Síndrome de abstinencia
El dolor de ojos se torna insoportable. Comienza siendo de ojos, después de cabeza y con los días, de alma. Llevo un mes viendo futbol todo el día, todo el tiempo, sin parar, y no puedo más con este sufrimiento. No disfruto casi nada de lo que veo, pero sigo viendo y no voy a claudicar. Miro futbol desde niño, así nací, así me criaron. Empecé de niño, tempranito en las mañanas, el Nápoles del Diego y el Madrid de Hugo, y nunca más lo dejé. Hace 40 años que miro todo el futbol que puedo. Lo que no miro no es porque no quiera sino porque no puedo, porque también vivo. Miro futbol porque me gusta, pero sobre todo porque es el momento en el que no hago nada. Es la hora de estar solo, de dejar el encefalograma plano y la materia gris en suspensión. Si no hubiese visto tanto futbol sería un gran cinéfilo, un gran lector, un abogado o un doctor, pero no, soy una persona que ha gastado casi toda su vida viendo futbol. Hace ya unos cuantos años lo miro un poco sin querer. Sé que no quiero gastar mis días en eso, pero cuando me alejo un poco de él, el síndrome de abstinencia es más fuerte y entonces vuelvo. Esta vez llegaron a un acuerdo los dioses con los demonios, o sea, los empresarios del mundo unidos, y nos trajeron las dos copas al mismo tiempo: la Copa América y la Eurocopa. Ambas dos se interpusieron entre nosotros y nuestras familias y nuestros trabajos. En las mañanas Europa, o lo que queda ella, en las tardes, América o lo que queda de nosotros. Ya no se puede convivir, ver a la pareja, a los hijos, mucho menos trabajar. Ya no se puede nada. Comer e ir al baño está permitido, pero rápido. Hace un mes que no veo a mi pareja ni a mi hija. Martina, de 4 años, cree que ver esa pantalla verde todo el día es mi trabajo, y la Negra, mi pareja, no sé si ya aceptó la realidad o está esperando que terminen las Copas para echarme de la casa.
Sin duda, lo más interesante de esta instancia bipartita es que nos permitió realizar un rico análisis comparativo entre el allá y el acá, entre Europa y América. Durante todo el año los jugadores juegan allá, en Europa, y para las copas se integran al equipo de sus países y ahí es donde comienzan a suceder cosas extrañas. La primera conclusión del análisis comparativo, nada novedosa, es que los jugadores son todos iguales. Más negros o más blancos, más rubios o más morochos, pero de una fisonomía sorprendentemente igual. Todos tienen el mismo cuerpo: la misma altura, la misma anchura, la misma circunferencia y la misma hipotenusa. El mismo corte de pelo, rapadito a los costados, los mismos tatuajes y los dientes perfectos. Se van a Europa en la adolescencia, flaquitos y defectuosos y nos los regresan tuneados de Maluma. Malumas de todos los colores y sabores, pero Malumas. Se van vernáculas y vuelven globalizados. Se van humanos y vuelven productos. Se van en serio y vuelven en serie. Sin embargo, esa igualdad se desintegra cuando se integran a sus equipos: los europeos desempeñan una actividad extraordinaria en cuanto a disciplina táctica, mientras que los americanos chocan entre sí. La técnica es buena en ambos lados, el manejo de balón, el toque, la pegada, sin embargo allá, en Europa, se nota y acá, en América, no. Allá, el orden permite evidenciar la táctica mientras que acá, el caos la disimula por completo. Los individuos son idénticos hasta que se integran a sus conjuntos nativos y dejan de serlo porque el todo es más que la suma de las partes. Sin embargo, existe un común denominador en ambos mundos: la fuerza y la velocidad. Es verdad que la usan de manera diferente, pero es prácticamente lo único que usan.
