Foto: davidhuxley.

El lugar, o la exploración contradictoria entre la felicidad y la alienación

Al escribir se estrecha el camino entre dignificar un modo de vida considerado inferior y denunciar la alienación que conlleva. Porque esas formas de vida eran las nuestras, y casi podía considerarse felicidad, pero también lo eran las humillantes barreras de nuestra condición (conciencia de que «en casa no estamos del todo bien»), me gustaría decir felicidad y alienación a la vez. O, más bien, la impresión de balancearse de un extremo a otro de esta contradicción.

El lugar; Annie Ernaux

“Fue un domingo, a primera hora de la tarde”, relata Annie Ernaux (Lillebonne, 1940) casi al inicio de El lugar para anunciar apenas algunos detalles de la muerte de su padre. (Son importantes los días y los momentos: sólo que será más tarde que descubramos la razón.) Apenas luego, la descripción breve pero detallada del momento exacto, de ese lugar. Iniciar con la muerte, para, a partir de ello, volver, reconstruir. 

“Así que empecé una novela en la que él era el protagonista”, escribe Ernaux, sólo para encontrarse después inconforme: “Sensación de acto a mitad de la narración”. Y claro: la ficción, en este caso, es impensable. De hecho, parece ser este el signo claro de que El lugar (1983) supone un punto de inflexión no sólo en su vida personal, sino también en su literatura: entrar de lleno a la escritura autobiográfica, que no autoficcionada. 

Es impensable porque, repara en ello la autora, “para contar una vida sometida por la necesidad no tengo derecho a tomar, de entrada, partido por el arte, ni intentar hacer algo «apasionante», «conmovedor»”. Sólo bastaba con levantar un registro de su padre a través de lo más transparente, de lo que tenía a la mano del recuerdo, de sus pasos: la vida de su progenitor y su brevísimo crecimiento en la escala social que no alcanzó para un verdadero contraste, cómo se erigió la tienda que les permitió vivir “cómodamente”, la relación tan distinta que mantuvo con su madre, los recuerdos trastocados por los contrastes: la educación a la que ella había tenido acceso daba lugar a un especie de recelo, algo parecido a una disputa silenciosa, de antemano perdida por todos y ganada por nadie. 

El libro, nuevamente inscrito en la “categoría” de nouvelle socioautobiográfica, inicia y concluye con la muerte del padre, el dibujo que realiza la escritora francesa va más allá de una descripción de esta pérdida que causó el deseo de escribir. Se trata de una narración que descubre lo que hay entre el nacimiento de su padre en el último año del siglo XIX y el año de su muerte, justo un año antes de ese 1968 que conmocionó al mundo.

Pero no porque sí, sino siguiendo una convicción propia, bastante honda. 

Recoger un testimonio de quien fuera su padre. Sus modos; sus tradiciones más arraigadas (cómo vestirse de cierta forma los domingos, los paseos que ocasionalmente daba junto a su madre, las peleas que ambos mantenían por casi cualquier cosa); la persona en quien se convirtió cuando los malestares ya no le permitían cargar nada, es decir, ni hablar de volver a hacer aquello que, al parecer, le dotaba de su completa hombría y funcionalidad; la manera en que se empeñaba en aparentar; su silencio abrumador ante cualquier situación que pudiera revelar “su verdadera naturaleza”; el despojo de la vida obrera que le mantuvo sumido en el trabajo durante tantos años; el pequeño salto a una comodidad que bien podía confundirse con la felicidad.

En contraste a todos esos caminos que conformaban la vida de un hombre ensimismado: la vida de Ernaux, académica desde entonces, quien accedió a todo aquello a lo que sus padres, según lo que se cuenta, ni siquiera soñaron. Porque se tiene claro el lugar dictado por el origen y las circunstancias. Lucharon por otorgarle a ella todo aquello que siempre, por su posición social, les fue negado. 

La complejidad de retirarse la visión de ese mundo donde todo cuesta mucho, “una carencia continua”, “el miedo a sentirse desplazado, a pasar vergüenza”, algo que persigue como “la sombra de la indignidad”. Porque, como bien apunta la escritora, “lo inteligente era reconocer nuestra inferioridad y rechazarla escondiéndola lo mejor posible”. La consciencia con que fue criada le hizo posible dar el salto, no asirse para siempre a la tradición familiar. 

Así pues, apartada nuevamente de sentimentalismos, abocada a una intimidad medular, la autora recrea la fotografía precisa de una clase trabajadora que, teniendo que convivir con la clase burguesa voraz e insaciable, se topa con las limitantes por estructuralmente dadas para el peldaño más bajo en la escala social.

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