Foto: UEFA.com (Euro 2020)

Euro 88: memoria en juego

Muchas horas de fútbol le dieron música a mi corazón, llenaron de goles mi tiempo y la vida me dio un pretexto para juntar a mis amigos con un solo objetivo: la felicidad.

El fútbol tiene algo de túnel a las profundidades. Te conecta con cosas muy hondas del modo de ser de cada persona que de otro modo están camufladas. El fútbol nos saca todas las máscaras: nos exhibe en lo bueno y en lo malo.

Eduardo Sacheri

El balón voló, un poco a tierra de nadie, un poco buscando la espalda. Fue Arnold Mühren, mediocampista de 37 años entonces jugador del Ajax, quien de pierna izquierda envió esa pelota cruzada al fondo del corredor derecho del área. El tiempo volaba de igual forma. Ese verano, el de 1988, debía empezar a decidir mi futuro, mi periodo como bachiller estaba por concluir. Tras una ‘sesuda’ revisión, había decidido (sin margen de error, claro) estudiar Ingeniería Química. “Son los Súpermanes (sic) de la industria”, me dijo el profesor de química cuando le comenté mi decisión. Así que eso sería. Finalmente dejaría de estudiar “cosas que no me servían de nada” (sic). Tendría mi propia empresa (aún ignoro qué clase de empresa), sería un triunfador y viviría feliz para siempre.

El mundo rugía, la Guerra Fría tendría otro enfrentamiento deportivo al fin de ese verano. No lo sabíamos entonces, pero iba a ser el último como tal. Un año después, el guion de infinidad de series y películas tendría que cambiar. Ese ’88 los soviéticos tuvieron que salir (con la vergüenza en la cara del ejército rojo) de su Vietnam particular, Afganistán, tras ocho años aciagos. Vimos también en el 88, cómo casi el 56% de los votantes chilenos le daban una patada en el culo a la dictadura de Pinochet. La precuela de la Guerra del Golfo también tuvo su final (ninguna guerra tiene final feliz), Irak e Irán dejaron por un momento sus diferencias (o las escondieron).

Mi transición hacia convertirme en adulto iba viento en popa. Me crecía la barba en un 7% de lo que llevo hoy, tenía permiso para conducir y mis ahorros tendían al cero absoluto (eso no ha cambiado). Tras decidir lo que sería mi futuro académico-laboral, pasaba a disfrutar de mi lúdica obsesión —el futbol— donde seguía con detenimiento el Calcio italiano y la liga española. En aquel entonces podíamos disfrutar de un partido de cada una de esas ligas los fines de semana. En España, forzosamente al Real Madrid de Hugo Sánchez y la Quinta del Buitre. Y de Italia, transmitían lo que se consideraba el partido de la semana. Ese año en particular los partidos que más se siguieron fueron los que disputaban tanto el Milan (a la postre campeón) y el Napoli de Diego Maradona.

Tras aprobar las materias que cursé en ese penúltimo año del bachillerato, me disponía a disfrutar de la fiesta europea del futbol a celebrarse en Alemania Federal. Ocho países representados por sus equipos de futbol tomarían parte y los grandes favoritos eran los anfitriones e Italia en uno de los grupos y los holandeses (hoy Países Bajos), cuya base era el PSV Eindhoven —flamante campeón de clubes de Europa— por el otro. El conjunto inglés mediría los efectos que suponía el verse alejado del futbol continental a causa de la tragedia de Heysel tres años atrás.

En nuestro país (México, por si lees en cualquier otro lado del planeta, lo cual me daría mucho gusto) será recordado como uno de los más vergonzosos de nuestra -muy triste- vida democrática -aunque hoy día el listón lo están poniendo muy alto- “La caída del sistema”, la creación del Frente Democrático, la figura de Carlos Salinas. En el deporte también fue sombrío: los cachirules y la suspensión de toda competición internacional del fútbol mexicano por falsificación de documentos en un torneo oficial. Nos aprendimos nombres propios que brillarían (muy a su manera) en los anuarios que detallaron lo que vivimos en aquel convulso 1988.

La primera ronda trajo resultados sorpresivos, como la victoria de Eire sobre los ingleses o la intrascendencia de España en el torneo. Jugadores que se consolidaban en el plano internacional, un joven lateral izquierdo de apellido Maldini, la pareja de centrales de la “Naranja Mecánica 2.0” Koeman y Rijkaard, lo bien parecido que era Giuseppe Giannini, de la Italia comandada por Vicini. Estuve pendiente de todos y cada uno de los partidos del torneo. Mi madre, harta de mi inactividad, me advirtió de una u otra forma que, a mis diecisiete años, debía buscarme algo productivo para hacer ese verano. Anoté la orden y lo hice, invité a mis amigos a ver los partidos y a jugar un dos-contra-dos en el estacionamiento del condominio donde pasé gran parte de mi vida. Los partidos por diferencia de horario se jugaban a media mañana y la hora de la comida. Por lo que podíamos estar todo el día en eso, partido-descanso-partido-comida-cascarita. Esto duró lo que pudo durar. La presión alta del equipo de mi madre hizo agua en mi salida de balón y tuvimos que alternar sedes para seguir el torneo sin contratiempos.

La final fue en un horario matutino, por lo que la comida que hacía con mis amigos se convirtió en desayuno. La Unión Soviética —comandada por el mediocampista que después jugaría en la Juventus, Alexander Zavarov y el punta, Protasov— se enfrentaba a los Países Bajos, a los cuales ya había derrotado en el juego de la primera ronda. Los naranjas, que habían cobrado cierta venganza derrotando al anfitrión de manera agónica en la semifinal, contaban con la sapiencia de Rinus Michels en el banquillo y con un jugador fresco en un excelente momento: Marco Van Basten. El “9” del Milán había pasado parte de la temporada lesionado, Pietro Paolo Virdis tomó el puesto en lo que se recuperó. Esto jugó a su favor, llegó a la parte final de la temporada al 100%, lo que ayudó a la escalada que tuvo el equipo rossonero para alcanzar y pasar al líder Napoli, y finalmente coronarse tras años de sequía.

El Olímpico de Munich, que había enterrado la ilusión naranja catorce años antes, sería el testigo de una nueva final. Ruud Gullit, el capitán y líder de los Países Bajos, abrió el marcador con un sólido frentazo al que Dasaev no pudo reaccionar. Sin embargo, lo sorprendente llegó después, antes del minuto diez de la segunda mitad, aquel balón de Mühren (el del primer párrafo) tardó en caer. Lo normal, en cualquier caso, sería control y buscar a alguien mejor colocado o intentar un disparo. Lo que resultó podría estar exhibido en la colección permanente del Rijksmuseum, y es hoy día una razón más para amar este deporte.

Treinta y tres años después, con un oficio (escritor), una licenciatura (Diseño Gráfico) y una vida sin resolver de ninguna forma (dos hijas y muchas sonrisas), puedo voltear a ver ese verano donde Tracy Chapman, INXS, Cheap Trick, Midnight Oil y muchas horas de fútbol le dieron música a mi corazón, llenaron de goles mi tiempo y la vida me dio un pretexto para juntar a mis amigos con un solo objetivo: la felicidad.

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *