“La imaginación –escribió Coleridge– no sólo es la condición del conocimiento sino la facultad que convierte las ideas en símbolos y los símbolos en presencias”.
El cine, como la literatura, se fía de la imaginación, del pacto con la imaginación del espectador, para lograr el milagro de la narración. En otras palabras, siguiendo la cavilación del filósofo inglés, la imaginación es una suerte de decodificación, la llave que desentraña las sombras del código de los metrajes en la pantalla.
Esto, antes de ir más lejos, invita a una analogía más elemental que desde los principios del lenguaje cinematográfico ha despertado inquietudes: el cine es como la lengua, un acuerdo de signos, una apuesta por comunicar que se logra con la convención mutua entre el espectador, que imagina, y el creador, que brinda los signos a ser interpretados, mismos que, juntos, tejen el cuerpo de la narración y su significado.
Desde luego, con las similitudes también brotan las diferencias. Mientras que en el intercambio lingüístico las condiciones del entendimiento conllevan un acuerdo tácito entre los hablantes, la condición de compartir la misma cifra para el mismo sistema, el cine, desde el lado de quien enuncia, necesita establecer las condiciones para permitir el diálogo. Es decir, que el creador defina las reglas de su lenguaje para hacer partícipe a quien mira.
Para el semiólogo y teórico cinematográfico Christian Metz, esta condición estaba dada por los planos, las unidades de correlación mínima en el cine que, gracias al montaje, establecen el camino narrativo de un punto a otro. La lógica, sencilla, es simplemente la de la continuidad. Y en ese caso, la transmisión de sentido en una sucesión de imágenes no necesita de un acondicionamiento semiótico, sino de una mínima comprensión del movimiento o de los efectos que siguen a las causas.
No obstante, llegados a este punto entra la fuerza de la voluntad, la volición de narrar. Decir y contar son actos con propósito. Y del propósito surge el discurso: la necesidad de contar ordenadamente y, en consecuencia, de seleccionar situaciones que enuncian, discriminar una serie de planos, o bien, elementos narrativos, para establecer el tiempo y el espacio diegéticos. Lo que, luego, por inercia, hace brotar al estilo y, sí, a la voz del narrador con un sistema semiótico propio; el objeto cultural que viene después, entonces, ya es una llamada a ser parte de una lengua personal, un aparato comunicativo que se abre al otro.
Naturalmente, el cine se rige por el imperio de la imagen. Abel Gance lo llamó “la música de la luz” y es verdad que en sus orígenes pretendía una función de registro, de memoria, y no de narración y discurso; pero más allá de decir una obviedad acerca de las condiciones invariables del lenguaje cinematográfico, la naturaleza que le es propia, hay que establecer que este medio de comunicación ha llegado a ser mucho más que una selección de planos que se entrecruzan para capturar un hecho en transición; es, más bien, un entramado de elementos específicamente manipulados que pueden llegar a ser capaces de iluminar rincones imprevistos de la condición humana, sus fantasías, temores, irresoluciones.
Para expresarlo con mínimos ejemplos: la fuerza trágica de la última secuencia de Nosferatu, de Murnau, se logra gracias a la adaptación del Nocturno no. 6 de Chopin; Psycho es memorable por su edición pero también incómoda por el acorde cacofónico en su escena más icónica; nuestra tensión en la secuencia de viaje en el tiempo de Back to the future es consecuencia de la obra de Alan Silvestri; o, ahora pensando en el guion, My Dinner With André, la famosa trilogía de Linklater, o The Man From Earth son artefactos narrativos menos por su concatenación de imágenes que por su encadenamiento conversacional.
Evocando ahora a Umberto Eco: la relación entre figuras, signos y enunciados, en el cine, implica pensar en figuras tanto sonoras como visuales, signos orales o pictóricos, y enunciados que resultan de sus interacciones.
El reconocimiento de los distintos elementos imbricados que conforman una película –sí la imagen, pero sí el sonido y también la música o el guion– asiste a que ésta pueda cargar, como una totalidad, con belleza, con sordidez, con ternura, con abyección, con sosiego; lo mismo, que nos pueda trasladar a un momento histórico o a sitios ya temporales y ya espaciales que serían imposibles en la realidad tangible en la que vivimos.
