Especial de cine: terror subrepticio

Como buena revista periférica, buscamos alejarnos del tópico de cine de terror para abordar una serie de cintas perturbadoras que nadie, en primera instancia, pensaría que se pueden enmarcar en el horror más puro y duro.

Spencer; Pablo Larraín

¿Qué pasa cuando no te dejan abrir las cortinas? Vives en la oscura prisión de tu propia mente. Esto es Spencer, la fábula no catalogable como biopic sobre la mujer que se describe a sí misma como un imán para la locura, pero la locura de los otros. Una mujer que vive para la contemplación de los demás incluso cuando pide ayuda y que no puede desligarse de su cálido pasado como Diana Spencer para enclaustrarse en su siempre frío presente como Diana de Gales. Es a través de los planos cerrados de la fotografía de Claire Mathon vistos a través de una tambaleante cámara en mano en conjunto con la enervantemente majestuosa musicalización de Jonny Greenwood, que ambienta con una escalofriante melancolía, y la mirada limítrofe de una Kristen Stewart precisa y a tono, que el director chileno Pablo Larraín sumerge al espectador en los turbios pensamientos de una mujer constantemente al borde del desmoronamiento logrando crear momentos que están en el límite del drama y el horror. El horror que provoca un monstruo casi invencible para el ser humano: su propia mente, y más tenebroso aún, ser prisionero de ella. Planos cerrados llenos de incomodidad utilizados para enfatizar la secrecía obligada a mantener con aquellos pocos en los que confía porque hasta los pensamientos se tienen que mantener al mínimo. ‘‘Mantengan el ruido al mínimo. Ellos pueden oírte.’’, nos recuerdan constantemente. Estos contrastan con los desolados planos abiertos casi siempre repletos de neblina que muestran la tan abrumadora como aterradora soledad que rodea a Diana y en la que vive tan sólo acompañada por los pensamientos alucinantes que la atormentan como fantasmas habitantes de una pesadilla viviente. Soledad cuyo contrapeso son 111 kilos de felicidad: un hijo con el que comparte la aversión por el frío y otro completamente aclimatado al frío rigor de su padre. No es necesario decir cuál es cuál. Quizás lo que detonó el mayor miedo en mí como espectadora fue el darme cuenta de que no quería que la película terminara, quería seguir viendo más, y entonces pensé que disfruté de ser una observadora más de la miseria humana. ¿Era eso lo que pasaba con la verdadera Diana Spencer?

Niñas bien; Alejandra Márquez Abella

Cuando en 2018 apareció la versión cinematográfica de los textos escritos a inicios de su carrera por la volátil y antaño controversial Guadalupe Loaeza (hoy considerada passé en todos los ámbitos en los que antes fue vista como una fille ennuyeuse), el público quedó desconcertado ante lo que Alejandra Márquez Abella, en su segunda incursión, después de Semana Santa y previo a su obra maestra El norte sobre el vacío, plasmó en pantalla. Los carteles prometían una comedia estilo Meg Ryan (antes que el público la cancelara por enseñar las chiches en una película de Jane Campion y abusar de los liftings), pero lo presentado resulta casi inclasificable, más cerca del efecto de Repulsión de Polanski o The Brood de Cronenberg (la más traumática representación de la maternidad en el cine), que de las ‘chickflicks’ (el término más misógino y condescendiente inventado para denostar un subgénero) que han figurado en a cartelera mexicana de un tiempo a esta parte. Verano de 1982. Sofía (sublime Ilse Salas) es el prototipo de ama de casa burguesa de su tiempo. Sus amigas (Johanna Murillo y la formidable Cassandra Ciangherotti, que se roba todas sus escenas sin cansarse) son esencialmente réplicas de ella: elegantes, ociosas, devotas de la idea de que “shopping is a feeling” e incapaces de algo vulgar como decir “provechito”. Pero Sofía, bajo su apariencia exquisita, está viniéndose abajo en un colapso mental, consumida por su insatisfacción sexual (permeada por una surrealista fantasía con -Dios nos valga- Julio Iglesias), la educada indiferencia de su madre (que ella replica en sus retoños) y una ominosa y creciente sensación de angustia, que se extiende como plaga en su círculo, donde los que son alcanzados por la crisis (que estallará cuando a JoLoPo, alias “El Perro”, le reviente la burbuja de la bonanza petrolera en la jeta y tenga que nacionalizar la banca y devaluar la moneda) se vuelven parias. Sin piedad, Márquez Abella hace vivisección de lo femenino en una clase específica, en un periodo turbulento: Salas entiende lo que desea y hace una interpretación inspirada, que usa de trampolín la autodestructiva desidia de su maridito (enorme Flavio Medina), para caer en un pozo sin fondo en que la aversión a la realidad (y la pobreza) son alucinaciones tangibles; exhiben el terror de perder la razón, la identidad, lo que se ha inculcado por crianza como valores y encontrarse, virtualmente en cueros, en un mundo hostil. Nadie habría creído que de aquellas desenfadadas columnas publicadas por Loaeza en el unomásuno, se pudiera hacer una película. Menos aún, que fuera, disfrazada, una de las películas de horror psicológico y social (la escena final basada en una presunta anécdota real ocurrida en la Hacienda de los Morales es escalofriante) más agudas, elegantes, subrepticias y salvajes de las que haya memoria (quizás desde El esqueleto de la señora Morales); la sensación de incomodidad a  los espectadores nos queda por días y días y días. Y por lo que más quieran, no digan “provechito”.

