Desmontando convencionalismos sobre Rusia con Rainer Matos Franco

El autor de Historia mínima de Rusia y Limbos rojizos cree que para combatir la rusofobia no se necesita hablar bien del país, sino ampliar la perspectiva y dejar de lado sensacionalismos.

Resulta muy desconcertante que en occidente se siga promoviendo interpretar a un país tan complejo e inabarcable como Rusia a partir de una sola narrativa, casi siempre distorsionada por el ruido polarizador de voces estridentes.

Ante el escepticismo inherente al surgimiento de la vacuna rusa Sputnik V y la catarata de sospechas en torno a su supuesta falta de rigor científico, me di a la tarea de buscar a Rainer Matos Franco, un entusiasta rusólogo mexicano, Maestro en Estudios de Rusia y Eurasia por la Universidad Europea de San Petersburgo y autor de Historia mínima de Rusia (2017) y Limbos rojizos: la nostalgia por el socialismo en Rusia y el mundo poscomunista (2018), para desmontar convencionalismos sobre el presente del país, la nostalgia por el antiguo régimen y el rol de líder que ejerce Vladimir Putin.

¿Por qué sigue imperando una sola narrativa en un país tan heterogéneo en términos sociales y culturales?

Gran pregunta para iniciar. La respuesta es tan simple como compleja: la imagen más básica que hay en nuestra mente sobre cualquier país es una construcción cultural. Un sinnúmero de elementos crea esa imagen: la historia, la forma en que se lee la historia, la política y la prensa, entre otros. En el caso de Rusia, desde hace siglos hay un tropo en el que Iver Neumann la ha identificado como uno de los dos grandes “Otros” de la Europa “civilizada” (el segundo era el Imperio otomano/Turquía). Rusia con frecuencia se vio bajo sospecha, con miedo, en Europa occidental: su tamaño, su absolutismo hasta bien entrado el siglo XX, su carácter de invencibilidad. Rusia fue el gran fracaso de Napoleón (quien, de hecho, ganó casi todas las batallas en territorio ruso, pero tuvo que huir). No es coincidencia que, cada vez que Europa occidental intenta confirmar su “civilización”, su supuesta superioridad moral —hasta la fecha—, la imagen de Rusia siempre tiende a enfatizarse de forma negativa, como en las discusiones del Senado imperial francés en los 1860, que dividía a la “asiática” Rusia de la “europea” Ucrania. Esos falsos criterios étnicos han reaparecido hoy en día también. Y precisamente cuando Europa busca ponerse la estampa civilizatoria es porque algo le dice que no es tan “civilizada”. Son momentos de crisis y en la actualidad hay una multifacética: económica, política, cultural, identitaria en el “viejo continente”.

Por razones obvias la Guerra Fría (1945-1990) fue un periodo que reforzó el tropo de la Rusia maligna en la mitad del mundo. Pero, para la otra mitad, Rusia, la URSS mejor dicho, era un modelo a seguir en su desarrollo, tanto para regímenes revolucionarios (no necesariamente comunistas) como para países más estables. Yo invito a quien lea esta entrevista a leer el artículo “The sources of Soviet conduct” o “Telegrama largo” de George Kennan, de 1946. Allí empieza la visión gringa sobre Rusia —que no entendió nada—. Kennan escribe allí que “los soviéticos” tenían una “visión neurótica de los asuntos internacionales”, descripción que de hecho aplicaba más ¡a su propio país! La famosa “Crisis de los Misiles” en octubre de 1962 se lee en esa misma clave: hay “crisis” sólo cuando Estados Unidos descubre misiles en Cuba, pero el gobierno soviético tan sólo respondió a la presencia de misiles estadunidenses en Italia y Turquía en 1961. Y en ese momento nadie habló de “crisis” en la URSS ni en el mundo. ¿A qué voy con esto? La imagen que predomina en el hemisferio occidental acerca de Rusia pasa por ese filtro indeleble estadunidense, con toda la paranoia y desconocimiento de por medio que puede albergar. En un momento como el actual, de crisis económica mundial, de crisis política e identitaria en Estados Unidos y el Reino Unido en el último lustro, la necesidad de achacar los males internos a un “Otro” es apremiante. Así reaparecen los estereotipos rusos de “Pedro el Grande” y el “imperialismo”. Si se quiere ver así, adelante. Yo prefiero entender por qué Rusia obra de ese modo, y es más interesante darse cuenta de que lo hace en momentos muy específicos, con el trasfondo de una OTAN que se amplía sin cesar, ya sin ninguna consideración geopolítica de por medio, para alimentar la economía armamentista estadunidense. A eso sumémosle una prensa mediocre, en Estados Unidos, México, la propia Rusia, y en todos lados. El periodismo también se halla en la crisis más grande de su historia. Creo que la mala prensa es la que más daño hace en esta época.