El futbol se ha convertido en una actividad física. Es verdad que siempre lo fue, pero también era un juego de creatividad. Es verdad que siempre hubo que correr, pero también es verdad que no todos lo hacían. “Que corra la pelota”, dicen algunos que saben que el futbol es un juego que no se juega con los pies sino con la cabeza. Ahora ya no. Ahora todos corren. Todos y todo el tiempo.
El diez
En todo el mundo y desde siempre se enfrentaron futboles más lúdicos e improvisados contra futboles más férreos y controlados. Fue en los noventa, tras el fin de la guerra fría, cuando se universalizó un sistema cultural e institucional que comenzó a eliminar, de a poco, el futbol lúdico de la faz de la tierra. Este punto de inflexión de un universo a otro se dio con la desaparición de una figura fundamental dentro de la cancha: el diez. Una figura que podría pensarse como una posición en la cancha pero sobre todo como un concepto: aquel que ve lo que los demás no ven, aquel que detenta la imaginación, que rompe las líneas defensivas con pases mágicos, que ejerce la rebeldía de romper las estructuras y que, además, es el dueño de la belleza.
El diez, sin embargo, no solo es esa figura imaginativa que parece jugar por placer, sino también el que tiene la capacidad de proveer de juego a todos los demás (quizás tiene el 10, porque son la cantidad de jugadores que dependen de él, dice Villoro). Es el que funda la dimensión de lo colectivo y por tanto de la transformación. El sistema, sin embargo, no busca potenciar lo colectivo sino la energía de los individuos. Les chupa la sangre, como pilas. El diez no solo reivindica el jugar por jugar, sino el poder de lo comunitario. Una figura eliminada por las fuerzas del control para evitar su mayor poder: el de la improvisación. Para el control, lo espontáneo es un arma suicida: hay demasiado dinero y poder en juego como para que un resultado dependa de humanos, de personas posiblemente díscolas. La ciencia de la modernidad eliminó al rebelde para poder imponerse. El juego por el juego no tiene lugar en una modernidad tecnificada donde cada movimiento significa millones de dólares. La lógica de la productividad comenzó a primar sobre el afán de la felicidad. Y los jugadores, millonarios prematuros, aparentemente felices en sus opulentas vidas, en la cancha no paran de llorar, de hacer teatro y de quejarse.
Cuestión, que todos corren, sin parar. En Europa corren en orden, tremendamente en orden. Corren, tocan y se dejan jugar. Se dejan ser, aunque a esta altura ser ya no les sirva para nada porque no saben para qué. Eso sí, como no hay diez, tocan la pelota todo el tiempo para los costados. El 5, el contención, que ahora es el nuevo 10, toca la pelota al extremo derecho o izquierdo, y se encarga de lo que antes hacían los dieces, pero sin imaginación. Lo hace por defecto, como una mera gestión administrativa. En todos los partidos de Europa hay dos líneas defensivas perfectas. Líneas de 5 o de 4, pero siempre ahí, perfectas, impertérritas, inalterables. Antes muertos que romper la línea. Hacen tan bien la línea que parecieran estar atados por una soga invisible. Se han convertido en un equipo de futbolito, metegol, futbolín o taca taca, atravesados por ese tubo metálico manejado desde afuera Son unos perfectos palitroques. Los sudamericanos, sin embargo, ahora mezclados y confundidos con los norte y centroamericanos, tampoco paran de correr, pero en todas direcciones, siempre en busca del balón y chocando entre sí. Si los europeos parecen una perfecta constelación de la tristeza, los americanos parecen una lluvia de meteoritos.
Los europeos mantienen la calma todo el tiempo, los americanos no la conocen. Si los europeos son unos robotitos intentando despejar la X, obedeciendo ecuaciones, los americanos son jóvenes extasiados arrojándose las hojas del cuaderno del DT hechas pelotita. Pero siempre, todos corriendo. La identidad nacional o regional no se expresa en sus virtudes sino únicamente en sus defectos. La identidad no crea vida, sólo perpetúa la condena de nuestras condiciones objetivas de existencia. Y nosotros, viendo el futbol más aburrido que hemos visto nunca.