Lilja 4-ever; Lukas Moodysson

Son varias las películas que pueden parecer dramas y que en su interior lo que fluye es el terror de una realidad aplastante. Ahí están las atrocidades del ser humano que se destruye a sí mismo en Réquiem por un sueño (2000) o Christiane F (1981); las consecuencias trágicas de las diferencias sociales en Perfume de violetas (2001) o el horror de la soledad y la prostitución en Las elegidas (2015). Un filme europeo de culto que incorpora todo lo anterior es Lilja 4-ever (2002), del cineasta sueco Lukas Moodysson, la perturbadora historia de una joven de 16 años que se enfrenta a la desolación de un entorno cruel. Lilja (Oksana Akinshina) es abandonada por su madre en algún lugar de la antigua Unión Soviética; cuando la miseria y el hambre comienzan a brotar, la chica decide ejercer la prostitución y aferrarse a los atisbos de esperanza representados en su amigo Volodia (Artyom Bogucharsky) y un misterioso novio llamado Andrei (Pavel Ponomaryov). La promesa de un trabajo bien remunerado en Suecia, aunado a los sueños de salir de ese sórdido poblado sin futuro donde vive, orillan a Lilja a emprender un viaje sin retorno, en el que la esclavitud sexual y la violencia irán apagando paulatinamente sus ganas de vivir. Basada en la verdadera (y triste) historia de una niña lituana en el año 2000, Lilja 4-ever es aterradora porque mientras el espectador observa y sufre con el filme, afuera, a unos cuantos metros o kilómetros quizás, la realidad (tan cruel) siempre supera a la ficción: el horror de la trata de personas y la prostitución forzada, existe, lastima. En una de las secuencias más espeluznantes, se debe soportar el punto de vista de Lilja mientras es violentada repetidamente; el plano subjetivo estoico, con una cámara tambaleante que captura muy de cerca el desfile de hombres que acechan y gruñen, amedrenta mucho más que varias pseudo películas de terror que repiten su formula hasta el hartazgo. La estridencia de Mein Herz brennt del grupo alemán Rammstein se encarga del arranque (el desconcierto, el terror), mientras que Al Santo Sepolcro de Vivaldi le corresponde cerrar el filme (luz, tranquilidad); esa disparidad, termina detonando la angustiante belleza de Lilja 4-ever: en los últimos segundos de metraje, Lilja y Volodia juegan y ríen en una azotea con alas de ángeles; la única dimensión donde alcanzan la paz y felicidad, es la etérea. Alucinante. 

