Foto: @CinetecaMexico (Twitter)

Ir al cine y quedarse ahí

El cine no es un arte que filma la vida; el cine está entre el arte y la vida.

Jean-Luc Godard.

Giuseppe Tornatore, el director de Cinema Paradiso (1988), alguna vez dijo: El cine es mejor que la vida, con cada película se nace de nuevo. Una frase que resume toda la belleza e importancia que el séptimo arte tiene para quien decide plantarse frente a la gran pantalla y encontrar historias insólitas, viajar a lugares fantásticos o, quizá, vivir una vida distinta a través de un personaje.

Cuando la mente decide hacer un flashback hacia los primeros acercamientos con el cine, los recuerdos pueden no ser muy claros sobre todo en los primeros años. Por ello, decidí hacer un recuento del camino que para mí ha representado vivir viendo películas. Un recorrido que, en este caso, va de La Sirenita (1989) hasta Umberto D (1952). Trayecto extraño, turbulento, con lugar para la comedia y la animación, el terror y el drama.

El crítico José Antonio Valdés dice que la historia del cine es como un árbol: las raíces son los Hermanos Lumière y Georges Méliès; el tronco, las diferentes corrientes cinematográficas: el neorrealismo italiano, la nouvelle vague, el dogma 95, etc.; las ramas, los géneros: terror, drama, comedia, acción, etc., y finalmente, las hojas son los directores: de Kubrick a Ripstein, de Spielberg a Tarkovski. Todo eso representa un árbol grande, enorme, lleno de películas que, de una forma u otra, han marcado muchas vidas.

Una cosa es cierta, el amor por el cine no puede ocultarse. Se hace evidente cada vez que, sentado en la oscuridad de la sala, un filme consigue que el espectador vibre y se emocione.

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Como muchos niños de los 80, desde que nací estuve rodeado de cine. No recuerdo exactamente las primeras películas que vi en el Cine Rívoli los domingos por la tarde con mi madre, pero sí recuerdo la emoción de entrar en la sala, la oscuridad que envolvía el ambiente y el olor a palomitas de maíz en el vestíbulo. Ir al cine era toda una experiencia para un niño a los cinco años: por dos horas era posible ver otros mundos, reír con películas animadas o salir tarareando alguna canción de la banda sonora.

El primer recuerdo nítido que tengo en un cine es en 1989. La Sirenita se proyectaba en el Cine Olimpia en el Centro Histórico de la Ciudad de México. Es imposible olvidar esa primera sensación cuando una película te revienta la cabeza. Los colores, las canciones, la música de Alan Menken, los gags de los personajes, la belleza de Ariel y su curiosidad por el mundo de los humanos, hacen de esta cinta de Disney un eslabón más de una serie de grandes clásicos que no deja de crecer.

Ese día, a la salida del Cine Olimpia, todavía emocionado por lo que acababa de ver y escuchar, mi madre me compró unas burbujas con la forma de Flounder, el simpático pez amigo de la sirenita. La gente salía por montones del cine y nos apretujaban, las luces de los carros que pasaban sobre 16 de septiembre nos deslumbraban, porque todavía estábamos medio cegados por la oscuridad de la sala. Era el regreso a la realidad, la desconexión con el mundo fantástico que acabábamos de dejar. Lo recuerdo perfecto.

El paseo se completó con una cena en algún lugar cercano mientras hablábamos de la película y nuestras secuencias favoritas. Se hizo una pausa mientras mi mamá pagaba la cuenta, y yo sólo pensaba en una cosa: quiero ver más películas.

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Los cajones y estantes de mi abuelo siempre me parecieron muy intrigantes. Atiborrados de papeles, películas y libros, fueron una fuente invaluable de aprendizaje: la portada de un libro o la caja de un Betamax, podía despertar en mí una curiosidad desmedida. Durante unas vacaciones, hurgando una tarde, me encontré con la hasta ese momento tetralogía de Rocky Balboa en formato beta.

Solo, de forma intuitiva y sin que nadie me enseñara, metí el casete en el aparato, con mucho miedo de arruinar la flamante nueva videocasetera de mi abuelo; me emocioné con las brillantes secuencias de Rocky (1976), Rocky II (1979), Rocky III (1982) y Rocky IV (1985). No importaba cuántas veces veía las peleas cumbres contra Clubber Lang o Ivan Drago, siempre terminaba igual de emocionado, exhausto de copiar los movimientos de Sylvester Stallone.

Al terminar la segunda, ponía de inmediato la tercera y así sucesivamente. Exploraba con detenimiento las cajas de los videocasetes y hubo un detalle que me cautivó: Stallone no sólo protagonizaba las tres secuelas, también las dirigía. Eso podía pasar a segundo término para otros niños, pero no para uno que estaba obsesionado con las películas y la magia que provocaban. Cuando en la radio escuché que Rocky V (1990) llegaba a las salas de mi ciudad, sentí que a mi corta edad podía morir de un infarto.

La tarde en que mi tío me llevó al cine la recuerdo con una simpática ansiedad. Se nos había hecho tarde para la función y tenía mucho miedo de entrar a la sala y que la película ya hubiese comenzado; perderme los cortos, no alcanzar lugar. El Cinema La Raza estaba atiborrado de gente, pudimos acomodarnos en un rincón a mitad de las escaleras y no importaban los pisotones y la extrema, exagerada oscuridad durante las siguientes dos horas.

El director John G. Avildsen regresó a la saga por la cual ganó el premio Oscar a mejor director en 1977. Rocky V es un film turbulento, nostálgico, sobre todo en la increíblemente emotiva secuencia de créditos finales. Pero lo que más recuerdo de esa tarde es la compañía: mi tío, tan fanático de la saga Rocky como yo, no dejaba de emocionarse en cada secuencia de pelea y me explicaba lo que no alcanzaba a entender. En una palabra “enriqueció” la experiencia de visitar el cine. No se quedaba con el mensaje superficial de la película, la desmenuzaba y me pedía que pensara como el personaje: ¿Qué motivaciones y contradicciones se le presentaban a Rocky? ¿Qué haría yo en su lugar? Regresé a casa eufórico y pensativo.

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Como ya he mencionado, no me llevaban al cine tanto como yo hubiera querido. En la televisión miraba los cortos de las películas que se estrenaban y pensaba en cómo se desarrollarían, cómo sería el final. Por diversas circunstancias, mi madre y yo dejamos la imponente Ciudad de México y nos trasladamos a vivir a una pequeña localidad en el Estado de Hidalgo, llamada Apan.

Ahí, el cine fue de más fácil acceso para mí, incluso en películas no aptas para niños de mi edad. Pude ver y estremecerme con películas como Navajeros (1980), Ratas de la ciudad (1985), La Camioneta Gris (1990) del director José Luis Urquieta, y varias más de los Hermanos Almada. Veía todo lo que las sucias y oscuras salas de cine de mi localidad podían ofrecerme: cintas protagonizadas por Alfonso Zayas, películas juveniles como Más que alcanzar una estrella (1992), Cambiando el destino (1992) y reestrenos de clásicos tipo Bellas de noche (1975).

En función doble, pude ver Canoa (1976) y Rojo amanecer (1989), en una de las noches más traumáticas y siniestras de mi hasta entonces breve vida. Felipe Cazals y Jorge Fons fueron una llave hacia un cine que no conocía y que me impresionó de forma irreparable. Mi apreciación del cine cambió para siempre después de esa noche.

Siempre habrá cineastas valientes capaces de provocar y sorprender al público, quienes pese a la censura o a la falta de una audiencia exigente, serán los indicados para poner en la pantalla los temas rasposos que siempre son necesarios convertir en película. El terror claustrofóbico, los diálogos punzantes y un desenlace que hoy en día sigue taladrando la mente de cualquiera de Rojo amanecer; el color de la sangre, los gritos perturbadores y ese estilo documental de la obra de arte que es Canoa, son elementos importantísimos que a la fecha siguen siendo objeto de análisis en las escuelas de cine.

Esa noche salí del cine pensando que seguramente había visto algo que no debía. Tuvieron que pasar muchos años y revisiones en Beta, VHS, DVD y Blu-ray para superar el trauma que esas dos películas dejaron en mí. En ese momento no lo sabía, pero: ¡Acababa de ver dos de las más grandes películas mexicanas de todos los tiempos! ¡La misma noche!

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En 1991 volví al Cine Olimpia para el reestreno de Marcelino, pan y vino (1955) de Ladislao Vajda, todo un fenómeno; en 1992, mi tía me llevó al estreno de El guardaespaldas (1992) de Mick Jackson en un bellísimo cine cuyo nombre no recuerdo, pero que tenía unos impresionantes candiles en el vestíbulo. El olor a maíz palomero inundaba los pasillos, mientras esperábamos nuestro turno para entrar en la sala, con las manos llenas de dulces y refrescos fríos. Este film protagonizado por Whitney Houston y su pegajosa canción fue otra muestra para mí de lo que el cine como vehículo de entretenimiento podía generar. El soundtrack de la película fue uno de mis casetes favoritos durante mucho tiempo, supe quién era Kevin Costner, que tenía dos premios Oscar, y entendí una vez más que salir con mi tía era toda una aventura.

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Para 1995, mis dos hermanos menores ya habían nacido y con ello se abrieron un montón de posibilidades para seguir viendo películas. No podía dejar de imaginar que yo era el responsable de su posible próxima cinefilia y debía hacer que desde pequeños vieran lo mejor. Devoramos en VHS todos los clásicos de Disney y estrenos de la época como El Rey León (1994) y Toy Story (1995). Nos aprendíamos los diálogos y volvíamos a reír como locos en las mismas secuencias. No importaba las veces que las veíamos, siempre era entretenimiento puro, envueltos en pijama.

La videocasetera que teníamos en casa era utilizada a marchas forzadas. En el Videocentro de mi localidad rentaba todo lo que podía: conocí el Tiburón (1975) de Spielberg, Volver al futuro (1985) de Robert Zemeckis, Las Poquianchis (1976) de Cazals y El castillo de la pureza (1972) de Arturo Ripstein. Desde entonces, debo confesar que nació en mí una intriga obsesiva con el cine mexicano de los 70. Busqué y vi en cine casero todo lo que pude de los directores más sonados de esa época.

Y fue así como un día en la TV vi anunciada una película mexicana a estrenarse en salas. El callejón de los milagros (1995), una película de Jorge Fons a quien yo ya conocía por Rojo amanecer, Los albañiles (1976) y Fe, esperanza y caridad (1972). Pedí que me llevaran a verla al cine, pero era imposible, mi edad no me permitía ingresar a la proyección. Intenté colarme ilegalmente en la sala de mi cine local, pero tampoco. Tuve que esperar más de un año para poder rentarla. Recuerdo con emoción haber visto una tarde el póster en la ventana del videoclub, con Salma Hayek luciendo tan enigmática y hermosa.

Dos casetes VHS, debido a su duración, y pasar a mi cuarto la videocasetera para poder apreciar en soledad una película de trama delicada para la época, son los recuerdos que tengo previos a ver la que quizá siga siendo mi película favorita del cine mexicano. Basada en la novela del Nobel egipcio Naguib Mahfuz, el guion de Vicente Leñero traslada la acción a las calles del Centro Histórico de la Ciudad de México. Tres historias se entrelazan, presentando a personajes agobiados por sus tribulaciones, paseando en una húmeda vecindad, en donde desde el primer encuadre, se siente que algo tremendo sucederá.

La belleza e importancia del guion de Leñero, radica en la forma en la que decidió contar la historia, partiendo en tres la novela y regresando al punto de partida en cada ocasión, pero desde los diferentes puntos de vista de los personajes principales. Cuando se llega al epílogo, no hay retorno. La pantalla se funde a negros, la música de Lucía Álvarez sube y queda esa bellísima sensación de saber que se ha presenciado una obra de arte única.

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Mi abuelo, una vez más, accedió a comprarme en VHS el gran blockbuster del año 96, que por desgracia no pude ver en el cine, El día de la independencia (1996) de Roland Emmerich. Entretenimiento puro. Se convirtió en una película que podía ver una vez al día. Me gustaba analizar los diálogos y los momentos en los que deliberadamente se manipulaba al espectador por medio del patriotismo. En un tiempo en el que era muy limitado el acceso al cine casero, tener dos o tres VHS era verlos una y otra vez. Sin embargo, siempre había tiempo para ir al videoclub. Una tarde lluviosa mientras andaba en bicicleta, vi el poster de Trainspotting (1996) en el ventanal del Video Plaza, nombre de nuestro club cercano (qué importantes resultaban los pósters anunciando los estrenos que llegaban, no lo había analizado tanto hasta el día de hoy), me detuve y la renté porque en alguna de las muchas revistas de cine que hojeaba en Sanborns la llamaban “La naranja mecánica de los 90”, un término que retomaré más adelante.

Tampoco pude ver Trainspotting en el cine, la vi en la pequeña tv que tenía en mi cuarto y una vez más sentí que la cabeza me iba a explotar. La secuencia inicial y su turbulento ritmo, me parece que atrapa al espectador y no lo suelta durante los 90 minutos de duración. Todo funciona, la música, el guion y la fotografía se fusionan para crear una película de culto instantánea, con secuencias tan extremas como inolvidables. El soundtrack es un caso aparte. Empezó en mi vida ese extraño gusto por conseguir y escuchar todo el tiempo la música de las películas que miraba.

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Mi madre, mis hermanos y yo vimos Titanic (1997) siete veces en el cine. Sí, siete veces. La gran película de James Cameron nos había impresionado tanto la primera vez que la vimos, que regresábamos a ella varias veces igual que adictos a la adrenalina. Siempre buscando esa sensación de la primera vez. Era increíble cómo nos emocionábamos en la butaca en el quinto o sexto visionado, mientras gente de todas las edades atiborraba siempre la sala. Algunos lloraban y otros reían o gritaban. El silencio sepulcral en el cine durante las secuencias dramáticas daba escalofríos. Entendí una vez más que el cine era un motor impresionante en la generación de emociones.

Titanic representó el despegue de una costumbre familiar y personal que ya nunca se detuvo, con visitas al cine por lo menos, una vez al mes. En esa misma época, recuerdo con especial aprecio las animaciones de Disney, Hércules (1997) y Mulán (1998), además de The Lost World (1997) de Steven Spielberg. Las primeras dos son de las cintas que a la fecha me siguen manteniendo sumamente divertido, en gran parte gracias a las canciones y a los diálogos hilarantes.