¿Cómo se desmontan los convencionalismos en torno a un país tan estigmatizado como Rusia?

Leyendo la mayor cantidad de fuentes disponibles. Hoy en día están al alcance de la mano. Nunca habíamos tenido en la historia humana una circulación de información tan accesible, así como una suma de elementos que permitan crearse una opinión balanceada e informada. La gran ironía del siglo XXI es que, conforme más acceso y calidad informativa hay, más reduccionista se ha vuelto la mirada de la gente sobre cualquier tema. Pienso que no es coincidencia: el tener un teléfono en la mano todo el día nos hace más flojos. Puedo googlear “Putin” y me quedo con los dos primeros textos que encuentre —si es que los leo hasta el final—. Y en eso se basa algún comentario que la gente emite en redes sociales. No hay incentivo para ampliar horizontes en la época en que puedo encontrarlo todo con un dedo. El problema es el escaso interés en saber más, en saber mejor. Damos por sentado lo que comparte nuestra tía en Facebook, pero sospechamos de lo que dice un Subsecretario. O sospechamos de una vacuna rusa porque es rusa, aun conociendo la evidencia científica positiva que la avala y los enormes avances que Rusia ha aportado a la ciencia desde hace décadas. Me parece que vivimos en un mundo muy triste, que nos hace cada día más mediocres. Suena muy trillada la frase de “querer es poder”, que alimenta la medianía de los llamados “emprendedores”, pero es cierto que si uno dedica el interés suficiente a un tema puede forjarse una imagen objetiva de él. La antropología es cada vez menos popular —por desgracia—, pero Clifford Geertz, en su Interpretación de las culturas (1973), introdujo el término “descripción densa” para describir todas las formas de mirar un mismo fenómeno. Creo que todos deberíamos darle varias leídas.

Rusia no es la excepción. ¿Cómo desmontar convencionalismos acerca de Rusia? Estar abierto a que la primera nota que lees quizás no sea la definitiva sobre el tema. Leer diversos medios, en distintos idiomas. Saber quién escribe y por qué. Saber la tendencia de un diario, revista o autor. La verdad siempre está a medio camino entre todas las notas que te puedas encontrar. Mientras más sean, más elementos habrá para acercarse a la siempre inalcanzable objetividad. Yo actualmente trabajo para ser doctor en Historia un proceso jurídico en Suiza en 1923, sobre un emigrado ruso, Moritz Conradi, que mató a un diplomático soviético, Vatslav Vorovski. Casi toda la prensa suiza que he leído justifica el asesinato, como hizo la defensa de Conradi. El argumento era que matar bolcheviques se justifica porque los bolcheviques eran gente muy mala, que “allá son peores” (incluidos los diplomáticos, que ni la deben ni la temen). La abrumadora mayoría de la prensa local, en aquella Suiza conservadora de entreguerra, lo veía así. El asesinato de un hombre a manos de otro se convirtió en un juicio al comunismo por un prejuicio político a través de la culpabilidad inversa. Imagínense si yo sólo me quedara con esa versión: reprobaría mi examen de grado. Prefiero entender por qué era tan fuerte esa convicción. Prefiero leer a favor y en contra, y también a los neutrales. Prefiero inmiscuirme a la transcripción del juicio para detectar los elementos que llevaron al jurado a liberar a Conradi aún después de confesar. Prefiero saber cuál era el contexto mundial de aquel momento; en qué debates estaban enfrascadas las grandes potencias del mundo después de la Conferencia de Versailles, la crisis económica, la inestabilidad alemana, la aparición del fascismo en Italia y la relajación de la Nueva Política Económica en Rusia. Todo eso tiene que ver en el resultado.

Quienes critican la información que emana de Rusia reducen todo a agencias como RT o Sputnik, que en efecto son cadenas propagandísticas con escaso rigor, pero no dicen nada sobre medios más balanceados (con versiones en inglés) como Meduza. Dentro de Rusia están Vedomosti o Kommersant, por desgracia sólo en ruso. La información está ahí, siempre, en diversas formas, y no es difícil dar con ella. La pregunta es la distancia que tomas de esa información. La pregunta es si te interesa saber más.

¿Occidente promueve deliberadamente la rusofobia?

