Especial de cine: migraciones

Cineastas, estilos y discursos de distintas latitudes convergen en el especial sobre migraciones propuesto por la redacción purgante.

Play; Ruben Östlund

En los últimos años han sido recurrentes, en televisión o en portadas de diarios, las dramáticas imágenes de caravanas con miles de afganos o sirios buscando asilo en Europa central; de cientos de pateras africanas naufragando en costas mediterráneas y de masas de centroamericanos agolpándose en pasos fronterizos. No debe extrañar que, a la vera de estas “crisis de refugiados”, haya eclosionado toda una flamante industria –activista, periodística, cinematográfica– destinada a producir las representaciones simbólicas del migrante que las sociedades receptoras exigen. Generalmente, las imágenes han oscilado entre la idealización del fenómeno migratorio como el paso decisivo hacia la utopía multicultural y la violenta estigmatización del recién llegado, pasando por la denuncia de la “indiferencia europea” ante el desastre o la exigencia populista de cerrar las fronteras. Considerando la tendencia contemporánea a melodramas lacrimógenos, historias con final feliz o panfletos activistas, no debería extrañar que Play (2011), largometraje del director sueco Ruben Östlund, cosechara desde su estreno en cartelera las manzanas envenenadas de la crítica. El argumento de la cinta es muy sencillo: en Gotemburgo, una pandilla de adolescentes negros elabora un plan para, mediante intimidaciones y artimañas, apropiarse de teléfonos móviles de niños blancos. A contrapelo de las épicas justicieras actuales, en esta ocasión las “víctimas” blancas son confiadas, inocentes, educadas (como el héroe germánico Siegfried) y los “victimarios” negros, aviesos y malintencionados (como su antagonista Hagen). De esta guisa, Östlund pone el dedo en la llaga: ni la migración es un fenómeno simple ni la integración cultural un paseo de campo. Habituado a sumergir la imagen idealizada de la Suecia en aguarrás para extraer un paisaje con escenas de la desenfrenada cultura del alcoholismo (De ofrivilliga, 2008), la impostura de los artistas contemporáneos (The Square, 2017) o la infinita superficialidad de los influencers (Triangle of Sadness, 2022), en esta entrega, Östlund pone a prueba los prejuicios del espectador. Algunos saldrán de la sala indignados por el acoso que sufren los niños suecos; otros, escandalizados por la estigmatización de “africanos indefensos”. Y, pese a todo, el mensaje central gravita alrededor de la complejidad de la asimilación cultural: siempre amenazada por erupciones de violencia, choques culturales, procesos telúricos de reorganización social y desestabilización política. Sólo para aquellos obnubilados con el mito del “buen salvaje” o comprometidos con las causas nobles del Zeitgeist, la mera posibilidad de que unos “angelitos negros” puedan ser victimarios resulta una revelación incómoda o un agravio imperdonable. Quien tenga los pies en la tierra sabe que los seres humanos –independientemente de sus atributos concretos– son capaces de los actos más conmovedores y de los crímenes más atroces (y que, más allá de las buenas intenciones, no es fácil desprender los prejuicios acumulados en la retina del espectador). 