Como cualquier otro niño en los 90, conocí Jurassic park (1993) de Steven Spielberg, en formato casero, pero no caí enamorado de los dinosaurios en el momento. Mi proceso fue más lento y reventó cuando años después, tuve la oportunidad de ver la secuela y leer las novelas de Michael Crichton.

En una segunda revisión a Jurassic Park años después, no sólo encontré todas las bellísimas formas en las que Spielberg manejaba el suspenso y el entretenimiento, también descubrí su manejo del encuadre, el uso de la música de John Williams y la fotografía de Dean Cundey. The Lost World por su parte, apreciada en el cine como debía ser, vino a confirmarme que Steven Spielberg era un artesano capaz de visitar todos los géneros cinematográficos y hacerlos suyos.

Un año después, en 1998, tuve la oportunidad de ver Rescatando al Soldado Ryan (1998) en un escenario totalmente atípico. Me encontraba viviendo en Canadá y acudí al cine acompañado de un caleidoscopio de nacionalidades: japoneses, taiwaneses, brasileños, colombianos y mexicanos. Todos, todos nos quedamos con la boca abierta con la poderosa secuencia inicial del asalto a Normandía. Steven Spielberg de forma prácticamente documental, pone al espectador al nivel de la playa, esquivando balazos y casi oliendo la sangre de los cuerpos. El manejo del sonido es inolvidable.

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Tengo que decir que vivir en Canadá me hizo voltear a ver a México con un hambre desmedida de cultura. De pronto estaba interesado en los muralistas, quería conocer todos los museos de la Ciudad de México, me puse a leer a Octavio Paz y a Juan Rulfo y, por supuesto, veía todo el cine mexicano que podía en casa y en salas. Sólo me lamentaba haber perdido tanto tiempo sin adentrarme en mi propia cultura mexicana. Conocí el cine de Ismael Rodríguez y me obsesioné con Luis Buñuel.

Ingresé a estudiar periodismo, pues consideré que era la carrera que englobaba todo lo que yo buscaba y quería, que era investigar, apreciar y escribir. Ya en 1999 y de la mano de la mujer que entonces era mi novia y hoy es mi esposa (el amor de mi vida, para acabar pronto), entraba y salía del cine sin parar. Tengo recuerdos nítidos del cine mexicano en Sexo, pudor y lágrimas (1999); de películas que cuando salieron nadie entendió y hoy son de culto como Matrix (1999); vimos de todo, cine animado, comedias románticas y dramas potentes como El coronel no tiene quien le escriba (1999) de Arturo Ripstein.

Sin embargo, creo que la primera obra maestra que vimos juntos se llama Amores Perros (2000) y la dirige Alejandro González Iñárritu. La mejor secuencia inicial en un film mexicano en mucho tiempo; manejo de tiempos fragmentados hasta ese momento inédito en el cine nacional; un guion honesto y contundente; una banda sonora inolvidable que de paso reactivó el soundtrack como producto de consumo en este país. Esas, son sólo algunas de las virtudes del film mexicano más importante de los últimos años.

Iñárritu ofrece un viaje por una ciudad de México húmeda, ensangrentada y visceral; incluso por momentos surrealista. Esta cinta marcó el inicio de la exitosa mancuerna Iñárritu-Arriaga, que sólo tres films después, terminaría entre vergonzosos conflictos personales. Heredera del estilo narrativo de Tarantino, a su vez Amores Perros ya ha sido influencia en otros jóvenes realizadores, como Gerardo Naranjo y su aplaudida Drama/Mex (2006). Recuerdo que, al salir del cine, mi novia y yo nos volteamos a ver uno al otro sin decir nada, agobiados por lo que acabábamos de ver: una película irrepetible.

Algunos meses después sucedió otra cosa inédita. Ella y yo viajábamos en metro de Taxqueña al centro de la Ciudad de México, y en ese trayecto, ella me contó la película La vida es bella (1997) de Roberto Benigni. Yo había escuchado que era la flamante ganadora del Oscar a mejor película extranjera y lo entrañable que era, pero no la había visto todavía. Entre los sonidos inconfundibles del Metro y la caótica ciudad, mi novia me contó el film de una forma tan bella, tan detallada, casi poética, que me hizo correr a conseguirla y verla. Con mucho entusiasmo, sigo diciendo que prefiero la versión narrada por ella, con ese inconfundible color de voz. La película de Benigni siempre me ha parecido en exceso manipuladora.

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A veces uno se pregunta cómo es posible que haya pasado tanto tiempo sin ver determinada película. El mundo del cine es tan grande que es fácil perderse entre tantos nombres de directores, géneros, años y soundtracks. Lo que uno necesita es tiempo para poder verlo todo. Y, aun así, siempre habrá cineastas o películas a los que nos tardaremos en llegar.

El término al que me referí con anterioridad: “La naranja mecánica de los 90”, que aparecía en los posters de Trainspotting de Danny Boyle, se quedó prendido en mí desde aquel 1996. Me di a la tarea de buscar por todos lados y entonces la encontré en DVD. La naranja mecánica (1971) fue una de las primeras películas que vi en ese formato que entonces prometía la mejor calidad en audio y video. La dirigía un tal Stanley Kubrick y estaba basada en una novela de otro tipo llamado Anthony Burgess.

Debo admitir que me tardé mucho, mucho en conocer el cine de Stanley Kubrick, pero una vez que vi sus películas, me sentí en casa y lo que yo pensaba que era cine cambió una vez más para siempre. En pleno 2001, renté La naranja mecánica y sus hipnóticos planos me atraparon para no dejarme ir. La perfección del encuadre y el contraste de la violencia y la música la hacen una película trascendental para la historia del cine. Analizada hasta el cansancio y mencionada como referencia en muchas escuelas de cine, confieso que en mi caso fue la causante del inicio del hábito de lo que yo llamo la experiencia completa del cine: ver la película, leer la novela, consultar críticas y escuchar el soundtrack.

Jorge Ayala Blanco dice que quien lee crítica cinematográfica, busca prolongar el placer de ver una película. Yo busqué y leí muchos textos sobre La naranja mecánica, justamente intentando prolongar el enorme placer que me dio ver ese film de Stanley Kubrick. Muy en el fondo, también nacía algo dentro, algo que todavía no entendía bien, pero que era inevitable en el camino del quehacer cinematográfico: quería plasmar en algún lado, donde fuera, las ideas que la película generaba en mí. Mi propia interpretación del film.

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Siempre he pensado que Stanley Kubrick y Arturo Ripstein son los directores que más me intrigan y atraen. En sus abigarrados y estilizados estilos, he encontrado los mundos en los que me gusta adentrarme y codearme con sus personajes. Es curioso que en pleno año 2001, haya rentado y visto el mismo día en DVD las películas 2001: Odisea del espacio (1968) y Profundo Carmesí (1996). Me hubiera encantado ver esas dos cintas en la majestuosidad del cine, en el formato que los directores lo filmaron, en el año en el que fueron estrenadas. La primera era imposible, aún no había ni nacido. La segunda, prohibida al público menor de edad.