En noviembre pasado el New York Times sacó una convocatoria para quien quisiera ser su corresponsal en Rusia. Todavía puede leerse en su página. Más que una aplicación laboral parecía una lista de prejuicios a repetir para obtener el puesto: Rusia “envenena”, “siembra caos y discordia” en el mundo, “esparce su influencia” mediante militares por doquier y los hospitales están plagados de enfermos de Covid mientras “el Presidente se esconde en su residencia” (otra vez: en noviembre de 2020 eso sonaba más a Estados Unidos que a Rusia). Y por todo eso “es una de las grandes historias” mundiales, en términos periodísticos, y sólo por eso vale la pena cubrirla. Después de empujar a los aplicantes hacia todo menos la objetividad, uno de los requisitos es tener “excelente juicio” en cuanto a noticias. O sea: si quieres la chamba, de Rusia hay que hablar mal. Lo más interesante es que hablar ruso no es requisito: es “preferible”, cuando debería ser el requisito mínimo. Eso en el diario más leído de Estados Unidos. David Foglesong escribió un buen texto sobre eso, en el que da cuenta de cómo el New York Times desde hace tiempo tiene una obsesión con presentar a Rusia bajo una luz maligna, achacándole muchos males que ocurren diario en Estados Unidos, para expiar sus propias culpas.

Supongo que eso contesta la pregunta. Desde luego, no es el caso de todos los medios y no ocurre en todos los países. Sin embargo, dada la influencia del New York Times, muchos diarios menores, en Estados Unidos y fuera, no tienen el mínimo incentivo por ejercer la más simple y llana objetividad.

Eso en cuanto a periodismo: la política llega a ser más dura a veces. No tengo que ir más allá: lo vimos todos en los últimos meses con la politización en torno a la vacuna Sputnik V. O en los textos que alertaban en México sobre una posible intervención rusa en las elecciones de 2018, escritos bajo una pobreza y pereza mentales que bien resumen el periodismo actual. Está todos los días en las noticias, desde hace años. Criticar a Rusia por lo que sea está de moda. Algo muy importante: eso no exenta al gobierno ruso de sus fallas, abusos o errores. Hay que poner las cosas en perspectiva.

¿La literatura y las artes han sido el único medio posible para combatir la rusofobia exitosamente?

En julio pasado Leonardo Toledo, que hace trabajo de campo en Chiapas, publicó un texto que resumía el año 2020 de maravilla, llamado “La suma de todos los miedos: Covid-19 en las cadenas de Whatsapp de Chiapas”. Es un artículo que recomiendo a todos y debe leerse íntegro, sobre la circulación de las fake news y teorías de la conspiración en Whatsapp acerca del virus y su propagación. ¿Por qué me refiero a él? Me sorprendió encontrar el nombre de Vladímir Putin varias veces en el texto, con motivo de la circulación de un famoso video en un discurso suyo al que le cambiaron los subtítulos (total: se asume que “nadie” sabe ruso). Los subtítulos, que nada tienen que ver con el discurso de Putin, ponen en su boca una condena a los “líderes mundiales” como reacción a un “plan diabólico” que busca reducir la población mundial deliberadamente. Ante esto, Putin, según los subtítulos falsos, defenderá a los “oprimidos” y a los “jóvenes” de este plan maquiavélico. Como concluye el propio Toledo: “los gobernantes del mundo (menos Putin, que para mucha gente todavía representa —aunque sus actos lo desmientan— al socialismo y el anhelo igualitario, aderezado, como todo buen discurso emancipatorio, con desplantes de fuerza y valor a toda costa) tienen un plan para reducir la población mundial, y al calificarlo como ‘diabólico’, los redactores de los subtítulos falsos de Putin trasladan el plan a un territorio místico de fuerzas extraterrenales, en una mezcla entre discurso emancipatorio y discurso religioso que a primera vista puede sonar extraña”. Días más tarde, en las mismas cadenas de Whatsapp aparecían noticias falsas sobre “60 mil muertos al día” por la pandemia, lo que iba a tono con ese intento de las “grandes potencias” por “reducir la población”. Algunos de los mensajes en reacción a eso decían que “el presidente Putin valientemente nos está defendiendo” del resto de los gobiernos.