Espaldas mojadas; Alejandro Galindo

¿Por qué un mexicano decide cruzar como bracero a Estados Unidos? No todos lo hacen por buscar el sueño americano. Rafael (David Silva) lo hace porque huye de un cacique ofendido por cuestión de amores. Pero no se marcha por culpa de un simple macho alfa herido en su orgullo. Se exilia porque se trata de un macho alfa con poder. Ese mismo poder es el que tienen otros hombres que aparecen en su calvario como ilegal: el mesero paisano que marca su diferencia porque cobra en dólares aunque hable el mismo idioma, el contratista que le dice que las máquinas no son para los mexicanos, el patrón abusivo que se aprovecha de su situación como indocumentado, el capataz que tiene la ventaja de ser estadounidense para escudar sus maltratos. Pero ninguno de ellos tiene tanto poder como Frank Mendoza (José Elías Moreno), un sujeto que en su calma y perversa personalidad amable alberga a un vil y ruin sujeto que “comercia con el hambre de sus hermanos”. Es él quien se encarga de cobrar sumas considerables de dinero para depositar a sus compatriotas en el río Bravo para que varios de ellos sean asesinados por guardias fronterizos. Frank es la figura de un Judas apátrida que se beneficia de su propio pueblo al mismo tiempo que lo ofrece al sacrificio sin recibir castigo alguno. No por nada es el nombre que pronuncia con rencor Rafael cuando decide retornar a México. En sus palabras también manifiesta la dolorosa resignación de la terrible proliferación de más tipos como Frank en tiempos venideros. Y no se equivocó. En 1987 Gilberto de Anda filmó Matadero, una película que muestra en Roberto ‘Flaco’ Guzmán a un pollero que se enriquece a costa de abandonar a los braceros en un campo de tiro utilizado por excombatientes racistas que disfrutan de matar mexicanos. Espaldas mojadas y Alejandro Galindo narraron una alerta de su presente y un presagio del futuro añadiendo otra de las fatalidades del indocumentado nacional: pagar para ser traicionado por alguien de los suyos y ser obsequiado como carne de cañón. Han transcurrido casi 70 años desde que Frank Mendoza evidenció en la ficción una miseria humana emanada de la realidad migratoria. ¿Desde entonces cuántos como él han vivido cómodamente sin remordimiento por la sangre derramada en las aguas del Bravo? ¿Cuántos mexicanos han muerto asesinados por balas o en el remolque de un tráiler en su intento por cruzar al otro lado siendo engañados por un ser miserable que lucra con su desdicha?

La promesa; Luc Dardenne y Jean-Pierre Dardenne

Si de algo se ha caracterizado a lo largo de los años la laureada carrera de los hermanos Dardenne, ha sido por asemejar sus filmes, de la manera más natural posible, a la vida misma: a sus derroteros, contradicciones y conflictos, para partir entonces y buscar, desde ese sitio cotidiano, todos los recovecos posibles del alma humana contemporánea, la condición moderna del individuo. Si bien esa tesis, impregnada en todos sus componentes del más fino realismo social, ha centrado su temática en iterativos fondos: dramas laborales de clase media-baja, infancias y maternidades/paternidades, la filmografía de los directores belgas también se ha detenido en observar el cada vez más indescifrable fenómeno migratorio en Europa. De esta manera se nos presentan las diferencias entre los tipos de migraciones, no solo por los origines de los inmigrantes, sino también por las épocas. Con El joven Ahmed (2019), el migrante musulmán absorbe dificultades muy puntuales, situaciones distintas con las que se enfrentan los migrantes africanos, sin embargo, como lo anteriormente señalado, el retrato y visión de los hermanos Dardenne cambia por el tiempo en una brecha de más de 30 años; en Tori y Lokita (2022) se presentan realidades para los migrantes africanos que no significan ser las mismas que se desarrollan en La promesa (1991), tal vez una de sus obras más completas, en donde lograron explorar todas sus obsesiones. Por un lado, la relación amor-odio entre un padre (Roger) y su hijo menor de edad (Igor) determina el valor ético desde un punto de confrontación parental, mientras que en el drama social de orden laboral se desentierra la explotación infantil y migratoria. Pero existe, aparentemente siendo una subtrama al inicio, el gran conflicto conductor: la historia de una familia de migrantes africanos explotados laboralmente por Roger, y ese rompimiento que determina los caminos de sus personajes. La promesa tal vez es una metáfora sobre la visión europea del migrante africano desde la mirada y el juicio de dos generaciones: el padre explotador y el hijo que se enfrenta a la disyuntiva de ser distinto a ese gran patrón aplastante, y que supone su rompimiento patriarcal. La película también es una inteligente denuncia hacia el comportamiento occidental de la complejidad migratoria a través de las últimas décadas.  