Arturo Ripstein es otro director al que debo admitir que me tardé mucho en conocer, aunque no del todo. Ya he mencionado que en algún momento vi El castillo de la pureza en esa etapa en donde me dio por ver mucho cine prohibido de los 70, pero tengo vagos recuerdos de El lugar sin límites (1977), Cadena perpetua (1978) y El imperio de la fortuna (1985). No sé si me las encontraba en la televisión, no sé si alguien las rentaba y las veía a escondidas, quizá hasta alguna la vi en el cine, pero todavía no sabía bien quién era Ripstein. Lo que recuerdo es que el universo de ese director y su guionista (y cómplice), Paz Alicia Garciadiego, me perseguían desde hacía tiempo.

Principio y fin (1993) y su durísima visión de la clase media mexicana, con esos atosigantes tambores en la secuencia final, en donde Ripstein sin piedad destaza a sus personajes hasta la médula, es otro ejemplo de lo que mi videocasetera tuvo que soportar, pues recuerdo que, como El callejón de los milagros, la duración obligaba a usar dos casetes VHS. No sólo eso tienen en común, Principio y fin también se basa en una novela de Naguib Mahfuz y representa un viaje duro, pero que vale la pena hacer.

Así llegué a Profundo Carmesí, una road movie de esas que nunca terminan por salir de la mente, que castigan y al mismo tiempo cautivan al espectador. Daniel Giménez Cacho y Regina Orozco interpretan a la inusual pareja que va viajando y matando, en donde el amor y la locura son la fuente de la agobiante y deprimente violencia.

Como nunca, el color en la pantalla alcanza niveles de altísima importancia; no acaban de pasar 30 minutos y la protagonista de nombre Coral, vestida o teñida casi siempre de rojo, abandona a sus hijos empezando un viaje metafórico que llevará su obsesión a las últimas consecuencias.

Ripstein conoció el caso mediante un libro de historias de asesinatos y siempre estuvo interesado en llevarla al cine, hasta que un buen día, junto con Paz Alicia, obtuvo varios documentos hemerográficos y vieron The Honeymoon Killers (1970) de Leonard Kastle. Sin embargo, siempre han aclarado que más que un remake, Profundo Carmesí es una revisión de ese brutal caso que llenó los periódicos y que funcionó como un perfecto lienzo para que Ripstein plasmara ahí su conocido gusto por historias en donde no hay lugar para el final feliz y los personajes son víctimas de su propia psicología retorcida.

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Tengo hermosos recuerdos de ir al cine con mis dos hermanos pequeños en el año 2001. De nueve y siete años en ese momento, ellos siempre han sido mis cómplices y en varias ocasiones me han acusado de haberles generado el gusto por el cine, aunque también de provocarles alguno que otro trauma.

Recuerdo que vimos Shrek (2001) en un pequeño cine de la colonia Tepeyac, una de las tardes más divertidas de mi vida, con risas y mucho entretenimiento en uno de los grandes trancazos de Dreamworks.

En formato casero yo consideré pertinente ponerles Perros de Reserva (1992) y Pulp fiction (1994) de Quentin Tarantino; Pink Flamingos (1972) de John Waters (lo admito, quizá aquí me pasé); Bad taste (1987) de Peter Jackson y Réquiem por un sueño (2000) de Darren Aronofsky, la cual siempre me ha parecido una cinta de terror urbano muy perturbadora, en donde no hay necesidad de un fantasma o un asesino. El peor villano es el ser humano y sus adicciones, algo tan tangible y posible que da escalofríos.

Réquiem por un sueño cambió para siempre en mí la idea que tenía de las drogas. Es de las pocas películas que he deseado que terminen. En sus angustiantes 20 minutos finales, el ritmo de sus imágenes escupen al espectador un final tan desolador que lastima. Entiendo que mis hermanos me culpen de uno que otro trauma relativo al cine, pero hoy en pleno 2021, es un film que les sigue gustando, que siguen viendo y que considero que, en su momento, les dejó un mensaje muy claro: No se acerquen a las drogas. Punto.

El cine, también ayuda a educar. A mis hermanos les pasó lo mismo que a mí, vieron muy chicos películas que quizá no debían, se volvieron cinéfilos precoces, siempre buscando la siguiente cinta que los pudiera sorprender.

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En febrero de 2001 nació mi hija y con ello cambiaron muchas cosas. Nunca dejé de ver películas animadas en el cine, pero con su llegada todo representaba una nueva experiencia al asistir a una sala. Si bien fue hasta el año 2003 la primera vez que su mamá y yo la llevamos al cine, desde que nació estuvo rodeada por el séptimo arte, ya fuera en la decoración de su cuarto, su pequeña ropa o la cantidad exorbitante de juguetes que consiguió amasar.

El libro de la selva (2003) de Steve Trenbirth, fue la primera vez que vio una película en el cine y nunca olvidaré sus ojos, enormes, tratando de abarcar toda la pantalla, sonriendo. Mi hija era tan pequeña, que la sentaba en mis piernas durante sus primeras visitas a las salas de cine. Se convirtió en una costumbre familiar ver todas y cada una de las películas animadas que llegaban a la cartelera. Recuerdo particularmente Buscando a Nemo (2003) de Andrew Stanton, como el detonante definitivo de una pasión desmedida por el cine en nuestra familia.

Ya en modernas, iluminadas y flamantes salas de cine, rememoro el Centro comercial de Santa Fe y su Cinemex como el lugar que escogimos para ver en ese momento el último estreno de Pixar. La experiencia era completa, no sólo por las palomitas y el juguete alusivo al film que siempre le comprábamos a nuestra hija antes o después de la función; a ella le gustaba ver los posters de los próximos estrenos que estaban en los pasillos, acomodarse perfectamente entre mis piernas o las de su mamá justo antes de que la sala empezara poco a poco a oscurecerse y desde luego, ver los avances de otros films.

Buscando a Nemo reventó enfrente de nosotros. Mi hija fue del llanto a la risa igual que en una montaña rusa. Los colores, la música y los curiosos personajes la mantuvieron tan entretenida, que, para los últimos cinco emotivos minutos, nunca voy a olvidar su pequeña mano apretando la mía. Era la emoción que genera el cine. Uno de los recuerdos más bonitos que tengo.

Me voy a adelantar, pero varios años más tarde, en 2011, fue particularmente hermoso que viéramos juntos en una sala cinematográfica una película de Martin Scorsese, Hugo (2011). El director, creador de un estilo único, muy violento y vertiginoso, se daba tiempo de adaptar el libro de Brian Selznick y regalaba una película bellísima, justamente con una historia de cómo el cine transforma y es magia pura en su creación.

Y me puedo seguir adelantando. En 2018 mi hija, mi esposa y yo vimos en la siempre maravillosa Cineteca Nacional, Roma (2018) de Alfonso Cuarón, en ese elegante blanco y negro que en mucho nos recordó al neorrealismo italiano. En 2019, que emocionante fue poder ver junto con mi hija su primer film de Woody Allen en el cine: Una tarde lluviosa en Nueva York (2019). Esos tremendos planos y eternos travellings que Allen filma en la ciudad que tanto ama, le erizan la piel a cualquiera.

Y en 2021, vimos en un cine en Pachuca antes de que ganara el Oscar y todo el revuelo mediático que causó, Nomadland (2020) de Chloé Zhao. Fue la segunda vez en la historia que una mujer ganaba el Oscar a mejor dirección. La película tiene una fuerte carga emocional que obliga a un análisis introspectivo acerca de qué hacemos con nuestra vida y cómo queremos vivirla. Puede gustar o no, pero no deja indiferente a nadie.