Este ejemplo, que ocurre en nuestro propio país, muestra que Rusia es un referente para quien lo quiera tomar. Rusia, Putin sobre todo, significan cosas; se prestan para lo que sea. Resulta enormemente interesante que, como dice Toledo, para muchas personas la Rusia de Putin representa —por alguna extraña razón— el adalid de la izquierda mundial, probablemente en virtud de su oposición a muchas acciones de Estados Unidos. Y, al mismo tiempo, Marine Le Pen va a Rusia y se toma una foto con Putin para ganar votos en Francia. Rusia funciona como un tropo, pero sobre todo como un instrumento político, a diestra y siniestra, literalmente. Así que, volviendo a la pregunta, no. Rusia tiene defensores por doquier, que ella misma ni fomenta, ni pide, ni financia. Las agendas políticas gubernamentales, partidistas o conspirativas usan a Rusia para hacer su agosto en todo el mundo, a favor y en contra. Eso siempre ha ocurrido: Iván Kurilla ha demostrado que en 1813 la oposición federalista al presidente James Madison en Estados Unidos utilizó la victoria rusa sobre Napoleón (aliado estadunidense) para criticar el liderazgo de Madison en la guerra que entonces se libraba contra Inglaterra. Para los simpatizantes de Madison, Rusia era un país “bárbaro” y “poco civilizado”; para sus oponentes, Rusia era una “nación que se encaminaba a la libertad”. En el uso positivo o negativo de Rusia para efectos internos siempre habrá partidarios en ambos bandos

Lo que se debe hacer no es tomar partido en esa polarización inútil, sino entender los procesos, los porqués. Agencias del gobierno ruso como RT o Sputnik combaten exitosamente la rusofobia, pero la alternativa casi propagandística que proponen es —con honrosas excepciones— de un rigor muy escaso. Y, otra vez, hoy en día el rigor del New York Times, The Guardian, Excélsior o Le Monde son ya casi indistinguibles del de RT. La crisis de la comunicación, del periodismo y de la emisión de mensajes a los receptores en todo el mundo es generalizada. No se trata de hablar “mal” o “bien”, y el problema es que estamos enfrascados en esa discusión maniquea. En conclusión: para combatir la rusofobia (que creo que debe combatirse) no se necesita hablar bien de Rusia. Se debe ampliar la perspectiva, criticar lo criticable, informarse lo más y mejor posible y dejarse de sensacionalismos. Lo óptimo sería venir a Rusia y verla con los propios ojos, cosa que hoy es casi imposible entre pandemias y abusos de las aerolíneas. En mi experiencia, la mayoría de los extranjeros que conozco que han visitado Rusia —incluidos muchos mexicanos que vinieron al Mundial en 2018— salieron fascinados con el país, y casi todos coinciden en que Rusia no tiene nada que ver con “lo que nos han contado”.

¿Cómo ha interpretado la democracia la sociedad rusa?

En una comparación que hacía el Centro Levada de la misma encuesta llevada a cabo en momentos distintos, diciembre de 1999 y diciembre de 2015, la “democracia” ocupaba el lugar número 12 en cuanto a importancia para la gente común en ambas. La importancia de la “democracia” para el ciudadano promedio bajó a lo largo de esos 16 años de 8% a 7%. En orden descendente, las preocupaciones más habituales en la encuesta de diciembre de 2015 eran estabilidad (53%), seguridad social (51%), estabilidad salarial (51%), seguridad laboral (48%), seguridad personal (45%), fortalecimiento del orden en el país (34%), guerra contra el crimen (26%), acceso a la educación (16%), protección de la propiedad privada (15%), libertad de expresión/religión/asociación/tránsito (9%) y prolongación de reformas (7%). La encuesta de diciembre de 1999 era muy similar, casi en el mismo orden y porcentajes.

Eso deja ver que la población rusa valora muchísimo más la estabilidad que la democracia y que las “libertades” asociadas al liberalismo más típico. Al voltear a la década de 1990 se entiende por qué. Se asocia “democracia” y “libertad” con una imposición foránea, con la inestabilidad política de 1991-1994, con inestabilidad económica. Eso no tendría por qué ser “malo”. Simplemente es así, y hay hechos históricos tangibles que han producido esa asociación. Es algo que configura un sistema político distinto y actitudes distintas en el ciudadano ruso promedio. No tiene por ningún motivo que ser de otra forma, no a la fuerza. Creo que es algo que debe entenderse. Putin no creó ese sentimiento, como muchos quieren hacer creer. Al contrario, él y su proyecto político se benefician enormemente de él y saben explotarlo con creces. La mayoría de los rusos volvería a votar por Putin si las elecciones presidenciales fuesen mañana, según todas las encuestas disponibles. Si la mayoría de la población desea eso, ¿hay democracia o no? Es una gran pregunta. La mayoría de los “analistas” en Occidente dirían que no, porque están acostumbrados a una sola definición del término; dirían que con dos periodos presidenciales basta porque se basan en el modelo estadunidense para todo. Pero ¿qué pasa si la mayoría lo desea? ¿Eso no es “democracia”? Dejo la pregunta allí.

