Eva

Ella sonrió. Luego me cubrió con sus brazos. En algún momento estuve a punto de caer al retazo de hierbas que estaba justo frente a la catedral. Por fortuna, tuve el equilibrio necesario para quedar en pie.

Esa noche la esperé en la esquina de Manuel Prado y Alberto Leonardo. Por diez minutos estuve parado allí. El cielo estaba límpido, lleno de puntos luminosos. Muy cerca un par de tipos pedían hamburguesas y jugos. Me hubiera gustado pedir también: mi estómago estaba vacío, la garganta la tenía reseca. Sin embargo seguí allí, luciendo una camisa azulina con rayas blancas en los costados, un jean Wrangler y unas zapatillas Nike que había adquirido hacía dos meses. En algún momento giré a la izquierda: una casona semioscura, luego casas de dos o tres pisos que se perdían a lo lejos. Entre tanto la multitud de carros continuaban, se detenían, avanzaban y viceversa.

A escasos metros, un mocozuelo de casi nueve años, quien junto a una mujer, de más de cincuenta años, de rostro sucio y cabellos desordenados, jalaban una carretilla llena de golosinas y gaseosas. Contemplando este espectáculo estuve, cuando una voz chillona me hizo voltear a mi derecha: era una figura delgada, de cabellos lacios que le llegaban hasta la cintura. Sus pupilas titilaban y su boca, rojiza como una flor llena de sangre a punto de estallar, se movía sin parar: era Eva.

Nos quedamos mirando. Pronto nos perfilamos a la vereda contraria, donde una multitud esperaba algún micro o combi. Superamos ese embrollo que parecía sempiterno, y de golpe nos paramos en un lugar lleno de luz blanca, con varias mesas y paredes cremas y naranjas.

Cogí la mano de Eva y entramos.

Una mujer de piel ajada, trigueña, de ojos como de huevos, nos atendió. Muy cerca un televisor difundía un programa de concursos, acaso el más sintonizado a nivel nacional.

Miré a Eva. Habían pasado diez días que no la veía. Solo su voz desde el teléfono, entretenía y enseñoreaba mis oídos.

Ambos nos llamábamos, aunque la verdad era yo quien la llamaba. Ella solo me enviaba uno que otro mensaje. Yo era el que gastaba la plata en llamadas, como en ese momento volví a gastar de nuevo. Sin embargo, pronto eso del dinero lo dejé en segundo plano. Lo importante era que Eva estaba allí, con su piel mate, su frente pequeña y sus dientes de roedor.

Hablamos de los amigos, a quienes ya no veíamos. De los maestros, quienes nos habían dejado sabias enseñanzas. Seguimos con la plática, mientras nos traían las ensaladas de frutas. En un momento, me miré al espejo: el cabello esponjoso, las patillas prominentes, el pequeño bigote que empezaba a crecer y los lentes de nerd que me volvían un tipo insólito, raro. Insólito y raro para cualquier persona, excepto para Eva, quien no dejaba de mostrar su rostro de júbilo, y mostrarlo aún más, cuando le di una pequeña tarjeta rojiza con frases doradas bordeada por una cinta rosada.

Eva me miró. Sonrió. En ese momento, ninguna mujer me había sonreído como ella.

Cuando dejamos los platos vacíos, sus dedos empezaron a entretenerse con mis dedos. El olor a limón de sus cabellos se deslizó por mis mejillas.

A los cinco minutos, ya estábamos a una cuadra de la plaza mayor. Las calles parecían desoladas. La luna seguía intacta, brillante, única para nosotros.

En unos segundos, me di cuenta que tenía a Eva pegada a mi pecho. Mi rostro descansando sobre sus cabellos. Sus manos jugando con mis manos. Sus dedos bailoteando con mis dedos.

Ninguno dijo nada, hasta cuando llegamos a la plaza mayor.

-Está muy linda, la noche- dijo Eva llevándome a una banca.
-Pero más hermosa está con tu presencia- le dije.

Ella sonrió. Luego me cubrió con sus brazos. En algún momento estuve a punto de caer al retazo de hierbas que estaba justo frente a la catedral. Por fortuna, tuve el equilibrio necesario para quedar en pie. En sus brazos, me sentía como un niño ante el afecto maternal. Era como un bálsamo que amenguaba en un instante las complejidades de la condición humana.

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