Mi hija, ya de 20 años y estudiante de Teatro. Yo, un padre orgulloso y entusiasta de poder compartir con ella la pasión por el cine y las emociones que genera. Discutimos, interpretamos, hablamos de nuestras partes favoritas y de cómo una frase, un movimiento de cámara o una secuencia, pueden significarlo todo en una película.

Son momentos que recuerdo con ella en el cine. Alguna vez, alguien me pidió que describiera lo que para mí significaba la palabra “hermoso”. Lo dije sin reparo: hermoso es el reflejo de la pantalla de cine en los ojos de mi hija. Ella no lo sabe, pero cada que vamos al cine, discretamente volteo a verla, para ver ese reflejo en sus ojos.

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Regreso a 2003, porque es el año en que Quentin Tarantino estrena Kill Bill Vol. 1 (2003) y me parecía increíble que apenas fuera su cuarto largometraje. La fiesta de sangre que significó esta película me mantuvo primero, pendiente del estreno y después, en una eterna búsqueda por encontrar las películas que Tarantino homenajeaba. Fue el principio de una caza sin descanso tratando de encontrar todo el mejor y peor cine que me recomendaban. Quería verlo todo. Decidí en ese momento que estudiaría por mi propia cuenta la historia del cine y el análisis del mismo por medio de películas y libros.

En el entonces apenas recién nacido y poco explorado internet, busqué las listas en donde supuestamente estaban los mejores films de la historia. Insisto, era una época en la que era muy complicado conseguir películas en buena calidad, por ejemplo, de Jean Luc Godard o Takashi Miike, entonces, tenía uno que valerse de todo tipo de atajos. Era un mundo de cine por conocer y yo iba sumamente atrasado. Conseguí todos los libros y revistas de cine que pude y comencé un camino autodidacta para tratar de entender el concepto de cine de forma académica.

Un buen amigo que estudiaba en la UNAM, me consiguió mis primeras copias en DVD del cine de Ingmar Bergman, David Lynch y Federico Fellini. Amazon, era en esos momentos una herramienta nueva y cara, pero infalible para conseguir películas originales de directores de culto o poco probables de conseguir en México. Compré por internet una colección de John Waters, cine de Darío Argento, la filmografía completa de Alejandro Jodorowsky y varias de Pier Paolo Pasolini, entre las que estaba Saló o 120 días de Sodoma (1975), que me dejó en claro el concepto de “poesía cinematográfica”.

Ya por ahí del 2005, y después de casi acabarme todos los puestos de clones en el Centro Histórico de Ciudad de México, los caminos de la búsqueda del cine me llevaron al tianguis del Chopo. Y entonces sí que la situación se puso interesante. Ahí pude conseguir filmografías completas en DVD de Luis Buñuel, Alfred Hitchcock y Akira Kurosawa; películas que me marcaron para siempre como Paris, Texas (1984) de Win Wenders y Cuentos de Tokio (1953) de Yasujiro Ozu. Además, encontré mucho cine de Chaplin y David Cronenberg.

Del Chopo, siempre recuerdo dos recomendaciones de Juan Heladio, el conocido héroe incansable del puesto de películas que siempre estaba dispuesto a platicar con sus clientes; hablaba de cine, de música y literatura. Lo reté a que me recomendara dos películas que me sorprendieran, algo que no hubiera visto antes. Me dijo que siguiera con los clásicos, que me faltaba por ver mucho. Insistí. Terminó recomendándome Las reglas de la atracción (2002) de Roger Avary y Holocausto Canibal (1980) de Ruggero Deodato. De la primera puedo decir que no sólo me sorprendió, sino que la secuencia inicial es simplemente impactante, fuerte, original y devastadora. Irreconocible Van Der Beek y Jessica Biel en papeles mucho más exigentes de lo que ambos están acostumbrados. La secuencia del viaje a Europa genera mucha ansiedad. Impacta la siniestra moraleja, también presente en la novela de Bret Easton Ellis: los personajes no merecen redención, no sabrían qué hacer con ella. El caso de Holocausto caníbal es el mismo que lo sucedido con Irreversible (2002) de Gaspar Noé y Yo, Cristina F. (1981) de Uli Edel, por cierto también conseguidas en el Chopo: me costó mucho trabajo terminar de verlas por la crudeza de sus imágenes. Es ese tipo de cine subversivo, provocador, que cuesta digerir, pero que al final, cuando aparecen los créditos, el espectador reconoce que ha sido difícil, pero ha valido la pena.

Por último, del Chopo quiero resaltar un nombre más que ahí conocí porque abrió la puerta de otro estilo que consumí casi en su totalidad: Lars von Trier, quien podrá ser tachado de muchas cosas: pretencioso, misógino, enfermo y hasta loco, pero nadie queda indiferente a ninguna de sus películas. Es de los pocos directores que todavía guardan el glamour europeo de Godard, de Truffaut, etc. En Rompiendo las Olas (1996), cámara en mano, von Trier narra una historia devastadora, con una casi poética fotografía y Emily Watson, mirando por momentos directamente al espectador, rompiendo la cuarta pared, haciéndolo cómplice de su dolor y decadencia; todo fusionado en este potente y extraño drama que es quizá, uno de los tres mejores trabajos del director danés, junto con Melancolía (2011) y Los idiotas (1998).

A partir de aquí, el término Dogma 95 se hizo una constante en la eterna búsqueda del cine que me interesaba. Una propuesta estética arriesgada que se proponía regresarle al cine su crudeza, con tópicos fuertes, sin concesiones. Recuerdo La celebración (1998) de Thomas Vinterberg y sus siniestros secretos familiares; Mifune (1999) de Søren Kragh-Jacobsen y sus pasados tortuosos; El rey está vivo (2001) de Kristian Levring, una rarísima mezcla de teatro y supervivencia en el desierto; Un hombre de verdad (2001) de Åke Sandgren y A corazón abierto (2002) de Susanne Bier, dramas certeros que llevan a sus personajes al límite; auténticas joyas imperdibles. Desafortunadamente, fueron las mismas reglas del Dogma 95, las que terminaron acabando con esta vanguardia, consumiéndola hasta exterminarla.

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Tristemente, me tocó ver muy de cerca la decadencia y subsecuente muerte del Videocentro local. Los fines de semana había una promoción descabellada que aproveché para ver todo lo que podía en VHS: 10 películas por 50 pesos. Las escogía los viernes y se entregaban los domingos en la noche. Eran los últimos intentos por sobrevivir a la inminente transición definitiva al DVD. Un día llegué y el local estaba en renta.

El fin de una era. Sin embargo, recuerdo con cariño films que miré en esa etapa: El show de Truman (1998) de Peter Weir, Fargo (1996) de los hermanos Coen, La mosca (1986) de David Cronenberg, El resplandor (1980) de Stanley Kubrick, Los renegados del diablo (2005) de Rob Zombie, Hable con ella (2002) de Pedro Almodóvar, Magnolia (1999) de Paul Thomas Anderson y El mariachi (1992) de Robert Rodríguez, entre muchas otras. Fue una época de ver cine de forma maratónica, que iba de los directores más estrafalarios como Terry Gilliam con Brazil (1985), hasta un cine más profundo y catártico como el de Krzysztof Kieslowski y su trilogía 3 colores: Azul (1993), Blanco (1994) y Rojo (1994).

