De taxis y taxistas (XII)

Ciudad de México.
Trayecto:
Calle de Campeche (Condesa)

  • Pablo de la Llave (Bosques de Tetlameya)
    20.48 horas.

Si tuviéramos que evaluar a las personas no solo por su inteligencia y educación, por su trabajo y el poder que tienen, sino también por su bondad y coraje, su imaginación y sensibilidad, su amabilidad y generosidad, no existirían las clases.
Michael Young; El ascenso de la meritocracia

—¿Está terminando turno?

Eran cerca de las nueve de la noche de un viernes anodino, de ese tipo de días laborales que no se recordarán nunca y se van a apilar al archivo muerto de los momentos. Era principio de primavera, por lo que se podía viajar con el vidrio de la ventana ligeramente abajo ya que el clima lo permitía. El Uber —un Chevrolet Onix —en el que viajábamos aún tenía ese aroma a nuevo (¿cuándo deja de ser ‘nuevo’ un automóvil?) que infla el ego a quien lo maneja o eso creía.

—No, apenas empiezo, hoy termino a las cinco, quizá un poco después, me contestó Javier, de unos sesenta y pocos años.

La respuesta me descolocó, me sentí culpable porque me dirigía a casa, a descansar, a cenar con calma mientras había gente que apenas iniciaba sus labores. No supe qué decir o cómo intentar ‘reconducir’ la conversación.

—Los viernes son ‘buenos’ días para chambear por la noche, zanjó mi silencio. La gente sale a divertirse y hay quienes prefieren tomar y dejar el auto en su casa. O viajar un poco más seguros, es una ventaja que tiene el conducir un Uber, hay gente prefiere moverse con nosotros.

Y sí, la vida se modifica de alguna forma por el consenso social de una semana laboral de cinco días y dos de descanso, lo que permite alterar los horarios de descanso entre viernes y sábado. La implementación del alcoholímetro transformó (de forma positiva) la conducta de la gente para afrontar la responsabilidad de manejar bajo el influjo del alcohol. La amenaza de ser detenidos por un máximo de 36 horas en “El Torito”, más la vergüenza social que supone, hizo que al menos más de una persona se detuviera a pensar, si no en la estupidez (pendejada) que representa tomar un automóvil en esas condiciones físicas, al menos en la incomodidad de estar encerrado por más de un día.

—Tiene razón, dije, mientras tomábamos la salida que permite incorporarse desde Viaducto Río Becerra al segundo piso del Anillo Periférico.

Un río de luces rojas se percibían por delante nuestro; un recordatorio a que será un lento trayecto a casa, una espera que me hizo pensar, por segunda ocasión, lo afortunado que soy en tener un empleo.

—¿Es suyo el auto?, continué con la charla con curiosidad o por el simple hecho de mantener la plática mientras el tiempo se desplazaba a la mitad de velocidad de lo acostumbrado. El tiempo mide siempre lo mismo, nosotros lo calculamos dependiendo de nuestra percepción.
—Sí, lo tengo desde hace unos meses, tenía otro y lo puse como enganche para este. De momento no tengo trabajo en mi campo y no he podido conseguir empleo nuevamente. Soy ingeniero civil, pero a mi edad es casi imposible que alguien te dé una oportunidad. Así que en lo que encuentro otra forma de mantenerme, decidí tener este ingreso. El que no nada, se ahoga.

La edad ‘productiva’ es una carrera contra el tiempo. Una de tantas, una de las que más provocan preocupación, pero, al mismo tiempo, más se ignora con visos a un retiro digno. La vida es un suspiro o dos horas bajo el agua, según quién vaya a contar la historia. Se vive al día en más de un sentido, el nivel de vida de este país es, en su gran mayoría, muy por debajo de la línea de flotación. La mente y mis pensamientos se aletargan por el cansancio de una semana laboral complicada, el Anillo Periférico puede ser un buen diván para cuando se requiera, siempre tiene tiempo disponible. Trataba de desconectar del ‘modo oficina’ a sentir el ‘modo fin-de-semana’, pero intentaba entender en su cabalidad eso que llamamos “cultura del esfuerzo” y su verdadero significado. El ser en lugar de tener. En este país, hay gente que no solamente nunca ha sido, encima nunca ha tenido y difícilmente tendrá.

La modernidad, supone, facilita nuestro tránsito, pero el vivir es cada día más difícil. El poder adquisitivo de un salario en 1941, hace más de ochenta años en el sexenio de Manuel Ávila Camacho, era mayor al de la actualidad, el llamado “milagro mexicano” (el periodo de crecimiento estable del país entre 1940-1970) recortó la brecha de la pobreza, pero, a partir de las constantes crisis que se han suscitado en las últimas cinco décadas, se ha visto que las variables macroeconómicas sólo maquillaban la cara externa. Revisando las fechas, he vivido toda mi existencia en el planeta bajo la nube gris tormentosa de la palabra ‘crisis’; mi generación no conoce alguna época de verdadera bonanza, nos han vendido burbujas que pinchaban a las primeras de cambio y nosotros ingenuos (estúpidos) creímos (y crecimos con) el cuento, ese, del nunca-acabar o nunca-empezar.

—He tenido un par de ofrecimientos, pero el sueldo es de risa. Te quieren casi-casi de esclavo, y tampoco es cuestión de regalar el trabajo. Aquí gano más. Y prosiguió: Estoy viendo hacer algún negocio con mi cuñado. Mis hijos ya son grandes y eso es una ventaja, sólo debo tener ingreso para mi mujer y para mí.

—Lo entiendo, llegué a decir, pensando es la lista de personas que han menospreciado mi profesión. Todas aquellas historias que agregan habrá más chamba; pero sólo es un logotipo; yo tengo ‘Canva’ (la aplicación); y otras que omito porque sería un relato interminable. A cambio de eso, he conocido enormes seres humanos a través de mi trabajo y agradezco a cada uno de ellas y ellos su profesionalidad, su dedicación y su tiempo. Son ya casi treinta años dedicados al oficio, a veces lo olvido.

Ya cerca de mi destino, tras casi setenta minutos en el viaje efectivo (unos doscientos ochenta a mi juicio) semáforos eternos y un par de regresiones mentales al trabajo (o la incapacidad de desconectar) pensé en Javier, el conductor; la supervivencia y, sobre todo, pensé en la importancia de la salud mental, la autoestima, la sensación no de sentirse productivo (que puede ser una trampa), sino útil. Trabajo, oficio, pasatiempo, el valor de lo que hacemos, el valor que le dan, el que le damos a esas horas (muchísimas) que laboramos a cambio de una paga (buena, regular o mala) y que representan una parte fundamental en nuestro recorrer diario. A lo mejor, con suerte, yo podría estar escribiendo todo esto que pensé en un taxi. Y en una de esas descubro qué me hace feliz.

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