La jaula de oro; Diego Quemada-Diez

Juan (Brandón López), Sara (Karen Noemí Martínez) y Samuel (Carlos Chajon) son tres adolescentes (casi niños) guatemaltecos que se embarcan en un vía crucis migratorio con la esperanza de una mejor calidad de vida. Sabemos poco de ellos, pero los vemos prepararse para el horror de los abusos y la violencia del truculento sendero; luego de cruzar la frontera con México, se une al grupo Chauk (Rodolfo Domínguez), un indígena tzotzil. La jaula de oro (2013), ópera prima del cineasta Diego Quemada-Diez, es el estudio crudo, cercano al documental, sobre la trágica realidad de miles de migrantes que buscan llegar a los Estados Unidos desde Centroamérica. Los protagonistas deberán sortear todos los eslabones de la cadena de maldad de la condición humana: sufrirán deportación y robos, serán encarcelados, golpeados, vendidos a grupos criminales y utilizados como mulas de carga. La amistad y el grupo se irán desgranando ante la cruel realidad; solo Juan llegará al sueño americano, materializado en un diminuto copo de nieve. El joven de mirada triste recorrió más de dos mil kilómetros para llegar ahí y trabajar en una empacadora de cárnicos. Si al inicio del filme lo encontramos transitando entre los laberintos de miseria de su natal Guatemala, en la última secuencia deambula sobre impoluta nieve y una luz que lo baña. ¿Qué costo tuvo llegar hasta ese momento? Juan perdió su cultura y a sus amigos, también ha perdido parte de su humanidad. Los traumas del éxodo que lo llevó a la tierra de las barras y las estrellas lo atormentarán para siempre. Esta multipremiada coproducción México/Guatemala se estrenó en la sección Una Cierta Mirada del Festival de Cannes, donde ganó el premio al mejor elenco, además de cosechar un palmarés con más de 76 premios nacionales e internacionales. Una película sobre migración no puede ser optimista porque la realidad misma no lo es. En La jaula de oro, los esbozos de felicidad de los personajes se ven rápidamente machacados por los siniestros acontecimientos del abuso de autoridad, la delincuencia y los eternos trayectos en tren, donde miles de almas suben buscando un mejor futuro. El acierto de Diego Quemada-Diez es ofrecer un relato descarnado pero ajeno al melodrama, rociado de sutilezas líricas y simbolismos estremecedores, como aquellos planos donde Juan se ve diminuto ante el desierto, el muro fronterizo o la vastedad del horizonte. Todo migrante pierde un poco de sí mismo en esa aterradora travesía. 

Import/Export; Ulrich Seidl

El filme Import/Export narra con disciplina documental la historia de Olga, una enfermera ucraniana, y Paul, un joven austriaco que ha perdido su empleo como guardia de seguridad. En apariencia, el segundo se encuentra en una posición más favorable que ella, quien, en busca de mejorar su situación económica, comienza a trabajar en la industria de la pornografía. Sin embargo, derivado su condición existencial y la situación límite en la que se encuentran, ambos emigran. En un ejercicio de líneas entrecruzadas, ella emigra a Austria y él a Ucrania. La austeridad con la que el director Ulrich Seidl presenta a los personajes se aproxima a la experiencia del migrante. Lejos de una visión melodramática o sentimental, el filme expone la condición liminal del inmigrante: no se le considera un ciudadano del país al que ha llegado, pero tampoco encuentra un espacio para sí en su país de origen. Import/Exportnos enfrenta al abismo en el que el sistema político y social contemporáneo coloca al diferente, al extranjero, al otro. A través una serie de contundentes imágenes y escenas cargadas de tensión contenida, el director presenta el ambiente de desencanto y hostilidad al que se enfrenta Olga, quien constantemente afronta las limitaciones a las que su condición de otredad la somete. En este sentido, el migrante es representado como un sujeto que no encaja y cuya presencia, con frecuencia, se percibe como una amenaza. Judith Butler en su obra Marcos de guerra: Las vidas lloradas menciona que “el marco nunca determina del todo eso mismo que nosotros vemos, pensamos, reconocemos y aprehendemos. Algo excede al marco que perturba nuestro sentido de la realidad; o, dicho con otras palabras, algo ocurre que no se conforma con nuestra establecida comprensión de las cosas”. La presencia de los migrantes se filtra en este marco y lo hace vulnerable, de allí que sea necesario colocar a Olga dentro de un sistema normativo que la determine como migrante y no como ciudadana, un aparato que la excluye de significado y con ello de identidad. Si bien ella es captada por el sistema laboral, fincado sobre ciertas normas de reconocimiento, es rechazada asimismo por tales normas. Este marco normativo la coloca como “the cleaning lady” dado que “it’s agaisnt the rules” que atienda a los pacientes, independientemente de la capacidad de Olga para ejercer su profesión, ella debe someterse a estas condiciones. De esta manera, el reconocimiento del otro y su identidad están condicionados por el marco normativo. El migrante está en constante tránsito, en una posición periférica, carente de reconocimiento, tal como ocurre con Paul, quien terminará por buscar en otro territorio, distinto al que conoce, la expansión de su marco de acción. En una lucha incesante por distanciarse de su padrastro, realizará el viaje a la inversa, hacia Ucrania, en una trayectoria recíproca a la de Olga, cuyo futuro estará por revelarse.

