Fantasmas

¿Cómo evitar sentirnos egoístas por pensar más en nosotros mismos, y no estar, como según dicen, pensando en una posible solución colectiva?

Qué difícil ha resultado escribir, e incluso hablar, de otra cosa o tema que no sea el virus, la pandemia, el confinamiento, la cuarentena, el encierro. Es muy complicado. Lo es, incluso, cuando uno se asoma a lo que solía distraerle; ya no importa qué sea o qué haya sido, ni de dónde sea: todo está inundado de la actual crisis. Estamos por entrar a un sitio del cual puede no haber salida de manera pronta; una inquebrantable unanimidad en cuanto al pensamiento está por volverse cuestión imprescindible: no es fácil olvidarse al pensarlo todo el tiempo y en cualquier espacio. Se volverá pieza del museo de nuestros pensamientos: histeria, desgarre, conmoción. Serán fantasmas que nos persigan y habitarán el mismo espacio que nosotros; conviviremos con ellos. Y todo irá bien si esa convivencia poco animosa y obligatoria  no se ve alterada por la indiferencia con que podríamos tratarnos. Pero, ¿qué cuando esos fantasmas pesen más que la presencia del propio habitante del espacio?, ¿será posible huir de uno mismo?, ¿de dónde se sacará la calma que se necesitará para poder recuperar las fuerzas? ¿Podremos ser capaces de mirarnos al espejo y enfrentarnos en ese estado anímico y deplorable? Lo digo por lo definitorio que pueda resultar ese encuentro primero. Podría devenir en desgracia. O podrá solamente provocarnos asco solamente, si bien nos va.

¿Hacia qué lado de la situación debemos dirigirnos? ¿No está demasiado complicado elegir cómo sentirnos? De pronto comenzaron a atacarme las dudas, como esa neblina de carretera que de la nada cae y se esparce por el camino, inamovible. Me siento así, en un andar gris, triste, dubitativo.

Me hace falta respirar en otro espacio que no sea ningún rincón de este mi lugar. No por el espacio, sino por el tiempo. Pesa que transcurra tan intranquilo, tan expectante. Y sin embargo me siento resguardado aquí dentro.

(Así suena mucho más complicado el encierro). El ánimo que deambula por las calles vacías de la ciudad es vituperante; como si la neblina también se instalase en la memoria propia de la ciudad que antes estaba habitada. No sólo mi ciudad (¿o yo?), ni sólo la tuya (¿o tú?), sino todas. ¿Cómo se logra encarar esa soledad insípida a la que de un día a otro tuvimos que someternos?, ¿cómo evitar sentirnos egoístas por pensar más en nosotros mismos, y no estar, como según dicen, pensando en una posible solución colectiva?

*

Permanecer en mi recámara me hace sentirme acorralado dentro de las cuatro paredes, así que sólo entro cuando llega la hora de dormir; o cuando siento la necesidad de escribir, y voy y tomo bolígrafos y libretas; y con la misma fugacidad, cada que termino el libro que estaba leyendo y deseo, entonces, comenzar otro. Ya ni siquiera ver la televisión me hace sentirme gustoso o animado, y ni qué decir de la calma. Paso arrinconado otra parte del tiempo en el sillón modular que está junto a la ventana, donde logro ver la mayor parte de la inactividad que se ha observado durante los últimos días. Puedo ver las escaleras, el comedor, una pequeña parte de la cocina. (Creo que me permite tener buena vista la perspectiva en que está postrada la sala: se encuentra hundida de menos un metro por sobre el resto de la casa, a manera de desnivel, así que todo lo que se mira lo veo a lo alto, con la claridad que me permite mi vista). En ese sillón leo a veces, aunque no me parece lo más cómodo, ni siquiera si decido subir los pies al otro módulo del sofá para poder acomodarme mejor. Si no tengo la postura correcta me incómodo y abandono rápido la actividad. Cuando no estoy ahí, estoy sentado en la silla más larga del comedor, escribiendo o viendo y leyendo las noticias mientras bebo algo y me muerdo las uñas –pasando por alto ese anuncio que nos han repetido hasta el cansancio de no tocarnos el rostro, aun cuando esté limpiándome las manos de manera frecuente–; ese lugar donde también se pasa rápido la mañana, y la tarde. Y entonces, cuando me aburro y decido quebrar ese umbral de la monotonía, paso a lo que he decidido nombrar últimamente como “mi oficina”, que no es más que unos pedazos de madera bien acomodados con clavos rígidos a manera de una barra improvisada y un banco, incómodo como el carajo, en un rincón trasero del patio, en un cuarto repentinamente acondicionado. Sobre la barra habrá siempre lo siguiente: una cajetilla de cigarros a medio llenar, un encendedor enorme para no estar sufriendo porque ya se terminó; un libro, o quizás dos o tres, dependiendo qué sea lo que esté escribiendo o leyendo; una pluma de mis favoritas y una libreta, la que sea, para tomar cualquier tipo de nota.

Ahí, en esa oficina de mentiras, es donde leo hasta tarde, donde me quedo mirando a Luca, mi perra, correr por el patio hasta el quedar exhausta, donde luego bebe agua desesperadamente y después procede a acostarse en alguna de las almohadas ya gastadas que tiene regadas por el patio de concreto. Ahí se gestan mis ideas; es ahí donde clarifico de qué va lo siguiente que voy a escribir. O donde al menos lo he intentado últimamente, tratando pensar en algo que no sea el confinamiento y sus estragos, el aumento inquietante de infectados, las noticias apabullantes: muertes y más muertes. Me avasalla el malestar después de leer los titulares, pero me es imposible dejar de hacerlo, el dejar la lectura un momento, porque dejar de estar al tanto, para mí, es el equiparable de quitarle el trago al que lo necesita para sentirse a gusto. Exagero, quizás. Ya no sé si soy yo, mi fantasma o las condiciones.

En ese punto inquieto de mi memoria y mi estabilidad me dan ganas de salir a la calle, gritar y volver en mí (¿o de mí?) un par de horas después. Luego recuerdo que no debo salir, a menos que sea muy necesario. Por un lado, en ese punto decisivo, el ser invisible que anda tras de mí siempre me pide que ignore todo y salga, que al cabo hay más gente fuera y uno más qué daño hará. Siento un impulso inexorable de salir corriendo. Por otro lado, estoy yo, frente a un espejo imaginario –que para ser producto de mi mente parece muy real entre mis dedos- que puedo manipular. Al hacerlo, no sé si sentir compasión o asco: no por mi persona, sino por mi parecer, por la poca mesura que me habita. Y aun así, tengo las agallas de enfrentarme y decirme que no voy a salir, porque no debo: no tengo a qué salir. Me digo, casi gritando, que debo mandar al carajo a esa fantasmagórica criatura que anda rondando mi estabilidad. No lo logro, claro; empero, pero ya estamos logrando una tregua.

Preocupa todo en demasía: eso es un hecho. Sin embargo, a merced de estar todo el tiempo en calidad de custodiado, la claridad no alcanza para abarcar mucho, algunas veces quizá nada. Ya de hallarle solución a esto mejor ni hablamos. Aunado a la incertidumbre, y al pasar del tiempo, parece ser de lo más utópico solucionar algo. Entonces el hundimiento personal termina por ejercer cierto carácter imperial por sobre cualquier otro enclenque sentimiento: volví a estar al mando de mí mismo, el fantasma de mí ha optado por solamente hacerme compañía.

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