Gotas de sangre

Aprendió una nueva palabra; el viento la trajo a sus oídos una mañana, mientras dormitaba en el huerto. Cuando se quedaba sola, se relamía pronunciándola en voz alta. Un escalofrío la sacudía y una ensoñación se apoderaba de ella. Era la clave de todo, pensaba; nadie tenía más derecho a aquella palabra, que ella.

Por: Silvia G. Hernández

Rose se miraba al espejo y veía a alguien mediocre. No era un diamante sin pulir, ni inteligente o mártir. Era Rose, la tonta de Rose.

El primero que la llamó tonta fue su padre; un hombre temeroso de Dios, pero no de la botella. No pegaba a su mujer. Tenía hijos y animales suficientes para tener un saco de boxeo diferente cada día. Rose creció y se hartó del cinturón. Decidió que debía casarse, para poder salir de la casa familiar. No soñó con los “adonis” del pequeño pueblo; los animales heridos son prácticos. En el baile de primavera de su decimoquinto cumpleaños, dejó que Richard Liby le metiera mano, mientras ella imaginaba una vida sin golpes.

Richard le metió mano a Rose para quitarse el ‘san benito’ de “marica”. De la enorme lista de “cosas que deben hacer los hombres”, él no sentía interés por ninguna. Cojeaba desde los nueve años: su padre lo encontró jugando con un fular de su madre y le tiró por las escaleras. Los accidentes, dijo el médico, ocurrían. Hacía tiempo que se había fijado en Rose, aquella chica desgarbada y fea que llevaba chaqueta, incluso en verano, para esconder los moretones. Los que poblaban su cara eran imposibles de disimular.

Rose y Richard se casaron un año después, en una sencilla ceremonia, y se fueron a vivir a los lindes del pueblo, alejados de todos, en un microcosmos de seguridad creado a conciencia. Cuando Estela apareció, su vida se hizo más plena. El pueblo, ese ente social que había obviado las crueldades de las que ambos habían sido víctimas, les aceptó por fin.

Estela creció sana y alegre. Comenzó a ir a la escuela y destacó por su inteligencia y obediencia. Rose le trenzaba el pelo e insertaba entre los mechones flores rojas, siempre que la estación lo permitía. A Estela le gustaba girar y girar, y ver cómo el mundo se emborronaba y se convertía en manchas de colores que simulaban un caleidoscopio. Soñaba, cantaba y vivía la vida como hacen los niños, con curiosidad y osadía.

Una mañana de primavera, Rose lavaba ropa en el río. De repente, su mirada quedó atrapada en sendas flores rojas que recorrían el flujo de agua dejándose arrastrar. Lo supo. Gritó con una desesperación que no había conocido antes. Estela, de nueve años, apareció horas después flotando en una zona oculta del río. Si no hubiera sido por la sangre, la imagen hubiera sido bucólica.

Las viejas murmuraron que Rose había atraído la desgracia a su casa al usar “Gotas de sangre”, para decorar el pelo de su hija. Era tan soberbia. Era tan tonta. Nadie tuvo en cuenta los repetidos golpes en la cabeza que tenía la niña ni los hematomas en los brazos. Ni la desaparición de su ropa interior. La enterraron y la vida, para el resto del mundo, continuó.

La noche que Rose se despertó en mitad del pueblo, nadie la vio. Fue una suerte, porque así tuvo tiempo de entender qué era lo que había ocurrido.

Escondiéndose entre los callejones y los arbustos crecidos, regresó a su casa, se limpió con cuidado los pies llenos de tierra y se volvió a meter en la cama donde Richard roncaba levemente. Los paseos nocturnos se volvieron comunes, ahora sí, voluntarios. La tonta de Rose dejaba a su marido acostado y luego paseaba por las callejuelas entre las casas, sinuosa como un gato en la oscuridad. Espiaba a sus vecinos, esos seres que enarbolaban la rectitud y la felicidad de las ‘buenas gentes’; aprendía sus secretos, olía su miedo. Y descubrió que todo el mundo esconde algo. Buscó inocentes y no los encontró.

A veces, pasaba por la iglesia que se alzaba blanca, iluminada por la luna, como una respuesta. “Las desgracias son el yugo de Dios”, le había dicho el párroco, mientras se preparaban para el funeral. Pero ella sabía que era mentira. Ese pueblo, esa gente, habían sido su yugo, y el de Richard; y también el de Estela.

Aprendió una nueva palabra. El viento la trajo a sus oídos una mañana, mientras dormitaba en el huerto. Cuando se quedaba sola, se relamía pronunciándola en voz alta. Un escalofrío la sacudía y una ensoñación se apoderaba de ella.

Era la clave de todo, pensaba; nadie tenía más derecho a aquella palabra, que ella.

Esa noche hizo el amor con Richard y le observó dormir hasta la hora de las brujas. Se encaminó hacia la calle principal del pueblo, descalza, sintiendo cada guijarro en sus pies, mientras el vestido rojo, comprado para la ocasión, ondeaba con el viento. Gotas de sangre adornaban su pelo. La garrafa de gasolina rebosante parecía ligera, y las sombras, cómplices, la hicieron invisible.

El Ayuntamiento, que albergaba en su interior la comisaría, fue el primer edificio en arder. Cuando se dieron las primeras voces de alarma, todos los vecinos acudieron a ayudar, mientras Rose, ya en el otro lado del pueblo, comenzaba a incendiar casas al azar. El viento ayudó al fuego a danzar, y de una manera rápida, y casi mágica, el pueblo se llenó de gritos y desesperación. Rose, como una abeja laboriosa, se dirigió por último a la iglesia.

El brillo y el calor del fuego se tragaban el pueblo, mientras ella bautizaba el altar con gasolina. Cuando el Cristo crucificado comenzaba a arder, el párroco entró increpando a Rose. Ella, en un calmado frenesí no le escuchó, pero él sí la oyó cuando ella le susurró la verdad. El párroco hincó las rodillas y pidió clemencia a su dios. “Tú no puedes juzgarme”, gritó a Rose. Notó el fuerte olor y la humedad que se desprendían del vestido cuando ella le abrazó. “Dios nos juzgará a ambos”, le susurró Rose, “a ti por matarla y a mí por condenarte”.

Dejó caer con cuidado el mechero cerca de su vestido empapado y, mientras el fuego los devoraba a ambos, y la iglesia se caía a pedazos, ella rezó “Venganza”.

Y saboreó, por última vez, la palabra que la había hecho libre.

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