Desde luego que la experiencia en la sala siempre se sentía más completa, no es sólo el sonido y la gran pantalla, es la complicidad de estar en un espacio con un montón de desconocidos en la oscuridad, viendo una historia desde la perspectiva de un artista: el director o directora. Perdidos en Tokio (2003) de Sofia Coppola, es una película que siempre me ha parecido profundamente hermosa, melancólica. Igual que Entre copas (2004) de Alexandre Payne. Son films con una carga muy importante de sentimientos, que el realizador busca desesperadamente expresar.

En DVD, seguí recolectando lo que consideraba era imprescindible apreciar. Algunas películas las encontré en Mixup y Cafrefería El péndulo como: Happiness (1998) de Todd Solondz, Los olvidados (1950) de Luis Buñuel, Repulsión (1965) de Roman Polanski, Barry Lyndon (1975) de Stanley Kubrick, Amelie (2001) de Jean Pierre Jeunet, Exótica (1994) de Atom Egoyan, Freaks (1932) de Tod Browning, Al final de la escapada (1960) de Jean Luc Godard, y Deseo de una mañana de verano (1966) de Michelangelo Antonioni.

En 2007 nunca olvidaré lo que representó para mi ver en el cine un film que simplemente me voló la mente: Petróleo Sangriento (2007) de Paul Thomas Anderson. Muchos le reprochan su extensa duración, sin embargo, eso no contrarresta todas sus virtudes. El director deja de lado las historias corales y de narrativa entrecruzada para entregar un trabajo soberbio y estilizado. Si con Magnolia ya había demostrado su enorme capacidad para llevar historias al límite, con Petróleo sangriento alcanza niveles pocas veces vistos en un director tan joven. El alumno más avanzado de Robert Altman y su destreza con la cámara, junto con la soberbia actuación de Day-Lewis, regalan la que fue la película más elegante y despiadada del 2007.

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La Cineteca Nacional es en definitiva uno de mis lugares favoritos en la de por sí gloriosa Ciudad de México. Me gusta caminar por el centro histórico siempre que puedo; sobre Paseo de la Reforma y Calzada de Guadalupe. Ir de la colonia Guerrero a la Condesa y de la Roma a la Tabacalera. Pero Coyoacán tiene su encanto aparte, como un pequeño pueblo de provincia enclavado en plena ciudad; además de poseer el recinto más importante para los amantes del cine de arte de la ciudad y del país.

La primera vez que visité la Cineteca fue en enero de 2011, para la proyección de la película La cinta blanca (2009) de Michael Haneke, la flamante ganadora de la Palma de oro en el Festival de cine de Cannes. Inexplicablemente, no había ido antes. ¿Por qué? No lo sé. Me tardé en conocerla quizá por falta de tiempo, quizá porque está ubicada muy al sur de la zona donde regularmente circulo, quizá sí fui durante la universidad y no me acuerdo. No lo sé.

El caso es que la Cineteca y yo tardamos en conocernos, pero una vez que nos vimos, no hubo marcha atrás. De esa primera vez, recuerdo que mi esposa y yo acudimos a una función de las 21 horas. La película de Haneke simplemente nos cautivó, con esa violencia tan elegante y sugerida en la gestación de lo que sería la Alemania Nazi, los niños como receptores de una educación rígida y cruda, que llevarán al posterior desastre, la guerra.

Hace unos días, Nelson Carro, el legendario programador de la Cineteca Nacional, dijo en un taller online que la experiencia de ir al cine en Cineteca no tiene igual, pues no es sólo ver el film, que ya de por sí es muy importante; también puedes sentarte a tomar un café o una copa de vino y hablar de cine; comprar un libro de André Bazin o David Bordwell; hacerte de un DVD de Agnès Varda o Robert Bresson y quizá, visitar también alguna de sus recientes, imperdibles exposiciones como la de “Stanley Kubrick. La exposición” en 2016, “México y Walt Disney” en 2017, “Hitchcock, más allá del suspenso” en 2018, “Buñuel en México” y “Gaumont, desde que el cine existe” en 2019.

La atmósfera que se respira en la Cineteca es única, con sus proyecciones gratuitas al aire libre o la posibilidad de consultar revistas y documentos legendarios: guiones, diarios de producción, etc. Yo he tenido la oportunidad de ir muchas veces, y la verdad es que los apretujones en el metro, el tráfico o cuando llueve mucho, todo lo vale por ver una película ahí. La complicidad con los demás visitantes, de saber que estamos ahí por el amor al cine, es inigualable.

La memoria me traiciona, pero sí recuerdo haber visto en la Cineteca Nacional films como: El sueño del Mara’akame (2016) de Federico Cecchetti, Silencio (2016) de Martin Scorsese y La casa de Jack (2018) del siempre provocador Lars von Trier. Fueron películas bellísimas, joyas descubiertas, que me dejaron con una satisfacción tremenda de poder apreciarlas en un lugar tan a la medida del cine.

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Debió ser en 2006 cuando decidí tomar un curso en el Claustro de Sor Juana sobre cine de terror asiático. Fueron 3 meses en los que obtuve un montón de libros, nombres de directores y títulos de películas para ver y analizar. Lo mejor es que no sólo fue de terror, pues el ponente se extendió de tal manera que de forma generosa comenzó en la raíz del cine asiático mismo y terminó hasta la vanguardia más actual de ese momento. El terror había tomado mucho auge debido a Ringu (1998) de Hideo Nakata y su posterior remake en Estados Unidos.

El curso comenzaba a las ocho de la noche dos veces por semana; la atmósfera del Claustro lo hacía mucho más interesante, con los pasillos oscuros y llenos de gatos. Onibaba (1964) de Kaneto Shindō y Kwaidan (1964) de Masaki Kobayashi fueron sólo el principio. Dos auténticos tesoros que me hubiera tardado años en encontrar por mí mismo. Terror asiático en su máxima expresión y elegancia. De Kwaidan, también me quedé con el nombre de Lafcadio Hearn, el autor de los relatos en los que se basa la película. Se convirtió en uno de mis autores favoritos en la literatura, leí muchos de sus libros y entendí que nadie como él para interpretar la cultura japonesa.

Kenji Mizoguchi, Mikio Naruse, Yasujiro Ozu, Akira Kurosawa, Takeshi Kitano, Sion Sono, Kinji Fukasaku y Takashi Miike, tan sólo por Japón, fueron directores que de aquí en adelante se hicieron comunes en las listas de películas y estrenos por ver. Por la animación, se mencionó a Hayao Miyazaki e Isao Takahata, verdaderos artistas que proveían a sus trabajos de una emotividad profunda, en ocasiones despiadada.

Mi hija y yo disfrutamos mucho de El viaje de Chihiro (2001), El increíble castillo vagabundo (2004) y Mi vecino Totoro (1988), siempre pendientes del próximo trabajo de Miyazaki. Por su parte, La tumba de las luciérnagas (1988) de Takahata, esa famosa película sobre los dos hermanitos que deambulan desolados al final de la segunda guerra mundial, es una de las pocas que películas que ha conseguido hacerme llorar sin piedad. Las otras serían Bailando en la oscuridad (2000) de Lars von Trier, Alabama Monroe (2012) de Felix Van Groeningen, Mouchette (1967) de Robert Bresson y Marley y yo de David Frankel (2008). Lo admito, puedo soportar ver sangre, guerra, canibalismo o tortura, pero me cuesta muchísimo ver morir a un perrito.