¿Es tangible la nostalgia por el socialismo soviético?

Desde luego. Para empezar, hay que decir que es real, porque todavía hay quienes no quieren creerlo. Se palpa en cualquier encuesta de opinión (las de Levada, por ejemplo) que expresamente pregunta sobre la vida en el socialismo o que compara la vida antes y después de 1991. La mediocridad socioeconómica de la década de 1990 sólo acendró la nostalgia: el Partido Comunista fue el más votado en esa década, y desde 2003 es el segundo más votado hasta la fecha (si el partido es o no “comunista” es otro debate, pero el adjetivo por sí solo suma votos). En mi libro Limbos rojizos registré dos tipos de manifestaciones de la nostalgia. La primera es la politización de la nostalgia, que es lo que hace el Partido Comunista: acciones y plataformas que evocan un pasado mejor, con una gran recepción en la población, y que de alguna manera prometen un retorno —total o parcial— a ciertos elementos del socialismo. La segunda, mucho más interesante, es lo que llamo “nostalgización” de la política: partidos o figuras que no son abiertamente nostálgicos ni comunistas —ni siquiera “de izquierda”—, pero que usan la nostalgia con fines políticos. Y ese uso es una prueba de que la nostalgia existe y prolifera. Putin lo entendió muy bien desde su primer año de gobierno en 2000, cuando restauró el himno soviético (con distinta letra). La respuesta fue muy positiva entre la población, porque se asociaba con grandeza, lo que no ocurría con la sosa canción de Mijaíl Glinka que se había convertido en himno nacional de Rusia en 1990. Como ésa hay muchas acciones simbólicas que envían un guiño al pasado soviético. A fin de cuentas, el Mausoleo de Lenin sigue en pie en la Plaza Roja, y casi siempre una estatua de Lenin domina el panorama en el centro de cientos de ciudades rusas. El tercer partido más votado, el Liberal Democrático, también usa retórica nostálgica del socialismo por momentos, pese a que critica a la izquierda en general. Hoy por hoy los tres partidos más votados de Rusia (Rusia Unida, el Comunista y el Liberal Democrático) reivindican la nostalgia por el socialismo en diversas formas, sea por el Estado de bienestar, por la estabilidad perdida o la “grandeza” e importancia internacional de la superpotencia soviética.

No sólo desde arriba: la respuesta desde abajo es, otra vez, muy positiva. Cuando entrevisté personas en distintas partes del país, de muchas edades, para mi tesis de licenciatura —que terminó siendo Limbos rojizos—, me sorprendí de la positividad de la que goza el pasado soviético. Otros investigadores también han declarado su sorpresa. Lo más interesante es que la época mejor valorada es la de Leonid Brézhnev (1964-1982), que en Occidente se ve como una época de “estancamiento”, mientras que en Rusia se recuerda como un momento de estabilidad, tranquilidad y bienestar que se perdió con las reformas de Gorbachov y la eventual desaparición del Estado soviético. Y es perfectamente entendible por qué: entre 1990 y 1994 el PIB ruso cayó en 50% (repito: ¡50%!), la esperanza de vida masculina cayó cinco años (la caída más abrupta de ese indicador en el hemisferio norte en la historia en tiempos de paz), el alcoholismo y la criminalidad ascendieron como nunca antes, y la inestabilidad económica fue rampante. En Rusia, para la abrumadora mayoría de la población, la historia que nos han contado tanto —que antes todo era “muy malo” y que después de 1991, con la democracia y la economía de mercado, todo fue “mejor”— no tiene el menor sentido. Es por eso que figuras y partidos que tienen un programa abiertamente neoliberal, como Alexéi Naválny o el partido Yábloko, tienen muy poco arrastre, menor al 5% según Levada. El ruso promedio sospecha del Estado siempre, pero todavía le exige un lugar preponderante en la vida cotidiana (salud, educación, seguridad social, etc.).

¿Limbos rojizos reivindica, de alguna manera, la bonanza del antiguo régimen?