Copa América
Y entre tanto hombre corriendo, uno pensando: James. Es colombiano y hace tiempo que no destaca en ningún equipo del mundo. Juega de 10 así que nadie lo quiere. Los entrenadores, súbditos de los tiempos que corren, no le dan lugar. Néstor Lorenzo, DT de Colombia, sí. Recibe la pelota, hace la pausa y piensa. Es impredecible, no corre por defecto. Con la pelota en sus pies puede pasar cualquier cosa. Parece lento pero es más rápido que todos los demás. No corre el hombre, corre el balón. Podrá no salir campeón, podrá ser superado por la fuerza de los atletas, por el cerrojo de los defensores, por las dos líneas de cinco o por el caos, pero está vivo, ejerciendo la responsabilidad de su libertad. El resto de los equipos dejan mucho que desear. Es verdad que Messi es algo parecido a un 10, pero tampoco tanto. Es diez, pero también el precursor de los veloces, de esos dieces que son falsos nueves, esa cosa rara que inventó Guardiola, esa que al principio parecía que le hacía bien al futbol pero que al final pareciera que no tanto.
Argentina juega, no tanto, pero juega. No corre todo el tiempo, más bien, parece un poco estático. Podría perder algunos partidos, pero los gana. Messi está en franca retirada, el Dibu les salva las papas y De Paul se queda todo el tiempo. Un llorón profesional. Paradigma de la peor clase de ser humano dentro de la cancha, aunque en esta copa los brasileros y los uruguayos le hacen competencia. El resto, una calamidad. Brasil, una tormenta de brasileros tristes que no saben qué hacer. Brasileros marrulleros pidiendo falta donde no hay o negando faltas que hacen. Niñatos quejumbrosos, nuevos ricos desclasados. Llevamos décadas de brasiles malos. De Dunga para acá, generaciones de jóvenes altaneros aprovechándose de las artimañas del teatro del futbol. Jugadores con infinitas capacidades, cegados por el deseo de triunfo. Corren y lloran. Hacen falta y piden falta. La existencia de Neymar solo trajo cosas malas. El tipo que mejor jugaba, el dueño de la belleza más inmensa, decidió dedicarse a engañar árbitros y poner caritas. A partir de ahí, cataratas de jóvenes agrandados y bolsonaristas. Ahora ni siquiera trajeron a Richarlison, el único rebelde, sin causa, pero rebelde. Al parecer, la eterna pugna interna entre jogo bonito y pragmatismo se solucionó por la tangente con un grupo de jugadores representantes de un nueva generación de jóvenes mal enseñados, berrinchudos, criados en cajitas de cristal, chicos de barrios privados que creen que en el mundo no hay nada más que ellos mismos y que pueden ir llorando y mintiendo a sus anchas.
Y Uruguay. Bueno. Qué decir. Una tormenta, una locomotora, una bestialidad. Un equipo de una velocidad inusitada e insufrible, de una intensidad permanente que se torna insoportable. Una tormenta sin magia. El que me conoce sabe que amo a Bielsa como a casi ningún ser humano en la historia de la humanidad, y que he sido un insoportable hincha de su selección argentina, de su selección chilena, del Athletic de Bilbao, del Olympique de Marsella, del Leeds y que también quiero hinchar por la celeste, pero no puedo. La miro con cariño y la termino padeciendo. Es cierto que todos los equipos de Bielsa son de una intensidad casi inaguantable, pero también es cierto que la intensidad de la selección chilena era mágica porque caminando sobre la cuerda floja de defender con tres hombres en mitad de cancha, se generaba un vértigo del cual se salía con la magia del Mago Valdivia o el Mati Fernández. Del vértigo se salía con magia. La celeste no genera vértigo y no genera magia. La celeste corre, corre y corre. Y claro, cuando corres contra chilenos, peruanos, bolivianos, paraguayos, les puedes ganar por velocidad, sin embargo, cuando corres contra gringos, canadienses, panameños, no. El partido de Uruguay contra Estados Unidos fue una competencia de atletismo. Corrieron todos sin parar y chocaron entre sí una y otra vez. Jugaron a lo mismo y se anularon. Ningún uruguayo hizo ninguna diferencia. La picardía del sudamericano no forma parte de la ecuación bielsista. Como se extraña un Forlán, un Enzo.
