Trieste es mi patria chica literaria: David Miklos

A principios de siglo, David Miklos (San Antonio, 1970) recogió el testigo de personajes como Jan Morris, James Joyce, Sigmund Freud y Stendhal en Trieste. Aquel viaje iniciático no sólo motivo la escritura de La vida en Trieste, sino que se erigió como el gran punto de inflexión en la búsqueda de su voz narrativa.

Por ello, hablé con el escritor y editor mexicano, autor de más de una decena de libros, sobre el otrora puerto comercial de los Habsburgo y la mitología del no-lugar.

Te leí referirte a Trieste como un accidente. De entrada, hay que decir que buena parte de los viajeros que llegan a la ciudad lo hacen huyendo de Venecia. 

Trieste es un accidente en muchos sentidos. En un sentido histórico fue el bastión portuario del Imperio astrohúngaro. A algunos kilómetros de ahí, Maximiliano construyó Miramare, su palacete, donde vivía con Carlota y de donde zarparon como emperadores hacia lo que hoy es México. Después, con las guerras mundiales, queda ese territorio ahí, libre, en Italia, con el mar Adirático como costa, habitado por los ingleses, por los norteamericanos, por los italianos mismos. También es un accidente porque en Trieste confluyen muchísimas personas importantes intelectualmente, como Stendhal, Joyce, Freud… En fin, una cantidad de personajes impresionantes que moldean la cultura occidental del siglo XX. Freud hace un estudio fallidísimo sobre la sexualidad de las anguilas. Joyce escribe Dublineses prácticamente ahí y también concibe El Ulises

En mi caso también es un accidente. Viviendo en Londres, me enteré que había una muestra muy amplia de la obra de Balthus en Venecia. Antes de viajar, entro a una librería, veo Trieste and the meaning of nowhere, de Jan Morris, y me enamoro. Entonces voy a Venencia y por la tarde llego a la estación de tren de Santa Lucia. Ahí reservo un viaje para el día siguiente. Me subo y descubro que es un tren húngaro, cuyo destino final es Budapest y su primera escala Trieste. De pronto, me comienza a ser muy familiar todo lo que veo por la ventanilla. Aparece Duino, donde escribió Rilke estas elegías, hasta que llego a Trieste. Pregunto cómo llegar a Miramar y veo el palacete, que es todo un eco y un vaso comunicante con Chapultepec. Y ya en Trieste empiezo a descubrir que es una ciudad llena de encantos, con todo este dejo astrohúngaro, con cafés formidables y librerías increíbles. Paso un día entero peinando la ciudad de arriba para abajo. Cuando se acaba el día y tengo que volver a Venecia, empiezo a escribir en un cuadernillo de vuelta al tren. Y desde entonces, hace veintiún años, no paro de escribir. Trieste fue el gran detonador de lo que sigo escribiendo ahora. La considero mi patria chica literaria.

Hablabas de Jan Morris, uno de los nombres propios de la literatura de viajes, que veía en Trieste un no-lugar. Hurgando un poco en tu literatura y en tu obra, diría que este concepto funciona como un leitmotiv: la búsqueda del no-lugar.

Me gusta mucho ese limbo de la escritura, en donde nos ubicamos para aterrizar nuestras voces y este flujo de voz que se vuelve texto. Trieste es eso, como dice Jan Morris: ninguna parte. Todas estas culturas múltiples, esta vulgaridad geográfica, esta negación italiana. Y yo creo que ese es el territorio ideal de la escritura: ninguna parte. Y aquí me hace eco con Juan José Saer, Juan Carlos Onetti, con todos estos escritores que se inventan un lugar en el que ocurren sus historias que guarda mucho parecido con sus lugares de origen. Me gusta como idea de una geografía que es muy móvil y cuyo territorio termina siendo la propia escritura. Y esto pasa con Trieste, es un lugar que te invita a eso: a escribir, a reflexionar continuamente sobre la escritura.

Claudio Magris, triestino como Italo Svevo, puede ser una especie de amalgama consciente de toda esa confluencia cultural y literaria. 

Magris es nuestro vínculo más directo con la ciudad. Es el triestino que viaja en el tiempo y nos explica cómo ese Danubio que él escribe termina conectado con Trieste. A través de él es muy fácil entrar ahí y entender esta cultura de cafés, este peculiar bastión editorial, porque además hay una conexión con este mundo editorial italiano. Tenemos a Boby Bazlen, un escritor prácticamente de un solo libro, que termina siendo un pilar fundamental de la edición italiana. También tenemos, ya ubicado del otro lado de la bota, a Daniel del Giudice, que escribió El estadio de Wimbledon precisamente como un libro sobre la búsqueda de Bazlen, como un puente entre Londres y Trieste. Eso también es Trieste. Y también es el vínculo con los horrores europeos, con este fascismo originario. Uno de los primeros campos de concentración estuvo ahí.

Toda esta concepción de la búsqueda, la ciudad, el vínculo con Maximiliano y México, detonó algo en tu narrativa que diría que es casi contracultural, ¿no? La literatura mexicana suele ser un poco insular. 

No sólo con el pasado mexicano, sino con mi propio pasado mexicano. En Miramare estás en una extensión del castillo de Chapultepec. Los olores son incluso los mismos. Los muebles, las texturas. Todos estos ecos de Noticias del Imperio, de Fernando del Paso, donde obviamente Trieste tiene su lugar prominente. Uno tiene la impresión de que se va a asomar por la ventana, o por uno de los balcones, y lo que va a ver no es el Adriático, sino el bosque de Chapultepec, y más allá Paseo de la Reforma, el Ángel de la Independencia y la idea del Zócalo por ahí. Sí hay un puente histórico y emocional muy marcado.

Decías que no querías adscribir La vida en Trieste al género de la literatura de viajes, pero el hecho de que Jan Morris haya desencadenado todo lo que hemos hablado sí te sitúa en un espacio distinto, pensando en esa gran cultura británica de viajar para contarlo. 

Justo hace unos días veía una serie ambientada en Londres, I May Destroy You, donde la protagonista va y viene de Italia. Y entonces recordaba lo fácil que era viajar estando ahí. Londres es una ciudad que tiene cinco aeropuertos, esta conexión directa con el continente a través del Eurostar. Es muy fácil movilizarse, con unas pocas libras puedes llegar adonde quieras. Viajar se vuelve pronto una condición. Incluso la ciudad misma es una ciudad hecha por viajeros. El londinense es una cosa extraña. Es más fácil encontrar gente de paso, gente en perpetuo tránsito. Curiosamente es una cultura, literalmente, insular, que tiene una apertura al mundo. Los ingleses son excéntricos, pero no exóticos. Por lo mismo les fascinan todas esas culturas que no son ellos mismos. Y esa es la gran naturaleza de Jan Morris como escritora de viaje.

En tu más reciente libro, Paseos del río, evocas Waterloo a partir de Stendhal, otro de los hombres que pasó por Trieste.

Stendhal tiene dos vínculos importantes con la historia y la ficción: uno es un pasaje de Rojo y negro, en el que define la novela cuando dice que es un espejo que camina por una carretera y entendemos que ese espejo nos refleja el mundo circundante. Y por otro lado, tiene un momento fundamental para la literatura y la historia, que es la imposible descripción de la batalla de Waterloo por el protagonista de La cartuja de Parma. Ahí tenemos a este joven italiano, Fabrizio, que decide seguir los pasos de Napoléon. De pronto descubre que sí está en Waterloo, porque ve pasar al mariscal Ney, pero luego empieza una batalla de la cual no entiende nada. Él tiene un atisbo ínfimo de lo que es la batalla, y si pensamos en esto desde la perspectiva humana, invididual, los grandes eventos históricos son imposible de asir por un solo individuo. Eso nos lo enseña Stendhal. Finalmente para narrar un evento como es Waterloo necesitas tener muchísimos puntos de vista: Napoleón, sus mariscales, este personaje azaroso que es Fabrizio, que se suma a una batalla en la que no aporta en principio nada y al mismo tiempo todo. Recordemos que Stendhal estuvo en campaña, fue a Rusia. Era la retaguardia y luego le tocó ser la avanzada del regreso. Por eso creo que de alguna manera narrar Waterloo y crear a Fabrizio era una manera de decir: Yo sigo siendo parte de esto. 

Así como Trieste influyó muchísimo en tu literatura, Napoleón lo hizo en la de Stendhal, que incluso llegó a ser subteniente de dragones. Luego está Jan Morris, que fue oficial británico y escaló el Everest. ¿Será que le está faltando fiebre a los escritores de viaje contemporáneos?

El mundo se ha transformado, descubrimos que somos prisioneros de una vida interior. Al final, cuando viajamos, nos llevamos una pantallita a todas partes. La gran reflexión es esa en este momento del siglo XXI. Sí falta esa audacia. No hay conrads. ¿Quién va a poder escribir El corazón de las tinieblas si no emprende estos viajes? Si se escribiera ahora, sería muy parecido a La metamorfosis, de Kakfa. Un personaje recostado en una cama, que amanece convertido en otra cosa que lo lleva a hablar del horror, como la representación que luego hace Coppola con Brando de lo que pensaba Conrad. Tenemos viajes interiores, emprendemos estas épicas domésticas y se está reinventando esta literatura de viajes. Para bien o para mal, vamos a ver muchas narraciones relacionadas con esto en un futuro no muy distante. 

El año pasado Dharma Books recuperó un tríptico sobre los orígenes de tu escritura, ¿te parece que es la mejor manera de sumergirse en tu universo narrativo?

Residuos es la puerta de entrada, incluso para mí mismo, para entender el derrotero de mi propia voz. Este proceso de reestructura me sirvió mucho para entender de donde había partido y adonde estaba llegando, precisamente ahora que estoy escribiendo un libro aparentemente distinto. Lograr integrar estos tres libros originarios en uno fue fundamental para mí, y sí, es el mejor camino para emprender la lectura de lo que he hecho.

Hablabas de un nuevo libro en puerta, ¿alguna pista?

Las pistas están sueltas. Durante mucho tiempo escribir una columna que se llama «Biopsia», en donde cuento parte de lo que estoy escribiendo. El título de trabajo del libro es Biopsia, tal cual. La columna existe, en Literal Magazine. Llevo once años escribiendo este libro y estoy por emprender lo que es la real escritura: sentarse y ordenar todo esto. 

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