisa en el rostro, pero a él sí se le hizo un nudito en el corazón ese domingo por la tarde. 

—¿Estás bien seguro de hacer esto? No podremos dar marcha atrás y tú tampoco podrás librarte por tus propios medios, estarás entumido, todo tieso.

—El terror me está acariciando la nuca —dijo Domingo. Su taza iba por la mitad, podría decirse que estaba medio vacía. Con su dedo mugroso repasaba el borde de la taza y aunque su estómago y su lengua pedían más, algo en él quería conservar el chocolate caliente en sus manos. 

Marla trajo un par de huacales que tenía apilados al lado de la huerta. El brujo los desarmó y los volvió a juntar, pero ahora en un cajón mucho más grande. 

Domingo hizo una última excursión a las montañas para rascar hielo. Como no llevaba herramienta y quería terminar lo antes posible por el inclemente frío, escarbó con sus manos morenas hasta que se le pusieron moradas. Nunca había sentido dolor físico, parecía que lo mordían. Ya tenía hielo trozado, pero no podía confirmar seguir teniendo dedos. 

En las faldas de la montaña lo esperaba Marla, quien no había subido porque al ser hija de la Tierra, tenía los pies en el piso. —¿Y por qué a tu cerro sí subes, floja? —le preguntó el metiche de Domingo. —Porque hago lo que se me da la regalada gana, ya no andes de preguntón —le respondió. 

Domingo contempló por cosa de unos segundos a Marla sin decir nada. Te voy a extrañar, pensó Marla. Ella no quería que su amigo se fuera, pero no entendía la situación y lo mejor sería dejarlo jugar sus cartas.

Lejos del valle, cruzando el bosque, después de las montañas, luego de haber atravesado parajes nuevos para Marla y Domingo, había unas grutas. Era una trama de cavernas interconectadas por pasadizos y callejones rocosos. En las primeras instancias, lo que parecía la antesala a aquel antro extraordinario para Domingo, los rayos de luz diurna todavía alcanzaban a filtrarse descarados, pero entre más descendían, una negrura hasta pesada terminó por obstruir cualquier indicio del sol. Ya no sería necesaria la franela que el brujo le había pedido a su nieta cargar. Domingo no sospechó nada, pero Marla conectó los puntos y le hizo ruido el hecho de haber cargado con una herramienta ahora obsoleta cuando en el camino su abuelo había dicho conocer aquellas grutas muy bien. Un murciélago asustó a Marla y le cambió el tren de pensamiento, ya no le dio más importancia. 

La tropa recargó sus antorchas en formaciones de piedra y colocaron la construcción de huacales en el centro. La llenaron con un primer nivel de hielo y llegó el momento que Domingo esperaba evitar —sácate la ropa, muchacho— dijo el brujo. Aunque se moría de pena, no era una vergüenza fatal y Domingo obedeció. “Pena robar”, decía Eulalia. Marla se burló de los tamaños de su amigo y este se chiveó. Una segunda capa de hielo fue vertida sobre el cuerpo del joven. Es verdad que el calor es molesto, a uno se le pega todo y huele mal, pero lo helado que estaba Domingo parecía no tener semejante en cuanto a dolor se refiere. Tiritando le preguntó al brujo —¿y para la cabeza? No pretende dejarme así ¿verdad? —. El abuelo de Marla le dio a su nieta un minuto para despedirse. 

Después de separar sus frentes, Domingo pensó que a lo mejor estaba cometiendo un error, quizás fuera más valioso quedarse en el valle hasta que el brujo y Marla tuvieran que irse, él los acompañaría y con el tiempo aprendería a cuidar el huerto, de cualquier manera, eso sonaba mejor que matar cochinos o conejos. Antes de poder decir nada más, el anciano se acercó a él. 

—Eres muy valiente, Domingo. No olvides mi nombre cuando te pregunten por el autor de tamaña ciencia.

—¿Ciencia? —

Una última descarga helada, mucho más gruesa, le cubrió hasta el pelo y un palmo más allá. Tuvo que cerrar los ojos porque el hielo desprendía a gritos y escupitajos una brisa obviamente molesta. Ahora que lo pensaba, no conocía el nombre de quien lo había convencido de entrar en una tina llena de hielo a una cueva desconocida lejos de casa. Tampoco entendió por qué tenía que estar en cueros.

Domingo pensó en su madre y en su padre. Pensó en lo que él estaba haciendo diferente. Le vino a la mente Félix y sus ganas del ahora. Le llegaron al pecho las palabras con las que se despidió Marla. Lo gélido del momento lo llevó de regreso a los baños en el lago nutrido por las lágrimas de las montañas. Ahora le hubiera venido fenomenal terminar su taza de chocolate. Y así, divagando, se detuvo en su carne el tiempo.

V

“El hubiera no existe” habrá dicho alguien alguna vez. Lo que no fue no será, en su defecto. Si dejas a tu chancla sola, en la arena todavía húmeda por la última ola que la bañó, se irá con la siguiente y ahora tú estarás en soledad. Cuando estás confesando tus pecados de la noche anterior al excusado, abrazándolo y mintiéndole con descaro que nunca más volverás a beber, es demasiado tarde. Lo mismo para otros lamentos; no debí haber albureado a mi suegra, no debí haberle dado una cuarta oportunidad al patán de Diego, no debí decirle “mamá” a la maestra.

 “Haiga pasado lo que haiga pasado, ya se lo llevó su puta madre” dicen los clásicos y sus pretenciosos discípulos contemporáneos. 

Lo hecho está hecho y a lo hecho pecho. Así es. Si funciona: bien, y si no: ni modo. ¿Con qué seguridad va uno por la vida? ¿Y en México? 

Dicen los nuevos pensadores que a veces sólo queda decir chale, el hubiera no existe.

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