También pienso en Up, Una aventura de altura (2009) de Pete Docter. La secuencia inicial es muy dura de ver. Recuerdo que, en el cine, mi esposa, mi hija y yo no esperábamos algo así de una película de Pixar a los pocos minutos de arrancar el film. Por fortuna, la mano de mi esposa me apretó fuerte, nos volteamos a ver y entendimos que era necesario ese momento para adentrarse en la historia y comprender, que ese tipo de emociones, son más bellas estando acompañado.

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La transicion para ver películas en internet y el streaming fue tan paulatina que había que estar muy atento para darse cuenta. Youtube empezó a tomar mucha fuerza y a los pocos años ya era posible ver ahí películas completas. Llegaron las descargas en torrent y en inmensos archivos de video, los usuarios se podían compartir miles de películas y libros digitales en sitios como Taringa.

Lo primero que vi así, en mi computadora, en una calidad deplorable pero que por fin tenía la oportunidad de admirar, fueron las extrañísimas El enigma en las rocas colgantes (1975) de Peter Weir y Drowning by numbers (1988) de Peter Greenaway; Lilja 4-ever (2002) de Lukas Moodysson y Voy a explotar (2008) de Gerardo Naranjo, de mis predilectas; redescubrí, pues no recuerdo exacto cuándo las había visto, Kids (1995) de Larry Clark, Rashomon (1950) de Akira Kurosawa y El topo (1970) de Alejandro Jodorowsky.

También me encontré en descarga Funny games (2007) de Michael Haneke. La versión actualizada, pero igual de perturbadora que la versión original de 1997. El director consigue nuevamente una atmósfera desoladora y agonizante desde los créditos iniciales. Lenta, despiadada, sin ninguna promesa de final feliz, nada peor que la violencia “per se”, sin una razón que la provoque. El cineasta incluso se atreve a burlarse de sus personajes y del espectador en la secuencia de la escopeta, en donde rebobinando, les quita a ambos la esperanza de un final alternativo. Quizá yo sea de los pocos espectadores que prefieren esta nueva versión.

En cuanto a Netflix y su desigual contenido original; Amazon Prime, en mi opinión, el mejor catálogo; Disney Plus y sus miles de animaciones e interesantes documentales; la maravilla que representa Mubi y todas las demás plataformas que de pronto se metieron en nuestras modernas televisiones inteligentes, y nos hicieron pagar más que por el servicio de cable, sólo tengo que decir que ahora, el problema es el exceso y disponibilidad de películas y la incapacidad para poder verlas todas.

Si a eso le sumamos algunos otros impresionantes proveedores de extraordinarias y hasta hace poco inconseguibles películas, como son los sitios de internet zoowoman.website, cineasiaenlinea.com y gnula.nu, entre otros, que además son gratis, entonces podemos hablar de estar viviendo la época de oro del cine en streaming-plataformas e internet. Los contenidos se multiplicaron e incluso dieron paso a la creación de muchas series. En este caso, seré sincero y diré que no veo o casi no me acerco a las series porque no me alcanza el tiempo ni siquiera para ver, por lo menos, dos films al día, un hábito que llevo años haciendo, o intentando hacer.

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Westerns y musicales son quizá los géneros que menos me atraen del cine. Sin embargo, quiero mencionar dos títulos que me parecen particularmente relevantes y hermosos: El bueno, el malo y el feo (1966) de Sergio Leone y Mouline Rouge (2001) de Baz Luhrmann. La textura de su cinematografía siempre me ha parecido de lo más deslumbrante. En la película de Leone, el lenguaje cinematográfico alcanza niveles sublimes con la mezcla de la música de Ennio Morricone y los estilizados planos americanos que hoy siguen siendo referencia para todos los cineastas en ciernes. En la de Luhrmann, es el desparpajo visual del color rojo y la edición vertiginosa lo que la hacen diferente y de paso, es la culpable de resucitar el género musical.

En 2018, producto de la delincuencia que azotaba (y azota) al país, fui víctima de un secuestro exprés. Sin entrar en detalles que no vienen al caso, lo que quiero resaltar es que el cine también salva de las maneras más insospechadas. Mientras estaba vendado de los ojos en la parte trasera de un carro, con miedo, frio e incertidumbre, sentía en el pecho un profundo dolor; pensé que quizá me daría un infarto.

Traté de calmarme pensando en la gente que más quería y las cosas que más disfrutaba: pensé primero en mi hija y mi esposa, nosotros tres en la antigua casa de Cuernavaca donde acostumbrábamos ir de vacaciones; veía a mi madre y a mis hermanos, comiendo en ese restaurante japonés en la calle de Río Tíber que tanto nos gustaba; imaginaba a mi perrita “Fedex” corriendo, su color negro azabache contrastaba con el pasto verde, despidiendo un olor a césped recién cortado.

Y pensé en mis encuadres favoritos de Mouline Rouge y El bueno, el malo y el feo; en mis secuencias favoritas, repasaba la música y me calmaba. Respiraba. Por la translucidez de la venda, noté oscuridad conforme pasaban las horas y supuse que ya era de noche. Seguí pensando en cine. Desmenucé la secuencia de la escalera de Odesa de El acorazado Potemkin (1926) de Sergei Eisenstein. Pensaba en algunos de mis planos finales favoritos, Match Point (2005) de Woody Allen, Birdman (2014) de Alejandro González Iñárritu, No me ames (2017) de Alexandros Avranas y Los 400 golpes (1959) de François Truffaut.

Horas después estaba con mi familia sano y salvo. Sólo muchas semanas después, recordé las películas y los elementos de éstas en los que me distraía mientras la pasaba tan mal y pensé: el cine también tranquiliza, cura, salva.

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Uno de los grandes exponentes del surrealismo dentro del cine es sin duda alguna el maestro Luis Buñuel, autor de una extensa e inestable lista de películas, algunas consideradas obras de arte, otras quizá, algo intrascendentes. Buñuel amó profundamente a México, país en el que desarrolló la mayor parte de su obra. En realidad, la filmografía del director de origen español se puede dividir en tres lapsos: el primero que abarca de 1928 a 1936; la etapa mexicana de 1946 a 1965 y la etapa final europea, de 1965 a 1977.

De la primera, está la considerada obra maestra no sólo de Buñuel, sino de la cinematografía surrealista mundial: Un Perro Andaluz (1929). Extrañísima cinta en blanco y negro que presenta estremecedoras y eclécticas imágenes, con un guion escrito por el mismo Buñuel y el pintor español Salvador Dalí. Se dice que la única regla que pusieron para la escritura del libreto fue no aceptar idea ni imagen que pudiera dar lugar a una explicación racional, psicológica o cultural.

En lo que respecta a la etapa mexicana, que es larga, diversa y además parte de ella perteneciente a la época de oro, se encuentran desde perfectos fracasos comerciales como Gran Casino (1946), El Gran Calavera (1949) y La Joven (1960), hasta monumentales y poderosas cintas como la claustrofóbica El Ángel Exterminador (1962), la multipremiada Nazarín (1958), una de mis favoritas Viridiana (1961), con una bellísima Silvia Pinal; el drama obsesivo Él (1952) con Arturo de Córdova y finalmente la obra cumbre de esta etapa, Los olvidados, maravilloso film que presenta un crudísimo drama urbano. Sigue tan vigente que duele.