No sé si “bonanza” sea el término adecuado. Algunos aquí en Rusia piensan que sí. Lo que sí había era estabilidad política, por obvias razones, y económica (la URSS fue la segunda economía mundial hasta 1990). Esa época de los 1960-1980, que es la que la gente recuerda, es en la que podías ya tener tu propio departamento a un costo bajísimo —cosa que no ocurre hoy—, electrodomésticos, un automóvil. La vida era muy simple, y en Rusia se resiente mucho que esa época, la mejor de la historia soviética en términos de calidad de vida, se haya ido al traste por una reforma para muchos innecesaria. Limbos rojizos estudia ese sentimiento de pérdida y obliga a quien lo lee a ponerse en los zapatos de quienes perdieron todo. Casi nadie lo sabe fuera de Rusia, pero el ahorro privado era altísimo todavía en 1990, porque no había tantos bienes de consumo en qué gastar, ni una cultura consumista, y porque el Estado se hacía cargo de lo esencial. Con el neoliberalismo brutal decretado en enero de 1992 por el presidente Yeltsin todo eso se acabó. Literalmente, de un día para otro, los rusos perdieron su dinero con el sistema de vouchers repartidos a toda la población —que no entendía cuál era el sentido de una reforma tan abrupta— para comprar acciones de pequeñas y medianas empresas. El resultado fue una pirámide financiera y una estafa generalizada que concentró la riqueza en una decena de individuos a mediados de la década. Fenómenos desconocidos en el socialismo tardío, como la indigencia, el hambre, la imposibilidad de adquirir un apartamento, la inestabilidad salarial, se volvieron cosa cotidiana. Limbos rojizos recoge esas experiencias no sólo en Rusia (la primera mitad del libro está dedicada a distintos países), sino también en la antigua Alemania oriental, la ex Yugoslavia o Polonia. La idea general del libro es cuestionar por qué la historia que tanto nos han contado desde 1989 presenta tantas averías en la mayoría de los casos; por qué la nostalgia —la nostalgia real, no las playeras de Lenin— es tan asequible en el mundo poscomunista, si se supone que ese mundo hoy es “mejor” que antes.

¿Qué tanta influencia tiene realmente Rusia en el mundo poscomunista?

La evidencia muestra que cada vez menos. En Europa del Este es casi nula y, en todo caso, depende del juego político al interior de cada país. En el espacio postsoviético es mucho más palpable, pero también a ritmos cada vez más retardados. Ucrania “se perdió” hace tiempo, pero hoy en día el partido que según todas las encuestas es el más popular de Ucrania, Plataforma Opositora, es el que busca un mayor acercamiento con Rusia. En Bielorrusia, donde ha habido protestas masivas desde la elección presidencial que dio un nuevo —aunque dudoso— triunfo a Lukashenko, la oposición ha enfocado sus críticas en él, pero no en Rusia. Por el contrario, todas las facciones políticas en Bielorrusia entienden la importancia de Rusia para la estabilidad económica y los lazos de hermandad y mutuo entendimiento entre ambos países. La influencia rusa en el espacio postsoviético se vio también recientemente en la guerra entre Azerbaiyán y la República de Artsaj apoyada por Armenia, en la que Rusia era el único actor creíble (por su historia, porque los líderes armenio y azerí hablan ruso, por su cercanía) para mediar la paz.

Un componente muy importante es que Rusia funge como lo que yo he llamado un Estado trasnacional, como un garante de la estabilidad interétnica dentro y fuera de sus fronteras. Rusia tiene tantas nacionalidades, lenguas y culturas que la politización de la etnicidad no es popular en el país. Y, si nos vemos muy estrictos, Rusia tampoco politiza su nacionalismo —fenómeno distinto del patriotismo, ese sí muy politizado—. Al contrario, cuando los nacionalistas ucranianos, georgianos o letones se valen de criterios étnicos desde sus gobiernos para profundizar su programa político, Rusia ve con sospecha dichos esfuerzos. De ahí la mediación que existe incluso desde 1992 en conflictos étnicos del espacio postsoviético: Abjazia, Osetia del Sur, Trasnistria y más recientemente lo que ocurre en el Donbás, al este de Ucrania, desde 2014. Para los actores locales en todos estos conflictos, Rusia es el único garante de autonomía y de una cultura local, multinacional, frente a los esfuerzos de Tbilisi, Kiev o Chisinau de intervenir por la fuerza en el orden local. Nos puede gustar o no, pero debe entenderse, primero, por qué los locales apelan a Rusia —o a la nostalgia socialista de manera tan evidente en una región como Trasnistria— y, segundo, que ni la intervención extranjera ni la retórica nacionalista tienen por qué imponerse antes del diálogo y la negociación.

¿Qué papel ambiciona jugar Rusia en el mundo?