Es de los elementos cinematográficos –y aquí es imprescindible advertirlos atentamente como mecanismos, luego símbolos, reflexionados, calculados y ordenados, no fortuitos– de donde emanan la tragedia de la última secuencia Le notti di Cabiria, el retrato del mal en No country for old men, la mística en Las estaciones de la vida, de Kim Kid-duk, o la inmensa nostalgia de Tótem; de donde emana, dicho puntualmente, toda la poética cinematográfica.
El cine, como la música, la danza, el teatro, acaso podríamos argumentar que la pintura, es una forma de construir conscientemente el espacio y el tiempo; desde luego, con las condiciones simbólicas que el autor establece.
Ahora bien, en más de una ocasión, aunque no de manera usual, el sonido —que no la música— ha fungido como un eje narrativo, no ambiental, gracias a sus dotes semióticas.
Más que un recurso contextual, en Dogville, los sonidos evocan objetos, demarcan un espacio; en Suspiria, de Argento, establecen una inquietud, insertan una tensión, definen el carácter del entorno; en The Searchers, el diálogo, el sonido de la voz, conduce las imágenes de las analépsis (o flashbacks); lo mismo, aunque mucho más complejo, en la obra de Alain Resnais, L’Année dernière à Marienbad, donde la voz es un monolito inmóvil sin temporalidad que se superpone a los lugares y se adapta a las situaciones; o en A Torinói ló, el viento es corporal, atmosférico, su ruido es una constante que define los estados materiales y metafísicos de sus personajes, su frío, su soledad.
Para entender esto, por supuesto, narrar tiene que ser no visto únicamente como una suerte anecdótica sino, también, como una evocación o un modo de mostrar, de situar, de cavilar.
Sitúan Claire Denis en Chocolat o Chloé Zhao en Nomadland; sitúan Tarkovsky y Tarr; Wim Wenders en su última película, Perfect Days, muestra, lo mismo que Yasujiro Ozu en Tokyo Story; Kurosawa, en Sueños, evoca; Kiarostami cavila en El sabor de las cerezas.
The Zone of Interest, de Johnatan Glazer, sitúa, y lo hace por medio del ruido. Retomando ideas previas, sin el manejo sonoro, el filme no únicamente no sería aterrador sino que carecería de sentido espaciotemporal y, consecuentemente, de propósito.
En una casa situada en los bordes del campo de concentración en Auschwitz, no las flores, no el espacio idílico, no los jardines son protagonistas, no aun las personas que viven en ella, sino el constante ruido de los cañones, los gritos, cuya fuerza reside en la memoria colectiva de la humanidad. Y ahí la genialidad: el público no ata cabos entre lo que ve y lo que escucha –que, en realidad, sería imposible–, sino que, únicamente comprende lo que oye, lo imbrica a su memoria histórica y halla el sentido del metraje.
El sonido es el sentido.
Mientras que la mayoría de las películas normalmente necesita hacer aparecer las causas de los sonidos en la pantalla, por necesidad contextual, el recurso exclusivamente acusmático en la obra de Glazer (aquellos ruidos de los que no vemos su fuente) carga con una evocación histórica.
Más nos situamos en el campo y en su horror por la conjunción del diseño sonoro, el vestuario, la lengua de los personajes, y mínimas visiones violentas (las botas del personaje Höss, llenas de sangre, por ejemplo) que por la mención del nombre del campo.
Más concebimos la monstruosidad de lo que estamos viendo por la imaginación atada al sonido, con la que conocemos y reconocemos, con la que formamos el pacto diegético que el director establece en la película, que por las situaciones que se nos presentan en la pantalla. Desde luego, es por éstas y su atroz contradicción frente al audio, que la película se vuelve redonda, una propuesta insólita, y que se alcanza a retratar la idea de la banalidad del mal; la terrible y grotesca realidad de que no son las bestias las que accionan la maldad de nuestro mundo.
Llevando el argumento a sus últimos términos, probablemente recortando las escenas donde se expresa explícitamente la locación de la casa y anulando el sonido de fondo, aun manteniendo diálogos, la película sería inexplicable.
Escribió Jacques Aumont: “La imagen cinematográfica sólo es legible, es decir, inteligible, si se reconocen los objetos, y reconocer es colocar en una clasificación, de modo que el [objeto] como concepto, se encuentra reintroducido por la mirada del espectador”. Y habría que coincidir pero, nuevamente, sólo si se arrastra a los límites connotativos la definición de “objeto” e incluimos al sonido, el ruido, y se admite su volumen y presencia.