Por último, de la etapa final merecen atención la complejísima La Vía Láctea (1969), la ganadora del Oscar a mejor película extranjera, El Discreto Encanto de la Burguesía (1972), la erótica, extraña y sorprendente Bella de Día (1966) y la obra final Ese Oscuro Objeto del Deseo (1977) con la que se cerró una impresionante carrera cinematográfica.

El cine de Luis Buñuel es iconoclasta, inteligente y original, con imágenes y secuencias que no salen de la mente del espectador por un buen lapso de tiempo. Para él todo es irracionalidad e irrelevancia. Contaba con una compleja habilidad para convertir lo obvio en extraño y lo extraño en obvio, característica que se convierte en parte primordial de su estilo.

Mi obsesión con este cineasta, se resume en una frase que leí en su libro de memorias: “La imaginación es nuestro primer privilegio. Inexplicable como el azar que la provoca. Durante toda mi vida me he esforzado por aceptar, sin intentar comprenderlas, las imágenes compulsivas que se me presentan”.

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Cinépolis Diana y Cinemex casa de arte, son, junto con la Cineteca Nacional, mis cines predilectos. Aunque en realidad puedo ir de la opulencia de las salas de Santa Fe e Interlomas, a los sórdidos y tristemente hoy inexistentes cines Bucareli y Palacio Chino. Lo importante es cuando se apagan las luces y empieza la emoción de lo que se va a ver en la pantalla.

Me gustaría que estas líneas y todas las películas que he mencionado, puedan fungir en el lector como una especie de referente para descubrir nuevos títulos y que sea capaz de generar por lo menos, un poco de curiosidad por algunos de los films. No quiero terminar este recorrido sin mencionar algunas películas que, en una lluvia de recuerdos rápida, me sorprendieron gratamente: en cine pude ver Clímax (2018) de Gaspar Noé, En realidad, nunca estuviste aquí (2017) de Lynne Ramsay y El diablo entre las piernas (2019) de Arturo Ripstein; en DVD, Baise Moi (2000) de Virginie Despentes, Incendies (2010) de Denis Villeneuve, Oldboy (2003) de Chan-Wook Park y Un asunto de familia (2018) de Hirokazu Koreeda; en las gloriosas Mubi y zoowoman vi The florida project (2017) de Sean Baker, Mecánica nacional (1972) de Luis Alcoriza; Alemania, año cero (1948) de Roberto Rossellini, El desprecio (1963) de Jean-Luc Godard y Umberto D. (1952) de Vittorio De Sica.

Umberto D. es una auténtica obra maestra, con una poderosa fotografía y una entrañable historia de sobre la vejez y la soledad. Ambientada en la Italia de la posguerra, detalla los últimos días de un anciano y su perro en las calles, rodeados de gente que busca sanar por los estragos económicos y sociales de la guerra. Umberto parece que le estorba a todos y a todo: al gobierno, a su casera, a sus conocidos. Se puede sentir durante todo el metraje el sentido de despedida que el protagonista va acumulando en cada una de las actividades que realiza. Se le acaba el tiempo. Y la única compañía sincera y fiel que tiene es la de su perro Flike. Ellos deambulan entre la miseria y la desesperación; Umberto no puede disfrutar los pocos momentos que le quedan en esta vida porque tiene que estar preocupado y ocupado buscando la forma de subsistir: vendiendo las pocas cosas que le quedan y tener la disyuntiva de pedir limosna. Al final, un esperanzador y poético final deja en el espectador una huella imborrable.

Es una de las últimas películas de esa vanguardia tan bella que fue el neorrealismo italiano. Personalmente, me tocó verla en un momento difícil. Cansada por vivir enferma de cáncer por casi un año, una mañana de marzo tuve que llevar a mi perrita Fedex a dormir con el veterinario. Su enfermedad había avanzado mucho y no había marcha atrás. Fue durísimo tener que decirle adiós después de 16 años de compañía y tantos recuerdos bonitos. No hay amor más puro que el de un perro. En su mirada se puede ver todo lo que nosotros representamos para ellos.

Conforme pasaban los días, el dolor en lugar de disminuir se intensificaba y era muy difícil hacer solo las actividades que antes hacía en compañía de Fedex. La extrañaba mucho. Me consolaba pensando que ya estaba en un lugar mejor y sin las molestias que le generaba su enfermedad. Pero costaba mucho avanzar. Una tarde, mi esposa llegó con un perrito blanco con orejas cafés, lo había recogido en una comunidad cercana de donde vivimos. Buscando algo de comer, otros perros lo atacaron y corrió despavorido a ocultarse debajo del coche. Después de llevarlo al veterinario y bañarlo, decidimos adoptarlo. Y sin darme cuenta comencé a sanar, pensaba en que Fedex estaría contenta al ver que le dábamos la atención y el cariño a otro animalito que ahora lo necesitaba. Decidimos llamarlo Rulfo.

Días después, no sé si fue coincidencia o no, en un curso online sobre la historia del cine, mencionaron la película Umberto D. Yo la había escuchado antes por ahí, alguna vez vi en el Chopo la caja del DVD e incluso pensé en comprarla en un box set de Vittorio De Sica, pero por la razón que sea, no la había visto, ni sabía muy bien de qué trataba. Cuando terminé de mirarla, me sentí muy feliz de tener una nueva oportunidad de amar y cuidar a otro perrito. Son auténticos ángeles que vienen a acompañarnos en el viaje por esta tierra.

En el último plano de Umberto D., hay una esperanzadora felicidad que contrasta con todas las desafortunadas vivencias que tienen el anciano y su perro a lo largo de la película. No sabemos si estarán juntos días, semanas o meses. Lo que importa es ese momento, en el que los dos están disfrutando uno de la compañía del otro. Quizá sea la película más hermosa del neorrealismo italiano.

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2020 fue un año totalmente atípico. Encerrados por muchos meses debido a una inesperada pandemia, el cine comenzó a surgir de los lugares más insospechados. Los cines cerraron sus puertas y quienes lo extrañábamos demasiado tuvimos que conformarnos con ver películas en streaming e internet. Se filmaron películas en el encierro, Letterbox tomó mucha fuerza en el intercambio de críticas de cine y los video blogger se multiplicaron.

Ahora se puede ver cine en una computadora o un teléfono celular (yo aun no me atrevo a esto, lo confieso), la democracia de la crítica de cine ha permitido que genios y auténticos imbéciles por igual, externen su opinión sobre todas y cada una de las películas, estrenos y clásicos. Pero me parece que lo más importante, es que no deje de existir el cine y todo lo que lo rodea y complementa.

Que se filme con IPhone o en 35 mm da lo mismo, si una película se estrena en Netflix o en el Festival de Berlín también; lo primordial es que este arte tan joven, crezca y nos siga permitiendo vivir esos momentos tan emocionantes o poéticos dentro de una sala cinematográfica.

Me gusta pensar, que cada película que vemos nos deja algo, puede ser un sentimiento, una idea, una risa, un suspiro. De cada film que miramos, nos puede cautivar una secuencia, una canción, un movimiento de cámara, una frase. El cine nos puede motivar a cambiar y a avanzar. La cantidad de sensaciones que vamos acumulando mientras vemos películas puede ser estratosférica. Por eso, me quedo con la frase de Tornatore: El cine es mejor que la vida, con cada película se nace de nuevo. Y también diría que un día fui al cine, y ahí me quedé…

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