La respuesta es curiosa porque, una vez más, va en contra de lo que comúnmente se cree. Es muy evidente para quien revise la retórica y las acciones diplomáticas de Rusia, los discursos ante la ONU, los documentos de su política exterior, que se valora mucho la cooperación internacional, la solución diplomática de conflictos y la participación en foros multilaterales. Moscú es un poder bastante conservador en términos internacionales, como ha dicho Richard Sakwa. Como tal, generalmente no toma la iniciativa en asuntos internacionales, sino que reacciona a acciones de terceros. Rusia siempre está dispuesta al diálogo y el 99% de las veces respeta su principio de no intervenir en los asuntos internos de otros países —en parte porque valora que otros Estados no se metan en los asuntos internos de Rusia—. Sin embargo, cuando considera amenazados sus intereses básicos, responde de manera contundente y sorprendentemente rápida, porque ya ha anticipado todos los escenarios. Es un Estado que sabe y presume que ostenta los elementos para ser tomado en cuenta en la esfera internacional, ya no digamos su participación como miembro permanente del Consejo de Seguridad de la ONU. Esa es la imagen que Rusia busca proyectar hacia fuera, a través de una escuela diplomática que destaca entre las mejores del mundo.

El 1% restante de las veces, sin embargo, se lleva las notas. La principal amenaza a Rusia en seguridad internacional es la OTAN, que se fundó en 1949 como una alianza militar en contra de Rusia. Es perfectamente entendible que, mientras la OTAN sigue expandiéndose hacia las fronteras rusas para satisfacer a la industria de guerra estadunidense, Rusia esté cada vez menos dispuesta al diálogo (no sería distinto en Washington si Rusia comandara una alianza militar anti-estadunidense que mañana incorporara a Colombia, pasado mañana a Panamá, luego a Guatemala y que para colmo de males empezara a coquetear con México). Y cuando vienen episodios como la guerra con Georgia en 2008 o la anexión de Crimea en 2014 nadie lee correctamente los motivos. La respuesta rusa (insisto: una reacción a un evento iniciado desde fuera) en esos momentos específicos tiene una explicación muy obvia, que casi nadie logra aquilatar —cuando al menos se intenta—. En ambos casos Rusia violó la integridad territorial de Georgia y Ucrania para impedir que se incorporaran a la OTAN en un momento en que ambos coqueteaban con ella, pues los Estados candidatos a incorporarse a la alianza deben mantener control sobre todo su territorio como requisito. ¿Es moralmente reprobable? Desde luego. ¿Va en contra del derecho internacional? Sin duda. ¿Cada Estado tiene derecho a decidir el rumbo de su política exterior y a qué alianzas militares se incorpora? Claro que sí. No obstante, estas acciones deben leerse, sobre todo, bajo la preocupación rusa de evitar un mayor desbalance de poder en Europa, no por resabios de “imperialismo”, “zarismo”, “nostalgia” ni ningún otro adjetivo sensacionalista. Estos casos de reacciones contundentes, que ocurren con muy poca frecuencia pero que se llevan la nota, no impiden que Rusia, en la gran mayoría de los contextos internacionales, valore y se conduzca mediante la diplomacia, la paz y el multilateralismo.

¿Qué sí es Vladimir Putin y qué no es?

Creo que es más fácil empezar por lo que Vladímir Putin no es, porque resulta más fácil desmentir todo lo que se dice sobre él desde una ignorancia muy profunda. Los encasillamientos terminológicos siempre son engañosos y la realidad siempre es más compleja que un adjetivo. Es común leer que Putin es “totalitario” o un “dictador”, un “zar” que es “fascista”. Es la salida fácil, para no tener que explicar nada. Quienes usan esas descripciones ignoran profundamente la dinámica del sistema político ruso actual. Mientras más cerrado es un término, menos hay que averiguar. El sistema político ruso no es eso: hay una oposición (que gana votos), hay elecciones (la mayoría de las cuales se respetan), hay libertades (aunque últimamente se ha reducido la libertad de asociación). No se trata tampoco de una dictadura a secas. Si le preguntamos a la ciencia política, Rusia encaja perfectamente en la definición académica que diera Juan Linz de un régimen autoritario: legitimidad parcial, pluralismo limitado, escasa institucionalización, corrupción periódica, informalidad. Todo eso pese a que el régimen ha intentado por todos los medios en los últimos 20 años institucionalizarse a través de un partido político, Rusia Unida, y combatir todos esos males con bastante seriedad.