El otro lado de la esperanza; Aki Kaurismäki

Nadie que se precie de tener medio gramo de sensibilidad logra salir indemne del cine social propuesto por el realizador finlandés Aki Kaurismäki. En El otro lado de la esperanza, una coproducción entre Finlandia y Alemania del año 2017, un migrante sirio que arriba a Helsinki en un barco de carga es víctima de la indiferencia y la imperturbabilidad del supuestamente envidiable modelo de bienestar nórdico. Luego de que su solicitud de asilo es rechazada y se ve imposibilitado a establecerse legalmente para emprender la búsqueda de su hermana menor, el joven Khaled protagoniza un drama camuflado de comedia y bañado por una fina capa de ironía. Como en toda película de Kaurismäki, una banda sonora impregnada de melancolía deviene en un elemento fundamental a la hora de ofrecer pistas y matices en torno a la profundidad de los personajes y el minimalismo de la trama. El gran logro de la cinta no solo reside en su voluntad por humanizar las migraciones forzadas y conferirle dignidad a todas las capas de la clase trabajadora, también se preocupa por cuestionar la trastienda y el lado más oscuro del sistema político y social escandinavo. El genio del también director de la recientemente celebrada Fallen Leaves se sostiene a partir de su notable poder de seducción como contador de historias, sin trastocar bajo ninguna circunstancia sus convicciones artísticas y políticas. Solo así se explica que consiga cautivarnos, conmovernos, sacudirnos, desarmarnos y decirnos cosas urgentes mediante personajes marginales y aparentemente inexpresivos que en otro contexto, y con otro tipo de ambiciones discursivas, habrían pasado totalmente inadvertidos. 