Da la sensación de que los uruguayos juegan bajo esa premisa de la física cuántica que establece que si una persona corre hacia una pared a toda velocidad y se estampa contra ella, existen probabilidades de atravesarla. Con los gringos no pasó. Lo intentaron mil veces pero la materia no cedía. Una intensidad que se vuelve necedad y una necedad se torna estupidez. Un equipo automático, de laboratorio, que parece no valorar la imaginación del ser humano. Bielsa, cada vez más sobresaliente en las conferencias de prensa, construyendo una crítica cultural radical de una argumentación sin fisuras, en la cancha contradice cada una sus palabras. Un futbol con nulo carácter lúdico, de fuerza, de choque, de golpe, de trampa. Una tropa de adolescentes excitados. Si ya era cuestionable la ideología de la garra charrúa, esa que dice que los uruguayos son tan pocos que se van a defender con el cuchillo entre los dientes y harán lo que sea necesario para ganar, en una patética sublimación de la guerra por el futbol, entonces llegó Bielsa y la intensificó. Nunca tan uruguayos habían sido los uruguayos. Y encima Darwin Núñez, empeñado en no darle un solo pase a sus compañeros. Qué tipo, de verdad, un poco más tonto y no nace. Parece que faltó un toque de evolución. Mucho de Núñez y poco de Darwin.
¿Y el resto? El resto poca cosa. Venezuela de pachanga. Un equipo que todavía no se mueve de forma automática, con cierto grado de humanidad, pero veloz, sin duda muy veloz. Un equipo nacido en plena modernidad pero con vicios de antigüedad. Un equipo que podría perder todos los partidos, pero gana algunos. Los ecuatorianos, que venían jugando muy bien en Eliminatorias, se cruzaron casi únicamente con equipos rápidos y demostraron que su fuerte era la velocidad, para darse cuenta que en el mundo de la velocidad, los veloces se anulan. Además no juegan en Quito y les faltan 2500 metros de altura. Los equipos de la CONCACAF son casi todos fuertes y veloces. Los ticos quizás no tanto, pero los panameños son enormes, los jamaiquinos, que no terminan de aprender a jugar, no paran de correr, y ni hablar de los canadienses y los gringos, inmensos seres de muchos metros de altura con zancadas imposibles. Y los mexicanos, ni fu ni fa, sino todo lo contrario. Un país que no juega mal, pero tampoco bien. Un país que convive con una errada imagen de sí mismo. 120 millones de habitantes, con un mercado gigante, que se mira el ombligo sin parar porque se considera autosuficiente. Y es verdad, es casi autosuficiente, no necesita a nadie más en el mundo que a su vecino de arriba y las remesas de los migrantes. Un país cuyos jugadores no quieren ir a Europa porque les ofrecen menos dinero que dentro de su propio país y terminan jugando en el Querétaro en vez de en el Sevilla. Un país que por su condena geográfica y supuesta autosuficiencia no se codea con nadie y cuyos jugadores no se foguean en competencias más difíciles. Un país que no se considera latinoamericano y que cuando jugó la Copa América en Sudamérica llevó suplentes y terminó siendo expulsada por subvalorar el futbol del sur. Un país que se mira en un espejo que deforma y no puede encontrar su identidad. Un país que padece una soledad fatal, encerrado entre dos fronteras infranqueables: arriba Estados Unidos, abajo Centroamérica. Una encerrona que imposibilita cualquier sentido de pertenencia. Sudamérica podría ser su espacio cultural de pertenencia, pero claro, la cultura de la basura norteamericana atrae demasiado.