Siempre me ha sorprendido que el régimen actual en Rusia es muy parecido al sistema político mexicano en las décadas de 1960 y 1970: un partido hegemónico que busca neutralizar el conflicto entre la élite política (Rusia Unida/PRI), una oposición real pero con la que hay cierto entendimiento (Partido Comunista de la Federación Rusa/PAN), otra oposición simulada como ala izquierda del régimen (el partido Rusia Justa/PPS). La similitud es extraordinaria, fuera de posicionamientos ideológicos. Sin embargo, hay una diferencia radical. En México la institucionalización fue muy efectiva: cada seis años cambiaban Presidente, gobernadores y congresos y el sistema perduraba. En Rusia, en cambio, Putin funge como un centro de gravedad entre diversas tendencias, facciones, poderes, regiones e intereses. A futuro es un problema porque Putin no es inmortal, y todo indica que se retirará del puesto en 2024. Los recientes anuncios que advierten una sucesión gradual (como no puede ser de otra manera, para que el sistema no se desgaje y que la elite no se fragmente) van encaminados a eso, y a apostarle todo al partido (una apuesta bastante arriesgada, porque el partido, contrario a Putin, no es muy popular). Creo que el anuncio del año pasado en que Putin amenazó con quedarse hasta 2036 es en realidad un “estate quieto” para la elite política, porque vino inmediatamente después de augurar —con otras palabras— su retiro, cuando los “boyardos” se pusieron inquietos para ver quién lo sucedía. Muchos analistas cuidadosos de la política rusa, como Mark Galeotti o Stephen Cohen, coincidían en esa idea, pero desde luego ganó la nota sensacionalista de que “Putin es un dictador que se quiere perpetuar en el poder”. Irónicamente —y muchos no estarán de acuerdo con esto por un mero prejuicio—, esas características que he mencionado hacen del Presidente ruso un ejecutivo débil, sujeto al balance cotidiano. Y al mismo tiempo lo hace un buen político. También me parece un error garrafal pensar que absolutamente todo lo que pasa en el país depende de él. Una cosa es que sea el último árbitro en ciertos elementos que constituyen el sistema; otra que tenga la capacidad (financiera, para empezar) de definir todo lo que ocurre en el país, por no decir en el mundo como creen algunos. No es así.

¿El mandato de Putin puede ser interpretado como una contrarrevolución genuina?

No creo que sea “contrarrevolucionario”, porque no hay una “revolución” contra la que se esté reaccionando. Creo más bien que es un intento perenne por mantener la estabilidad, por no regresar a lo que se vio en la década de 1990 y por mantener la calma a cualquier costo. Es más un diagnóstico del presente que un atisbo del futuro, sí, y con muchos guiños al pasado, tanto el zarista como el socialista. Y esa obsesión con la estabilidad explica en buena medida la creciente prohibición burocrática de manifestaciones y la respuesta policiaca a ciertas protestas —que no a todas—, específicamente en Moscú. La policía rusa no es más brutal que la de Eindhoven, París, Nueva Delhi o la de Tacoma (tan sólo en este 2021 hemos visto mucha brutalidad policiaca desperdigada en éstos y otros lugares), aunque la respuesta policiaca sí llega a ser más inmediata en el caso ruso.

Hablando de revoluciones, es muy interesante que en el centenario de la Revolución rusa de 1917 no hubo celebración oficial, un evento conmemorativo. Y fue algo deliberado. No me refiero a la Revolución de Octubre, cuando los bolcheviques toman el poder, sino a la de Febrero de aquel año, cuando cae la monarquía y la gente, por su propio hartazgo, toma las calles. Aquella fue una revolución liberal —porque se valoraban los principios liberales y democráticos, y a fin de cuentas el Parlamento se erigió en gobierno provisional—, pero también socialista —se restablecieron los soviets como coto de representación más directo para obreros, campesinos y soldados—. En aquel Febrero la población recibió de forma muy positiva la revolución y la caída del Imperio zarista; fue un parteaguas en la historia de Rusia. Lo que vino ocho meses después con los bolcheviques ya fue otra cosa. Lo interesante es que hoy, en la Rusia republicana actual, nadie reivindica la Revolución de Febrero. Y en parte porque el gobierno fomenta una apatía generalizada respecto a aquellos eventos. Todo lo que suene a revolución va en contra del discurso de estabilidad, que sigue siendo el mayor logro del gobierno de Putin. 

Rainer Matos Franco estudió relaciones internacionales en El Colegio de México (2008-2012). Tiene una maestría en estudios de Rusia y Eurasia por la Universidad Europea de San Petersburgo (2015-2016) y otra en historia aplicada por la Higher School of Economics de San Petersburgo (2018-2019). En esta última estudia actualmente su doctorado en historia rusa, en un programa conjunto con la Universidad de Turín. Rainer llegó a Rusia en 2012 y ha vivido por periodos prolongados en Moscú y San Petersburgo, donde reside actualmente. Es autor de Historia mínima de Rusia (2017) y Limbos rojizos: la nostalgia por el socialismo en Rusia y el mundo poscomunista (2018), ambos publicados por El Colegio de México. Twitter: @rainermat.

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *