El hilo

Los mexicanos aprendimos a identificar las mentiras y tomarlas por verdades porque se siente mejor, porque duele menos.

Llaves. Cartera. Chamarra, ¿hará frío? ¿lloverá? Me asomo por la ventana para analizar los nubarrones que se forman con su panza llena de agua. “Aguanta para unas dos horas antes del aguacero”, pienso. A veces, creo que tengo cualidades para predecir el clima. Más allá del dolor en las rodillas por la humedad, más allá del “fresco” del que habla mi abuela cuando abre la puerta del patio. Es como un no sé qué que qué sé yo que me dice que aún no vendrá el diluvio. 

¿A dónde voy? Me apetece un capuccino moka del 7-Eleven. No sé porqué la gente los discrimina tanto. Sí, no afirmo que los ingredientes de ahí sean los mismos que los de la cafetería esnob artesanal de la colonia Condesa, pero me gustan. Si tienen petróleo y ácidos, felicítenme al químico en alimentos que hizo un gran trabajo en engañar mi paladar y, en su defecto, adormecer mis papilas gustativas poco refinadas. 

Salgo por la puerta principal del edificio. Me despido amablemente del policía en turno. Decidí no fraternizar con los guardias. Desde que la señora del 304 descubrió a uno dormirse en horas laborales, cambian constantemente y me frustra entablar relaciones tan efímeras. El cielo dispara un resplandor. Uno… dos… tres… y se escucha un trueno como si anunciara que pronto mojará por estos lares. “Aún hay tiempo”, me susurro mientras me coloco los audífonos y saco el libro manoseado de Benedetti, La Tregua. Ahí, en el fondo de mi bolsa también está Las metamorfosis, de Ovidio, lo llevo a todos lados y ni hago el menor intento de sacarlo. Lo he leído a mordidas. 

Llego al 7-Eleven y compro mi cappuccino. Entro como salgo: rápido y de forma mecánica. Me gusta caminar mientras leo. Abro el libro, busco la página en la que me quedé y comienzo a [re]leer: “Estoy enamorado de usted, Avellaneda”. Mis pies se lanzan hacia adelante, saben qué dirección tomar, permiten a mis ojos y a mi alma disfrutar de la pluma de Benedetti. Andan, andan, andan mientras devoro las páginas y doy sorbos a mi bebida. Marchan, marchan, marchan mientras el mundo se vuelve un escenario dinámico e impersonal. 

Tomo Tarcuato Tasso y doblo hacia Homero. Subo al camellón y siento alivio. No tendré que esquivar peatones y no tendré que cuidarme de hundirme en las coladeras o en las grietas de las banquetas. En México, el erario público lo podemos ver pobremente reflejado en nuestras calles: remodelaron hace unos meses el camellón pero aún está el socavón de Mariano Escobedo. Las palabras de nuestros gobernantes se parecen a las promesas de un amante: “te amo, te haré el amor, estaré contigo unas horas y, después, saldré con los zapatos en la mano escapándome de tus reclamos; pero, recuerda que te amo y hago esto por tu bien”. Malamente, los mexicanos aprendimos a identificar las mentiras y tomarlas por verdades porque se siente mejor, porque duele menos. Algo así como convencernos de que nuestro amante evasivo volverá y jurará amor eterno. 

Martín Santomé se enamora de Laura Avellaneda, él cree que es ridículo debido a que es mucho mayor que ella pero concluye que así es el amor y que se debe compartir, como diría Silvio Rodríguez: “los amores cobardes no llegan a amores”. No puedo evitar parodiar a mi abuela y escucharme decir: “¡Viejo raboverde! ¡Anda de caliente y cochino!”. Suelto una risita porque soné igual a ella. La verdad, gusto de tener amores mayores que yo. Me saben diferente, me resultan placenteros.

