Dijo Saúl a David: No podrás tú ir contra aquel filisteo, para pelear con él; porque tú eres muchacho, y él un hombre de guerra desde su juventud.
Samuel 1, 17. Antiguo Testamento.
Dicen las Sagradas Escrituras que los filisteos enviaron a guerrear a su mejor hombre, un señor de nombre Goliat, para enfrentarse con quien se animara del lado de los israelitas. Alguien que, presuntamente, medía más que la media de hombres de su tiempo. Buscaba alguien que le diera batalla y estuvo (dícese) echando pleito. Nadie quería. Prosigue la leyenda (o Samuel, en este caso) que un pequeño pastor de la tribu de Judá se animó, su nombre: David. Para darnos una idea de lo disparejo del duelo, sería enfrentar al “Finito” López en contra de Mike Tyson. En fin, cuentan los entendidos que “Finito” venció (sin mordida alguna) a Tyson; es decir, David a Goliat, precisando únicamente de un honda y una piedra. Luego demostró que no era un buen ganador (esta es opinión mía) y le cortó la cabeza al grandote.
Día de la madre en México, domingo 10 de mayo de 1987. Eran las ocho horas y tenía una cita enfrente del monitor de televisión. Ese día transmitían en vivo y en directo otra batalla. Pero a diferencia de aquella que enfrento a los filisteos con la tropa de Saúl y sus muchachos, aquella mañana el mundo esperaba (se ilusionaba) que David le volviera a cortar la cabeza a Goliat. En la tropa había nombres como Claudio Garella, Alessandro Renica o Giuseppe Volpecina. Sería injusto (y hasta discriminatorio) llamarlos “Don Nadie”, pero es complicado que hoy día, algún diario, web o programa televisivo se mencione a alguno de ellos cómo referencia de un hecho épico antes de aquella fecha.
¿Y cómo fue que “este nuevo David” llegó a tal situación? Bueno, dice la leyenda (o mis ojos y mi memoria) que este señor, a quién nombraremos Diego (para evitar confusiones con David), se envalentonó, solito, y que junto a su gente y un par de fieles escuderos vestidos de azul celeste, lograron lo inimaginable. Porque no había solamente un Goliat; esta ocasión, el territorio estaba lleno de ellos. Los enemigos venían del norte, vestidos de diferentes atuendos y representando a diferentes tribus. Los había de negro y blanco, otros de negro y rojo, y otros más de negro y azul.
Les sigo contando. Resulta que Diego y otros de sus amigos (un tal Bagni y un muchacho de apellido De Napoli) fueron a plantarse a los distintos reinos y que fueron conquistándolos uno a uno. Cosa que a lo largo de la historia no había ocurrido. Los pueblos del norte siempre gobernaban a sus anchas y la gente del sur siempre vivió oprimida. Pues resulta que Diego (que se manejaba con la parte izquierda del cuerpo) se tomó todo muy a pecho y se fue haciendo de un nombre y de enemigos por todo el territorio. No era posible que un pequeño grupo de guerreros que vivían junto al Vesubio pudieran conquistar todo el territorio. Los reinos del norte hicieron un pacto y se juntaron para vencer al pequeño, sin embargo, tras casi nueve meses de refriegas en diversos puntos de la zona, David, digo Diego, estaba en posición de declararse vencedor, no solo de una batalla, sino de la guerra.
Aquel domingo de primavera, cumpliendo las profecías de Serrat y Benedetti (El sur también existe), los jóvenes comandados por Diego recibían en casa al último batallón que podía detenerlos. Y aquellos ilusos vestidos de violeta para la ocasión depusieron las armas y firmaron un armisticio. 1-1. David no sólo venció a Goliat. David conquistó el mundo y a partir de ese momento la leyenda se transmitió de boca en boca. Y todos aquellos que no fueron tan afortunados en verlo quedaron maravillados de lo que se decía y hablaba de aquel pequeño guerrero que se convirtió en dios.
Hoy ese dios dejó este mundo. Solo queda agradecer la valentía y el amor que tuvo por los suyos. Por todos aquellos momentos que nos hizo vivir y soñar. Hasta siempre, Diego.