Por: Aliena Díaz
Era la hora de comenzar su ritual. Disfrutaba cada vez que lo hacía. Una sensación orgásmica lo invadía cuando llegaba el momento.
Lo preparaba todo meticulosamente, con obsesión cirujana, nada podía salir mal. La música era imprescindible, le ayudaba a marcar el ritmo de cada corte. El instrumental estaba preparado siempre en su mesita auxiliar, los cuchillos perfectamente afilados y ordenados de menor a mayor; los colocaba todos, por precaución, cualquiera de ellos podía serle útil para conseguir su objetivo con la perfección que se exigía.
Antes de empezar, analizaba su materia prima. Ahí la tenía, fresquita, llevaba muerta sólo unas horas, el tiempo ideal para comenzar a hacer arte; porque para él, el corte de la carne era arte, y él era el mejor.
Subió el volumen de la música, se puso unos guantes y comenzó. Era rápido, preciso, perfeccionista; el escultor de la carne, conocedor de la anatomía, cortaba y disfrutaba, mientras bailaba con los cuchillos como pareja de baile, al compás, concentrado, sin perder el ritmo.
De repente una voz, una voz aguda, de mujer; una voz atrevida.
¿Cómo osaba interrumpir su ritual?
Se giró y miró fijamente a la dueña de aquella voz, mientras le decía: “Señor, no se olvide que los filetes los quiero muy finos”.
El resto del público que asistía, hoy, al espectáculo diario del mejor carnicero de la Toscana, también la miró con cara de asombro. Seguramente no se fijó en el cartel de la puerta que rezaba:
“Solo se permite bailar, cantar y disfrutar del espectáculo en esta carnicería”.