Y los demás. Los demás son países andinos que brillan por su ausencia. En un futbol absolutamente físico, los andinos no sirven. Los países que no tienen poblaciones afrodescendientes ni europeas, no entran en el universo de la supremacía física. Chile, Bolivia, Perú, Paraguay necesitan encontrar sus pilares y sus fortalezas en un mundo que solo quiere atletas. Bolivia la tiene jodida, pero no es novedad. Paraguay podría recluirse en su espíritu guerrero, ese que nació cuando se unieron Argentina, Brasil y Uruguay, al mando de Inglaterra, y la guerra de la Triple Alianza les asesinó el 90% de su población masculina. Afortunadamente han intentado salir del lugar de la víctima, sin demasiados resultados. Perú y Chile han logrado ser virtuosos en rebeldía e imaginación, con etapas de gran futbol de jugadores pequeños e imaginativos pero, por el momento, algo se agotó y falta mucha escuela para volver a eso.
Eurocopa
Mientras tanto, Europa, transicionando. Un continente desconcertado. Una región que mantiene su eterna pugna identitaria, sus guerras intestinas y sus conflictos fronterizos y migratorios. Un continente rico que se empeña en comprar su paz pero que vive en guerra porque el dinero no sirve para nada más que para crear diferencias, desigualdades y odios. Y ahí andan, odiándose y preguntándose quiénes son. Preguntándose cómo puede ser que el público de los estadios sea completamente blanco pero los jugadores en la cancha no. Un continente que ha sido habitado por todos los pobres del mundo, exigiendo la devolución de lo robado y ahora no se soporta a sí mismo. Pensaban que nos podían robar y nosotros veríamos la peli sentados en nuestras butacas de pobres. Y ahora hacen el tonto, argumentan ignorancia y no entienden por qué sus vecinos son todos africanos o magrebíes. Y así, la ignorancia genera ultra derechas por doquier. Un continente blanco lleno de negros deja estupefacto a cualquiera. Y en la cancha surgen las contradicciones: equipos con tácticas europeas y jugadores africanos. Y para muestra, un botón: los fascistas españoles, pobres, apoyando a su hermosa España y viendo cómo los goles los mete un vasco ghanés y un catalán marroquí. Debe ser terrible ser fascista en estos tiempos. Si yo lo fuera no respondería de mis actos. Rodríguez y Vargas en Suiza, Gündoğan en Alemania, Saka en Inglaterra y de Francia ni hablar, ahí ya no queda un solo blanco abandonado a su suerte. Griezmann parece un parisino haciendo turismo en Burkina Faso. Los holandeses tranquilos, ya están acostumbrados a usar mano de obra esclava en sus selecciones. Pero cómo se lo extraña a Gullit, si hasta ganas de llorar me dan de sólo escribir su nombre.
Cuestión, que los europeos juegan bien, pero sin alma. A pesar de estar constituidos por africanos y asiáticos de segunda o tercera generación, siguen usando estrategias europeas: un futbol ordenado y veloz, eso sí, mucho más veloz que antes. Todos los partidos, salvo los de España, se desarrollan en una extraña mezcla entre calma y velocidad. Orden, pases sin sorpresa, juego por las bandas y centro al área. Un equipo ataca, el otro espera con dos perfectas líneas de cinco. Y así, corre el reloj y no pasa nada. Bueno, lo único que pasa es el tiempo y es tanto el sopor que a veces parece que se detiene. Cada jugada es la repetición exacta de la anterior. La gran mayoría de los partidos termina empatado a cero. El momento más emocionante es cuando el cuarto árbitro da el tiempo de compensación, mientras millones de seres humanos solo anhelan que termine el partido. Salvo España, que llevó un contingente de niños juguetones, el resto dejó su imaginación sepultada en el cajón de los recuerdos de algún tatarabuelo vikingo. Los portugueses también juegan, se divierten, engañan y tiran caños. Y los turcos ni hablar: once turcos tienen más sangre que todos los habitantes del continente. ¿Por qué será? Ah, sí, porque son asiáticos.
