Juan Pablo Villalobos: Uno elige su genealogía como escritor

El narrador mexicano afincado en Barcelona reflexiona, entre otras cosas, sobre la imposición de la novela como herramienta legitimadora.

Con la alargada sombra de la autoficción acechando, me fue imposible no encontrar ciertos paralelismos entre Juan Pablo Villalobos (Lagos de Moreno, 1973) y Karl Ove Knausgård. Obviando los discursos antagónicos respecto al valor literario del ensayo personal, me parecía que ese bigote altivo de mosquetero debía ser interpretado como un hallazgo. 

Me encontré con él en Barcelona –donde vive, imparte talleres y escribe desde hace varios años– para hablar sobre su formación como autor de ficción, la evolución de su tono narrativo y las coordenadas de Pitol, Marsé y Bolaño en la ciudad. En un acto de heroísmo sin precedente en la península, eludimos a toda costa enfrascarnos en debates separatistas y teorías de conspiración.

¿Tenías idealizada a Barcelona literaria y editorialmente o fue un destino formativo más o menos natural?

Yo tenía idealizado, como muchos latinoamericanos de clase media, la idea de poder vivir en el extranjero por un tiempo para terminar, entre comillas, mi formación. Conocía Barcelona como turista. Me gustó, pero me gustó más Madrid. Yo por obvias razones pensaba en la Universidad Complutense que, junto con la de Sevilla, quizá tenga los departamentos de filología más interesados en literatura latinoamericana. Tenía una pareja en aquel entonces. A ella le interesó algún programa aquí en Barcelona y entonces me di cuenta de una cosa que yo creo que todos descubrimos: que tanto en la Universidad Autónoma como en la Pompeu Fabra, hay programas más innovadores, más interesantes. En términos de que no era el típico doctorado en filológicas, esa cosa pesada. Había seminarios muy rompedores y atractivos que luego incluso están parodiados en No voy a pedirle a nadie que me crea: estudios de género y todas esas cuestiones de la posmodernidad. No existió nunca una idealización por el boom o porque ahí vivió Bolaño. 

¿Cómo aborda una ciudad cosmopolita y ensimismada a partes iguales un escritor latinoamericano de los márgenes?

En realidad No voy a pedirle a nadie que me crea, también de manera muy consciente, transcurre en la primera temporada en que los personajes pasan en la ciudad. Es una mirada de lo nuevo, la mirada de lo diferente, una mirada de lo que te choca, de lo que te sorprende. No me interesaba la mirada del experto. Me interesaba la mirada del que acaba de llegar y del que, más bien, sigue mirando México y está comparándolo todo. Es lo que hace Valentina, que está todo el tiempo haciendo comparaciones con la realidad a la que está acostumbrada. Detectar ciertos aspectos racistas o clasistas en la ciudad. Cuando los códigos sociales o de comportamiento son más contradictorios porque no los entiendes. Ahí, realmente tampoco había la ambición de que yo, como alguien que lleva mucho tiempo viviendo en Barcelona, construyera una ciudad desde otra mirada. En La invasión del pueblo del espíritu sí existe una voluntad de reflexionar desde otro momento. Ahí sí hay una vocación de contar Barcelona desde la mirada de alguien, no sólo de fuera, sino que de manera arbitraria se proponga a narrarla desde un punto de vista marginal y no tanto hegemónico. 

¿Seguiste las coordenadas del Raval de Sergio Pitol y de la Gràcia de Juan Marsé?

Esas coordenadas eran importantes para los personajes de la novela, tanto Valentina como para Juan Pablo. Para ellos, contrario a lo que me pasó a mí, sí había una construcción literaria de Barcelona. Ellos venían a Barcelona como yo no vine, con esta idea de que era la ciudad donde estuvo Bolaño, donde estuvo Pitol. Por eso Valentina está leyendo Los detectives salvajes, el Diario de Escudellers. Y de alguna manera Juan Pablo está queriendo escribir una novela que transcurra en Barcelona, siguiendo la estela de esos escritores. Para la novela es importante porque ahí entonces existe una doble ingenuidad: la de la primera mirada y la de la construcción literaria de una ciudad, apropiarte de un lugar a partir de su literatura.

Ante la herencia ineludible del boom en la ciudad, ¿cómo te sienta que se te vincule junto a Rodrigo Fresán, Laura Restrepo o Santiago Roncagliolo bajo una misma bandera literaria lationoamericana?

