La caminata

¿Cuándo comienza el destino? ¿En dónde termina el camino?

La niña Amal, marioneta de tres metros y medio, perdió el rumbo dentro del mundo. 

Y lo camina como Pablo.

Sus padres -extraviados en las listas de los deberes y haberes de la violencia y la atrocidad- se convirtieron en mapas de búsqueda; tesoros sin brújula. Siria de nacimiento, con lo que eso significa, hurga pasos y olores, colores para saber en qué lugar se refugia la especie, o lo que queda de la especie, a la que Nietzsche calificó de inacabada. Ni compasión ni lástima:  lo que otros llaman animosidad.  

Tiene, dicen, nueve años. Ha viajado, como narra la canción de Joan Manuel Serrat, de Estambul a Algeciras. Y más allá: Londres, Canadá y Estados Unidos. Antes: Asís, Roma, Estambul, Stuttgart y París. Mamá es lecho, cobijo primario, irreparable. Amal, la imagen de Amal, es millones de seres niños huidos antes de tiempo; idos antes del destino por la avaricia, el poder y la intolerancia. Niños que, por fuerza y fuerzas, perdieron la maternidad. No hay refugio para el olvido. La morada del ser es la memoria. Amal, la que descalza -como el Redentor- caminará por México es presente de puro y doloroso presente. El destino llega a millones de niños, antes de tiempo. La muerte y el desamparo caminan sobre huesos que nadie mira ni repara. 

Solamente queda el grito del camino. 

La esperanza sobre suelas. 

El desamparo.

El alma es siempre es un refugio. Y la esperanza es Amal, una migrante que anda sobre arenas movedizas en medio de trincheras y hospitales. 

Nadie ve al que viene de ningún lugar. En el mundo de los que tienen tierra y prosperidad, los que huyen son extraños, expatrias, extranjeros. Siempre ex. Expasaporte, exiliado; migrante, asimilado, refugiado: extierra, expaís, exser: antes fueron alguien; ahora, nada, nadie. En el mundo global, patria del comercio total, abundan los nadies. Los sin suelo, los sin himno ni colores propios. Los niños, como Amal, son efectos colaterales de colecta pública que otros califican de política internacional. Ceros en la cuenta los muchos ceros. 

A los niños como Amal nadie los conoció, se fueron sin decir adiós. Sin diplomas, sin estudios y sin fotos de graduación. Los despidieron, huérfanos, la indiferencia, la maldad y el odio racial. Pero -debe recordarse- que eran niños. Niños a los que no contaminaban la raza, el Dios o la política nacional. Niños. Pero esta especie perdida ya no distingue entre edades y sueños. La dominan los que ambicionan colección de tierras y de huesos. 

La pequeña Amal, símbolo de paz, andará por este cementerio de calacas huecas, sin nombres ni tumbas. Sin registro social. Miles de migrantes que caminan al sueño último, muchísimos de ellos niños, no se llamaron Amal, pero, de alguna manera, Amal se llaman. Llegará a México -lugar que busca muertos bajo tierras baldías, en donde el sufrimiento es algo natural- el 6 de noviembre en busca de lo que los niños de su edad, impropios para la guerra, no tienen: escuela. 

Amal, la niña que vino de Siria, es un emblema genuino de la precariedad y la orfandad de una civilización que olvidó el camino y el destino. Síntoma del desamparo. Aún así, esperanza y reparo. 

Dará un paseo por Ciudad Juárez antes de comenzar su gira mexicana el 6 de noviembre: visitará Tijuana, Monterrey, Guadalajara, Ciudad de México, Oaxaca y Tapachula. 

Amal es una oportunidad de paz, discurso silencioso del beso y el abrazo. 

La plegaría que viene del llamado de Damasco. 

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