En fin, salvo honrosas excepciones, el resto de los equipos son más o menos idénticos. Los franceses juegan horrible y ganan. No meten goles, pero ganan. Sin duda, lo mejor de Francia, Mbappé, Tchouaméni, Koundé y demás llamando a no votar por la extrema derecha de su país. Países Bajos, un espanto. Urge que se vuelvan a llamar Holanda y retrocedan 30 años de historia. Los ingleses juegan espantoso. Históricamente han jugado horrible y han vivido de tirar centro a la olla. Su hermoso clima no les permitía jugar por abajo porque las lluvias les convertían las canchas en barro. Corran todos al área que si logro sacar la pelota del pozo les tiro un centro. De ese lodazal nacieron los Gascoigne y los Rooney, pero de esos ya no quedan. Hijos de una working class que la Premier ya no permite. Ahora tienen jugadores bien portaditos y técnicamente impecables que no tienen corazón. Bélgica un sopor. Llegaron dormidos, anestesiados. Mezquinos y cansinos. No dejará nunca de doler la ausencia Hazard. Alemania siempre es Alemania. Juegan bien, son un poco aburridos, pero ganan al final con un gol de cabeza. Menos mal que el desparpajo de los niños se impuso esta vez. Y finalmente Italia. Pobres tanos, que tristeza. No entienden nada. No saben dónde están, ni qué hacen, ni para dónde van. Ni cómo, ni cuándo, ni por qué, ni para qué. No tienen sentido. Ya no son catenaccio pero tampoco juegan. Están desorientados entre lo que fueron y lo que quieren ser. Pero, no saben qué quieren ser. Un extravío total. Deberían volver a nacer. Su último buen equipo fue el de Alemania 2004 y su mejor jugador era Cannavaro, un defensa. Como se extrañan Toti, Pirlo, Del Piero, Baggio.
Y el resto son el resto. Todos iguales. Da igual ser esloveno o eslovaco, suizo o austriaco, sueco o noruego, no cambia nada. Este deporte se ha establecido como una actividad física si todos los palitroques se desempeñan con el mismo orden y hacen cosas de manera perfecta, entonces no pasa nada. Está todo estudiado para que no pase nada. El cero a cero es el sumun, la perfección, la panacea. La igualdad entre los equipos supuestamente grandes y los aparentemente chicos es sorprendente. Si no tuvieran las camisetas con los colores de sus decadentes patrias, no sabríamos quién es quién. No ha llegado ni la libertad, ni la fraternidad, pero la igualdad seguro. Si los jugadores hacen todo perfecto como lo vienen haciendo, los árbitros deberían terminar el partido por empate técnico y definir por penales en el medio tiempo. Si se dan cuenta que la cosa está táctica y técnicamente empatada deberían tirar la moneda y no esperar que los partidos se resuelvan con un gol de rebote en el minuto 97 y así liberarnos del resto de suplicio inútil.
Finalmente, el único común denominador entre ambas competiciones, además de la fuerza y la velocidad, fueron las quejas, los llantos, las protestas y las caras de dolor. Primero daba la sensación de que son, simplemente, más llorones que antes, cosa que es innegable, pero las caras de dolor eran demasiado exageradas, alguna razón tenía que haber. Pasaron los días y los llantos hasta que me di cuenta cuál era: la velocidad de los jugadores es tal, que los choques entre ellos generan un dolor desmedido. Están tan desesperados corriendo que el impacto supera lo habitual y claro, los humanos pueden ser cada día más rápidos, pero los cuerpos no son más resistentes. Esos pobres jovencitos están jugando (si es que a esto se le puede llamar jugar) bajo una presión mayor a la soportable. Se están haciendo cargo del desarrollo del negocio más grande del mundo, solo comparable con dos industrias criminales como son el armamentismo y las farmacéuticas. Se están poniendo a los hombros la presión de intereses ajenos, de las ganancias y las fortunas de los empresarios del negocio más lucrativo del mundo. De sus errores y sus aciertos depende el mercado financiero, y por supuesto, la alergia y la tristeza de millones de humanos con vidas tan miserables que su felicidad depende del deporte de la pelotita. Ergo, un deporte millonario mentalmente insalubre para sus protagonistas.