My Small Land; Emma Kawawada

La japonesa Emma Kawawada -muy en la línea de su mentor Hirokazu Koreeda- nos brinda, en su debut como directora, una conmovedora historia sobre una adolescente durante la etapa crucial de su crecimiento, donde tendrá que tomar decisiones sobre su futuro mientras experimenta los nacientes fulgores de un primer amor. En la prefectura de Saitama, a las afueras de Tokio, vive Sarya (Lina Arashi) con su familia: un padre, una hermana y un hermano menores, inmigrantes kurdos refugiados en Japón. Habiendo crecido en dicho país, logran integrarse a la cultura, manteniendo a la vez el arraigo a sus tradiciones, sobre todo por insistencia del melancólico jefe de familia, a quien le duele la lejanía y la nostalgia por su patria. Un hombre viudo que aboga en todo momento por conservar la conexión con su esencia, a través de los elementos más eficaces para ello: música, comida y vestimenta. Promueve las cenas en familia, en las que se comparten platillos típicos y se escucha la música tradicional que los hace conectar con un pasado lejano y doloroso. Las cosas se complican cuando las autoridades migratorias les niegan el estatus de refugiados, cancelando sus visas temporales y llevando preso al padre. El típico conflicto de un “coming of age” se transforma entonces en un relato sobre la difícil condición de los migrantes, que, aún perteneciendo por años a su nuevo entorno, no cesan de experimentar el rechazo que imposibilta una completa integración, acentuando en ellos el sentimiento de desarraigo y la añoranza por algo que ya no puede ser. La incertidumbre se incrementa cuando los niños se ven solos en una lucha contra el sistema migratorio, sin los medios necesarios para librar esa batalla. El desamparo, las injusticias y su capacidad para sobreponerse y salir adelante son la esencia de este desagrrador filme. Para crear el guion, Kawawada se inspiró en sus visitas a familias de la numerosa comunidad kurda que subsiste en Japón y, al mismo tiempo, en su propia condición de extranjera en su tierra al ser hija de un padre británico y madre japonesa. Con My Small Land, Kawawada consigue transmitir a profundidad la traumática experiencia del migrante y cómo esto supone un lastre de por vida, aún cuando en apariencia se esté completamente integrado a una nueva comunidad. Sin duda se trata de una película emotiva y necesaria por su temática y la sensibilidad para abordarla.

Seconds; John Frankenheimer

En un sentido convencional, Seconds, obra maestra del cineasta estadounidense John Frankenheimer (1930-2002), no da la impresión, a simple vista, de ser un filme sobre migraciones. Ciertamente no hay melodrama fronterizo, ni elementos conocidos; sin embargo, esta perturbadora cinta -que hoy en día no podría ser realizada, como lo fue en 1966, en un sistema de estudio con una estrella genuina al frente del reparto- es precisamente la que en toda mi experiencia estudiando cine, he encontrado como la más impactante historia acerca de un fenómeno migratorio: no en países, sino en la experiencia humana. La migración de una vida. A los 50 años, Arthur Hamilton (John Randolph), banquero neoyorquino de clase media alta, casado y con una hija ya adulta y a punto de ser abuelo, se siente desencantado del “hoy” en el que se convirtió ese futuro que tanto anhelaba cuando era joven. Presa del ennui que pervade toda su existencia, sucumbe fácilmente a la tentación que le ofrece un misterioso consorcio que en cierta forma lo chantajea (por así decirlo) para convertirlo en Tony Wilson (Rock Hudson, radiante de carisma), un pintor soltero, galán y atractivo, que vive no en Manhattan, sino en Malibú. La transmigración de una vida a otra es la principal representación de lo que son los deseos reprimidos cuando encuentran la manera de volverse reales; de este modo, el guión escrito por Lewis John Carlino (adaptación de una novela de culto publicada en 1963 y escrita por David Ely, que tenía un aire más apegado a la ciencia ficción) analiza cómo es imposible intentar emigrar a otra realidad, otra vida completamente “libre”, cuando lo que somos no puede quedar atrás. Considerada una película anticonvencional (y que fue un fracaso de taquilla: la gente solo quería ver a Hudson en películas de comedia romántica con Doris Day o como héroe de acción, no en thrillers existencialistas con desenlaces brutales), Seconds es ahora vista como una de las películas cruciales de la década y una de las mejores realizadas por Frankenheimer (que nos dio también la formidable y casi profética The Manchurian Candidate, en 1962) y su temática, así como su propuesta imaginativa, plasmada con una inquietante visión a través de la lente James Wong Howe, cuya influencia aún se siente (véase Poor Things, por ejemplo), sigue siendo algo relevante: si tuviera usted oportunidad, ¿migraría a otra vida? Y de ser así: ¿estaría dispuesto/a a hacer lo que fuera por adaptarse a su nueva existencia? Las consecuencias pueden ser demasiado altas ante la indecisión, y a diferencia de otros exilios, nunca hay vuelta atrás.

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