Los germanos dicen que “un libro prestado es un libro perdido”. Considero, pues, según las circunstancias que me tienen escribiendo esto, que debería ser de conocimiento universal el enunciado –aunque hasta cierto punto, lo es. Que más que frase conocida debería ser una advertencia para con los lectores. Claro, de esa frase hay variantes a manera de bufé, e incluso no se remonta el origen de la misma a los alemanes, empero, es de las que tienen mayor claridad cuando se trata de entender. Por ejemplo, en español, se escucha de sobremanera gente que dice que “hay dos tipos de tontos: el que presta un libro y el que lo devuelve”. Desconozco lo que sea de su gracia, pero yo preferiría ser de los segundos. Hace años que un buen amigo me prestó un libro, y, desafortunadamente, no supo siquiera que, desde que se desprendió el ejemplar de su librero para que fuera a parar al mío, dejó de ser suyo. No lo culpo, él no pensó que yo fuera la clase de sinvergüenza que no regresa los libros. Podría decir, para defenderme, que yo tampoco lo sabía. Desde entonces, aprendí que no debía prestar mis libros si no quería yo ser uno de esos tontos que no saben que están diciéndole adiós a uno de sus libros favoritos; sin embargo, claro que caí, y muchas veces, y presté mis libros y los observé marcharse para siempre.
Hace ya varios años que no he dejado ir uno solo de mis libros, o lo he olvidado, para no tener que venir aquí a confesar que fui uno de esos tontos que prestó su libro. Insisto, uno va aprendiendo, u olvidando. Pero, no niego que quisiera, entonces, lograr algún día desprenderme de esa característica mezquindad muy mía que llevo clavada cual vello que crece por debajo de la piel que no me permite prestar un libro sin mirarle reacio cuando lo veo marcharse en los brazos de alguien más, y al instante siguiente ya estoy ávido de tenerlo de vuelta en mi librero, porque a pesar de lo antes descrito, soy un incrédulo, y es así como espero que después de tanta experiencia, sigo creyendo que me lo devolverán. En cambio, antes de yo decidirme a facilitar algún libro de mi librero –casi cualquiera que este sea, aunque tenga excepciones–, prefiero comprarlo nuevamente y regalarlo: así, desde un principio, sé que jamás fue mío, jamás le tomé cariño, y entonces no caigo en un ridículo egoísmo y me ahorro una o dos noches de irreparable mezquindad.
Por más extremo que esto suene, lo libros que yo adquiero, que yo tengo, siento que son una extensión mía que funciona como salvavidas en esta alberca repleta de deyecciones que es la cotidianidad, la ambigüedad, la desolación. No puedo mirarme expectante a la resolución no escrita en que se ciernen los préstamos: esperar a que esos ejemplares vuelvan a mí es un verdadero calvario. Sin embargo, lo hago, honrosas ocasiones, porque de esos episodios de inquietud y absurda desolación tienen que ayudarme alguna vez a soltar ese cicaterismo para con esos objetos. La mezquindad debe abandonarme alguna vez, pero no lo hará por sí sola. Y cómo, sino ejercitando ese dejar ir, he de ir aprendiendo que hay cosas, libros, en este caso, que están destinados a ya no volver. (Casi lo mismo que con los amores, y las oportunidades.) Además, dicen, quienes resultan ser bibliólogos o expertos-en-todo por dedazo propio, que esos espacios que quedan vacíos luego de que un libro se marcha, están destinados a ser llenados por otros más. Nadie sabe, a ciencia cierta, ni tampoco falsa o tergiversada, si lo que se dice es verdad. Aunque, sin parecer (más) pretencioso, es casi una certeza; e inclusive podemos poner a tono esa tan famosa ley de la conservación de la materia. Que nada se crea, ni se destruye, y que todo se transforma.
El hecho que aquí describo, y aunque logre identificación automática con los colegas avaros, envidiosos o recelosos con lo suyo, es una proyección personal de la idealización para con mi colección, mi persona, esos objetos inanimados. Y bien puede esto ceñirse con coleccionistas de todo tipo: de calcomanías, de postales, de objetos de porcelana. Pero no me permitan divagar ni ahondar tanto, puesto que además de mezquino y egoísta, he de ganarme también el adjetivo de falso tirano por estar imponiendo mis creencias. No quiero pasar a ser el Calígula de las colecciones, los préstamos y su idiosincrasia. Aunque, además, decir Calígula es mucha aspiración de mi parte y, para buena suerte de todos, no pertenezco a ninguna dinastía. Si acaso pertenezco a algún grupo, será a algún club anónimo donde uno va y expía su consciencia de sus aviesas acciones con pretextos absurdos como decir que fue el destino, o exculpándose a uno mismo, y culpar a alguien más, cayendo en la figura de mártir cuando en realidad es uno el villano. Pero, ¿quién soy yo para hablar en nombre de todos los coleccionistas de una manera tan certera y especializada, si de experiencia sólo tengo libros ganados y perdidos, una falsa comparación con un tirano y una excusa disfrazada de analogía con clubes y dinastías, y que, además, no se atreve a prestar sus libros porque cree que se va a quedar sin nada?
Por otro lado, no puedo deslindar al libro de su responsabilidad, si es que la tiene, porque bien que tienen su orgullo propio: una vez que se marchan, no vuelven. O no los devuelven. Y creo que es esa una de las más grandes características de mi negativa a ser partícipe en ese ámbito de prestador de libros desinteresado: a quien le prestaste tu libro no te lo ha de devolver no por no poder, sino por no querer. (¿Y el tirano era yo?) Podría comprender que no me paguen alguna deuda monetaria, porque quizá sea difícil conseguir el dinero, y ya no expongamos las razones. Pero, ah, ¿cómo negarse a devolver algo que tienes ocupando un lugar en tu librero que antes estaba vacío? Y me acuso y me someto al escrutinio igual que ustedes porque también tengo libros que no son míos, que me prestaron, que no devolví y que, por supuesto, ya más por pena que por orgullo, no devolvería.
A este grado de pensamiento y “reflexión”, desconozco, y lo digo muy sinceramente, de qué lado quiero estar o qué tipo de tonto quiero ser. Nada bueno resulta de llevar al extremo un cuestionamiento tan simple como lo es el prestar o no un libro. (¿Dije simple?) Vaya usted a saber, lectora o lector, lo difícil que para mí resulta. Quizá simpatice, o quizá le resulte repugnante o insignifcante que haya tenido que leer todo esto y llegar hasta este punto para no hallar resolución alguna de ninguna manera y que esto sea simple y sencillamente, pura retórica. Y sin embargo, de nombrar lo que esto sea, quizá deba encargarse usted; al escrutinio ya me sometí yo y, de paso, hasta mis ideas. Contemple un poco la posibilidad de hallarse a su paso una persona como quien decidió escribir esto: ¿no le parecería insondable pedirle un libro sabiendo todo lo que para ella o él eso implica?, o, pero aún, ¿pensó ya la posibilidad de prestarle un libro a esa persona como yo sabiendo que lo más probable es que no se lo devuelvan? Dejaré de atiborrarle con preguntas que probablemente le parezcan innecesarias: quedémonos pensando en lo bello u horrible de pedir libros, o de prestarlos y, sobre todo, no devolverlos. Yo me devolveré a mi irreflexión y mi mezquindad, tratando de alguna vez deshacerme de ella.