Conclusión: el futbol se convirtió en una actividad industrial desempeñada por niños. En el caso latinoamericano, hace unos años los jugadores migraban a Europa en su etapa de madurez, con varias Copas Libertadores jugadas y llevaban algo de lo sudamericano para allá, ahora se van niños, se educan allá y traen algo de lo europeo para acá.
El show debe continuar
¿Y el resto? Puro folklore, puro espectáculo. La Eurocopa tiene la suerte de que Europa es un continente pequeño y que sus habitantes tienen dinero para desplazarse a través de las fronteras y llenar de alcohólicos los estadios. Los europeos llenan de clima futbolero los estadios y muestran sus panzas cerveceras bajo la lluvia y el frío. En América la cosa es más triste. Cuando la Copa se hacía en Sudamérica ya era difícil que los habitantes se trasladaran a través de una región inmensa. Algunos ricos sí, pero moverse en masa es imposible. Qué lindo sería ver un contingente de veinte mil chilenos cruzando la cordillera de los Andes, quince mil paraguayos invadiendo Uruguay o treinta mil colombianos recorriendo las calles de Quito. Pero no, no pasa. Y ahora que la Copa se juega en Estados Unidos es todo mucho más terrible de lo imaginable.
Mientras el país del norte mejora su nivel futbolero, mantiene intacto su nivel como país. Sigue siendo un lugar en que el futbol no les interesa. La MLS, por ejemplo, no se interrumpió durante la Copa. A los gringos les importa un carajo lo que suceda al sur de su país. Para ellos somos todos terroristas. Los estadios tenían principalmente un público nostálgico y anecdótico, que va al estadio cómo se va a un parque diversiones. Público migrante de cada uno de los países, no necesariamente futbolero, creando un clima mundialero, es decir, me importa poco el futbol pero aquí estoy, en este magno evento. Ese público que va a sacar fotos para subir en redes y contar que estuvo ahí. Miles y miles de personas disfrazadas de cosas espantosas, siempre comiendo, siempre mirando la pantalla gigante del estadio de futbol americano para ver si aparecen. Miles de personas más preocupadas de verse en la pantalla con su disfraz del Chavo, de la Chilindrina, de Ironman, de pajarito, de pitufo, de cualquier cosa. Una jungla digna de la cultura del espectáculo. Pocas personas de las que aparecían en las pantallas estaban viendo la cancha. Casi todas estaban viendo la pantalla, por eso se detectaban inmediatamente y empezaban a gritar y a agitar los brazos excitados como saludando a quién sabe quién. Yo creo que cada persona que se vea en la pantalla y se salude en pleno tiempo de juego, debería recibir una descarga eléctrica, sin peligro de muerte, obvio, para recordar que está presenciando un partido de futbol. De futbol, o de esa cosa que se está jugando ahora.
Es cierto que hay cosas buenas, que no todo está mal. No sabría cuáles son, la verdad, pero de que hay, hay. Quizás el juego de Colombia y el genio de James jugando a otra época, quizás España y sus chavalitos cagándose de risa de las robóticas tendencias actuales. Quizás se me escapa alguna cosa buena, si me la acuerdo vuelvo. Sin embargo, la conclusión es triste. Dramática, diría yo. El futbol nos ha sido arrebatado. Ya no es nuestro, es del mercado. Mientras tanto, nosotros, intentamos adaptarnos a los tiempos porque no estamos en condiciones de cambiar el sistema o, como es mi caso, a dejar de ver futbol, pero la verdad es que sorprende la cantidad de mierda que estamos dispuestos a aguantar antes de romperlo todo. Amen.
Y ahora que ya no hay futbol, voy a ver si la Negra y Martina todavía me quieren.