Podría decir que son amores desgastantes, no son sencillos. Inevitablemente, la vida te deja heridas y entre más años, más de ellas tienes. Lidiar con heridas ajenas, te deja raído. No porque te las apropies, sino porque convivir con ellas fatiga. Es como vivir con un fantasma incómodo en la habitación. No son personas libres, pero, al menos en la cama, me satisfacen más. “Los hombres mayores son más maduros”. Falso. Muchos con los que he estado tienen la inteligencia emocional de un sapo y la capacidad comunicativa de un ratón. 

¿Un sapo? ¿Por qué dije sapo? Miro sin mirar los pasos de mis pies. Me acuerdo de Bestiario de Arreola, uno de mis fragmentos favoritos es el de ese anfibio. “El sapo es todo corazón, […] como un corazón tirado al suelo”. Infinidad de veces he escuchado que tengo que besar muchos sapos para encontrar al príncipe azul, pero nadie me dijo que el sapo dolería y lo añoraría. Tendemos a romantizar al sapo porque nos enamoramos de una imagen, de una fantasía, que construimos alrededor de alguien. 

Me acordé del libro arrumbado en mi bolsa. En Las metamorfosis, Ovidio cuenta que Pigmalión  no encontró una dama a la altura de sus expectativas, así que creó una propia: talló la estatua de una mujer perfecta, trabajó en ella con tanto esmero y tanto amor que Afrodita, conmovida, la trajo a la vida. Cuántas veces maquillamos a nuestros amores no correspondidos y esperamos un milagro, una caricia marmórea que se vuelva amorosa. Pero, no hay dioses observantes, no hay embrujo o plegaria que te dé algo que no existe.

Una ya se cansa, una ya busca un amor “sin complejos de Disney”, como dice la canción de Carlos Neda. Leí que a los millenials nos cuesta tener relaciones afectivas, no sabemos tenerlas porque no son tan fáciles como un like. Ya es común escuchar: “Le dio me encanta a mi foto, de seguro le gusto y se quiere acostar conmigo. Le voy a mandar mensaje”. ¡Qué difíciles somos y qué fácil queremos que sucedan las cosas! Sinceramente, prefiero las épocas de los boleros románticos y pegajosos.

Mujer,

Si puedes tú con Dios hablar

Pregúntale si yo alguna vez

Te he dejado de adorar.

Creo que nos falta un poquito del esfuerzo y del romance de las cartas a mano, como las que Sabines le escribía religiosamente a Chepita, de las serenatas bajo la luna como la de Pedro Infante en Los Gavilanes y de los bailecitos de cachete con cachete en los que nuestros abuelos se abrazaban. 

En frente de la panadería, veo a una pareja mirarse a los ojos, besarse, sin importarles lo meloso y ridículo que les podría parecer el espectáculo a los curiosos transeúntes como yo. No puedo evitar sentir cierta envidia, una gotita de amargura que se calma cuando susurro desganada: “qué bueno que se encontraron”. Creo que todos buscamos desesperadamente encontrar a alguien con quien conectar.

No creo que sea algo nuevo. En El Banquete, Platón comenta que, en otro tiempo, existió un ser de cuatro piernas, cuatro brazos y dos cabezas que poseía ambos sexos o un par de uno. Era una criatura imparable. No recuerdo qué dios olímpico sintió celos de este poderoso ser y lo partió por la mitad creando a los hombres y a las mujeres. Sin embargo, esta separación dejó un eco muy grande, un vacío insaciable en nosotros y es por eso que pasamos nuestra vida buscando nuestra “otra mitad”. Necesitamos sentirnos completos, necesitamos encontrar a aquella persona con la que nuestra existencia haga sentido. 

Qué ironía. Buscamos encontrarnos y completarnos a través de alguien más pero no podemos evitar negarlo. Me quedé admirando a la cariñosa pareja y me sobresaltó el pensamiento de que podrían verme espiarlos. Continué caminando. Recordé la otra noche, estuve con un alguien. No sé por qué lo hice, no me arrepiento pero es la décima vez que digo que sería la última vez. ¿Dije “alguien”? ¿así de impersonal? sin nombre, no tenemos nombre. Es “alguien” con quien se me olvida mi soledad, “alguien” con quien quisiera ser alguien.

Tal vez, solo quería volver a sentir la adrenalina de querer comernos la boca a besos. Se quedó en mi cama una hora por amabilidad, “ya me voy” dijo de sopetón mientras mi cabeza reposaba sobre su pecho. No pude pedirle que se quedara porque no éramos… no somos nada. Me limité a clavar las uñas en las sábanas, mantener la lengua entre los dientes y asentir mientras me quitaba los rizos de la cara. Mi sapito escurridizo salió disparado por la puerta con el cinturón a medio abrochar y los cordones de los zapatos a medio amarrar.

Casi tropiezo. Un señor me tomó del codo, me preguntó si estaba bien y, después de asentir, desapareció entre la muchedumbre que cruzaba la calle. Recordé una frase de un cuento de Bukowski: “Estaban follando bien, cuando sonó el teléfono”. Follando, sí, era una traducción española la que leí. Algún profesor de filosofía de la universidad me dijo que es común que en los escritos de la generación beat, podamos encontrar muy pocos adjetivos calificativos. Me quedé pensando. ¿Qué tal estuvo tu día? “bien”, ¿cómo estás? “bien”, ¿qué tal estuvo tu comida? “bien”, ¿qué tal follaste? “bien”. Vivimos la vida por vivir, vivimos “bien”. Creo que ya no degustamos el amor y el sexo lo pedimos para llevar. 

El señor de los elotes ya se puso en su esquina, a la salida – ¿o entrada? – del metro. El ejército de oficinistas marcha a la boca del subterráneo buscando librar la inminente lluvia. Algunos se arremolinan frente al puesto de los elotes y esperan el muy anhelado “¿qué le sirvo? ¿Esquite o elote?”. En lo personal, si voy a hacer una travesía en metro, en la que probablemente me apachurren hasta sacarme los intestinos, preferiría pedir un esquite porque es menos aparatoso. Aunque un elote pelón y mordisqueado sería un buen arma para pedir amablemente a los usuarios del Sistema de Transporte Colectivo Metro que guarden su distancia. 

Mi predicción falló y me agarró la lluvia. Me resguardo bajo el toldo de una farmacia San Pablo. Una señora se ríe de mis caireles húmedos y esponjados. “Está fuerte la lluvia ¿no? Va a hacer más tráfico, va a haber más gente y voy a llegar tardísimo a mi casa”. Pa’ que le digo que no si sí. Cuando era niña, mi tía Saribel gritaba “¡la lluvia vuelve loca a la gente! ¡todos se vuelven locos!”, cuando veía tres gotas caer sobre el parabrisas del coche. La lluvia también te pone melancólico e introspectivo. Uno se pierde entre gota y gota, entre pensamiento y pensamiento. Me despedí furtivamente de la señora desconocida y decidí seguir caminando bajo la lluvia que había aminorado y se había convertido en pringa. 

Recibí un mensaje de mi papá: “Nuevo virus originario de Wuhan, China, se desata. Contagios incrementan en Europa”. Rayos ¿llegará hasta acá? Dicen que alguien se comió un murciélago. ¿Por qué no se comió un dumpling o algo así? ¿Qué pasará cuando llegue acá? Es cuestión de tiempo, dicen. No creo que México esté listo para algo así, pero, como siempre, iremos resolviendo, o no, las cosas en la marcha. Escucho la voz de mi abuela decir: “Mierda. El mundo se está yendo a la mierda”. No lo sé, yo creo que la depresión es exceso de pasado y que la ansiedad es exceso de futuro. Creo que debemos cultivar el arte de estar aquí y ahora. Me duelen los pies, debo dejar de caminar, ¿y si me siento a ver la lluvia antes de que el mundo se vaya a la mierda?

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