No veo una voluntad generacional de crear un grupo o de inventar una estrategia. Tampoco una voluntad programática para reunirnos y organizar un congreso y decir que nosotros somos los narradores que estamos contando la Barcelona de la migración, por ejemplo. De lo que se habla muy poco es que el boom, al fin y al cabo, fue un fenómeno extraliterario, un fenómeno de marketing. Si ahora no ha sucedido esto es porque a nadie le ha interesado hacerlo. Nadie ha pensando que esto es negocio. Carmen Balcells inventó el boom y lo inventó en Barcelona. Por eso es importante Barcelona para la literatura latinoamericana, por la agencia de Carmen, que de alguna manera construyó un discurso aparentemente literario para vender fuera de Latinoamérica. Y esa es la imagen que trasladamos de esa aparente convivencia entre lo prehispánico, de lo mitológico, de lo mágico, de lo fantástico, con la realidad política brutal, dictaduras. Fue una creación comercial. La construcción anticipada de un canon. La generación del crack, por ejemplo, me parece más auténtica. Creo, hasta donde sé, que no hubo una Carmen Balcells diciéndole a Jorge Volpi: Vamos a juntarlos. Todo surgió de una voluntad gremial. 

¿Por qué sí Felisberto Hernández y por qué no Carlos Fuentes?

Empieza siendo una cuestión de gustos y de intereses. El aprendizaje como lector es un continuo experimentar. Yo siempre hago la exageración de que Carlos Fuentes es una mierda. Hay libros de él que me gustan. Es una especie de postura para marcar un gusto literario, pero puedo reconocer que La muerte de Artemio Cruz es un libro que está muy bien y que sigue siendo importante. Pero no es un libro que me interesa, no es la idea que yo tengo de la literatura. Cuando uno va formándose como lector, uno va leyendo al mismo tiempo a Fuentes, a Ibargüengoitia, a Monterroso, a Arreola, a García Ponce. Uno va decidiendo, sobre todo cuando te estás formando como escritor, a qué tradición literaria quieres pertenecer, aunque sea sólo por aspiración, el decir: Yo vengo de aquí, no vengo de acá. Luego eso puede ser más o menos cierto, pero tiene que ver donde uno se posiciona. Uno elige su genealogía como escritor, pero no significa que como lector no valore a otros autores. 

¿Puede convivir el narrador metaliterario con el hiperbólico?

A mí lo metaliterio me interesa más como lector. Encuentro en esa reflexión sobre la propia escritura y sobre los mecanismos de la ficción una inspiración, unas claves que me pueden llevar a otras lecturas, a continuar con una formación. Soy, como escritor, muy desconfiado con esa metaliteratura; de hecho mis dos primeras novelas, Fiesta en la madriguera y Si viviéramos en un lugar normal, no tienen nada de metaliterarias: no hay un personaje que es un escritor o periodista, no se citan libros, no se citan autores. Son narradores más convencionales donde no aparece la literatura. En Te vendo un perro comienza mi primer juego metaliterario. Es una novela que habla sobre la memoria y cómo se construye la memoria y cómo se construye el canon. Con la excusa de un pintor olvidado, también se habla de literatura a través de tertulias. Y luego está llevado al extremo en No voy a pedirle a nadie que me crea, una parodia de lo metaliterario. 

¿Por qué la novela sigue siendo utilizada como herramienta legitimadora?

La novela es el género que los editores y los agentes consideran que se vende mejor. A partir de ahí, existe una consideración de que es más compleja, más difícil de escribir, que supone para un escritor la puesta en marcha y la exhibición de todas sus habilidades narrativas, como si en un cuento, en un libro de crónicas o aforismos, el escritor sólo hubiera estado preparándose, probando, aprendiendo. Es una percepción impuesta por motivos extraliterarios. Y es un tanto falsa. Por lo menos en Latinoamérica, el cuento tiene una gran tradición y sigue editorialmente muy vivo. La gente lee cuento. Si pensamos cómo encaja con la realidad de las editoriales españolas, hay algo extraño. El dominio de lo que circula en América Latina está de alguna manera preseleccionado por las editoriales españolas, y si estas  editoriales per se desconfían del cuento, es más difícil. Ahí, por ejemplo, encontró su hueco Páginas de espuma, construyendo su catálogo a partir de la idea de que nadie quiere publicar cuentos en España. Al final, es un discurso comercial. La idea de que un escritor tiene que legitimarse es del mercado.

Partir de la sátira ibargüengoitiana para vulgarizar el canon, la academia, la autoficción, el género epistolar.

Encontré el tono narrativo a partir de unas crónicas que empecé a escribir en Milenio Veracruz que se llamaba Lejos de Veracruz, como la novela de Enrique Vila-Matas. Empecé a jugar mucho con la ficción. Me di cuenta que si no mezclaba, si no exageraba las anécdotas, si no metía un poquito de ficción no funcionaba. La anécdota de la vida real nunca viene bien dada literariamente, siempre le falta algo. Empecé a crear un personaje mucho más irónico, más burlesco. Ese tono narrativo comencé a trasladarlo a las novelas, como en Fiesta en la madriguera. En el caso de No voy a pedirle a nadie que me crea hay una conciencia de todos los mecanismos teóricos de la literatura íntima: autobiografía, autoficción, la memoria, la crónica. Toda la novela es una parodia de eso, pero con una conciencia académica. Es el resultado de un proceso de formación larguísimo. 

Decía Rodrigo Fresán que le gustaban los escritores que escribían siempre el mismo libro.

Eso es un proceso muy primario de lectura, de reconocimiento. Pasa como en la música, que uno tiene a su grupo favorito y quiere que repita siempre el mismo disco con canciones nuevas. Hay un placer en eso, pero es un placer muy conservador, profundamente conservador: lo que me ha dado placer, quiero que continúe dándome placer… 

¿Cuál es tu lectura de México a la distancia?

Hay un proceso contradictorio, de polarización. Aquellos que desde una oposición absolutamente irracional, por odio de clases, por odio político, que les impide pensar, ven que todo está mal. Luego del otro lado, me preocupa una postura que pretende anular la crítica. Como dijo Alejandro Solalinde: Ahora es tiempo de apoyar sin preguntar. Hay una brutalidad en eso también. Debajo de ese discurso está la idea de que estamos entregando un poder total e incuestionable al gobierno, que también es muy peligroso. Yo estoy más cercano a estar en una posición de apoyar al gobierno, en el sentido de pensar en que si esto no sale bien, ¿qué sigue? ¿hacía dónde vamos? Que esto fracase me parecería un problema para México muy gordo, pero al mismo tiempo veo muchas que no me gustan, que me enervan. 

¿Cómo te sienta la figura del escritor como portavoz político?

Lo veo muy paradójico. Yo diría que la influencia del escritor, del intelectual, es cada vez menor. Más bien es la reverberación, el eco de antiguas maneras. Antes había esa posición del intelectual porque los medios funcionaban de otra manera. Había una manera de comunicarse, de transmitir información totalmente vertical. Los medios controlaban la información y nos decían qué estaba pasando, y dentro de ese qué estaba pasando existían las voces de los expertos, de los intelectuales. Ese modelo ya no existe. La comunicación es horizontal. La figura del escritor se diluye, pero sigue habiendo esa tendencia de creer que nuestra opinión es importante. Estamos en una etapa de transición, dentro de una irrelevancia que sólo se vuelve relevante a partir de que seguimos creyendo que eso es importante, porque antes era importante. A las nuevas generaciones les da igual lo que diga un escritor, lo que diga un intelectual. En ese pasaje a un nuevo modelo no hemos entendido todavía cómo hacer política y cuál es el lugar de los actores culturales en la discusión pública. 

Messi como analgésico ante la eterna desgracia del Atlas.

El Barcelona es la posibilidad de entender el futbol de otra manera, como un performance que puede alcanzar la perfección a nivel de armonía. Ni siquiera tiene que ver con el hecho de ganar, ni de festejar trofeos o copas. El Atlas es la romantización irónica de la derrota y del fracaso. Eso nos gusta a los atlistas. Ese sufrir inofensivo. Uno puede burlarse de eso. Cuando uno ha vivido en Guadalajara y sabe lo que eso significa socialmente, cuál es el lugar del Atlas en ese intercambio cultural y en la cotidianidad, es muy bonita esa idea de supuesta fidelidad, a pesar de que nunca te recompensan. Sería atroz que tú fueras así de fiel en tu vida de pareja o en tu vida profesional. Uno se puede permitir explorar al masoquismo siendo del Atlas. 

Recurriendo a la teoría de Tochtli, protagonista de Fiesta en la madriguera, ¿cómo evitaste convertirte en un don nadie sin usar sombrero ni una corona de rey?

Tiene que ver con esa visión muy ingenua de ese niño de cómo se construye el prestigio, de un prestigio cargado de simbolismos. A mí la construcción de prestigio me interesa poco, por eso he creado en Twitter, en charlas o conferencias, un personaje bastante autoparódico. La reflexión no es cómo consigo poder, sino qué vas a hacer con ese poder, con esa influencia. 

¿Una cerveza con Jordi Soler o Jorge Herralde?

Herralde, Herralde. No tienen nada que ver. Jordi es un muy buen amigo que un momento puntual me ayudó a resolver una cuestión que estaba complicándome la escritura de No voy a pedirle a nadie que me crea. Herralde quiso publicarme cuando nadie me conocía, apostó por mí cuando no había ninguna garantía de que le redituara en algo. En su último libro de memorias, hay un texto donde habla de escritores que publicó que eran totalmente inéditos como Carmen Martín Gaite, Alejandro Zambra y yo. Y fue una decisión no sólo de publicar Fiesta en la madriguera, mi debut, sino de leerme, de seguirme apoyando, de una política de autor. No siempre el editor te apoya incondicionalmente. Lo de Anagrama es muy atípico; hay una apuesta, una voluntad de seguir contigo, de ir juntos. Eso a Herralde, se lo debo. 

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