El hijo de Saúl; László Nemes

El hijo de Saúl surge del tardío descubrimiento de una serie de testimonios de miembros del Sonderkommando, grupo de prisioneros judíos especialmente jóvenes sanos y fuertes, al menos en la medida de lo posible, sometidos a trabajos forzados y, sobre todo, encargados de encomiendas relacionadas con el sistemático asesinato de judíos en los aparatos de extermino de los campos de concentración. La cámara del director húngaro (y alumno prodigio de Béla Tarr) László Nemes se empecina, con una necedad tormentosa, en seguir al personaje de Saúl, uno de los últimos miembros de Sonderkommando. Vemos en planos claustrofóbicos (no solo por los límites de los cortes de cámara, sino que también por los lugares estrechos y aplastantes en los que Saúl existe) la vida y los horrores que suponía pertenecer a este comando de “élite”. Encargados de ordenar a los demás prisioneros, de recolectar las ropas de aquellos que ya se encontraban en las cámaras de gases y limpiar los cuerpos de las víctimas, limpiar restos de orina, sangre, piel y heces de los suyos; de su propia raza. Los prisioneros miembros del Sonderkommando fueron de los pocos con noción del genocidio perpetuado. Nemes decide tomar a su personaje central y hacernos testigos de cómo emprende una quimérica tarea (como diría Herzog: una conquista de lo inútil): la de enterrar a su raza dignamente. La visión de la barbarie le muerde los hombros y le respira en la nuca a Saúl; sin embargo, el espectador pocas veces observa del todo lo que va sucediendo. Es a través de los sonidos, de los ojos de los otros y de la imaginación, el mecanismo que permite darse una idea del infierno al que se le sumerge. No se me ocurre un esquema más escalofriante de película de terror que la que nos orilla a crear nuestras propias conclusiones de ese lugar del que lo único que sabemos es que no puede entrar la luz. 

Marcelino pan y vino; Ladislao Vajda

Después de ser picado por un escorpión, Marcelino presenta fiebre. Como consecuencia tiene pesadillas. En una de ellas retumba la voz amenazante de Fray Papilla diciéndole lo siguiente: “Por la escalera no debes subir nunca, hay arriba un hombre que te llevará para siempre”. Previamente el niño fue advertido de la prohibición para ingresar al ático del monasterio, espacio habitado por lo que parece ser un monstruo, o algo peor. Y parece que sí lo es, o al menos así nos lo presenta el director húngaro Ladislao Vajda mediante su narrativa allegada al terror clásico. El ente que se encuentra al interior del lugar prohibido es la materialización del amigo imaginario de Marcelino al que se dirige como Manuel, quien en realidad es Jesucristo crucificado. Si bien la intención pudo ser la construcción de un relato conmovedor, la película se moldea en tono de horror. Por ejemplo, podemos notarlo con la escena en que los truenos dotan de atmósfera macabra uno de los diálogos entre el niño y la imagen religiosa cobrando vida. Lo espeluznante viene de menos a más cuando el Cristo se desprende de la cruz y, sobre todo, siendo el momento álgido del pánico para el espectador, cuando duerme entre sus brazos a Marcelino para llevarlo con su madre. En otras palabras, ¡lo asesina! Más tétrica es la escena si se considera que le quita la vida para que conozca a su progenitora muerta. ¿Qué tiene de enternecedor apreciar una terrorífica resurrección de Jesucristo asesinando a un pobre inocente? Nada. Por el contrario, te trauma, e incluso te vuelve ateo. Sin embargo, se agradece esa influencia siniestra que favoreció al género. Cierto, no es un filme de terror como tal, pero bien puede serlo. Eso se confirma en cuanto se asocia la relación de Silvia-Hugo en El libro de piedra (1969), de Carlos Enrique Taboada, con el nexo Marcelino-Manuel; niños creando vínculos de amistad con figuras inanimadas aterradoras que terminan por llevarlos a la muerte. O cuando vemos a George C. Scott titubeante entre subir o no la escalera para corroborar qué o quién le avienta la pelotita en The Changeling (1980), de Peter Medak; Marcelino indeciso entre obedecer o desacatar la orden de Fray Papilla al pie de los escalones. Siendo una película que durante muchos años se transmitió como contenido de Semana Santa, Marcelino, pan y vino puede replantear su exhibición al formar parte de algún maratón de terror en Día de muertos. Sin duda, encaja, y a la perfección. Respecto a Vajda, el director, quizá el manejo consciente o inconsciente del horror en este filme fue un ensayo para contar la historia de un asesino de niñas en El cebo (1958).

Brazil; Terry Gilliam

El verdadero terror vive en nosotros. Pocos géneros han tenido una evolución tan compleja como el terror a lo largo de la historia. Lo que alguna vez fue parte de la vida misma, las brujas y los demonios, dio un vuelco en el siglo XIX para construir sus elementos clásicos: esa etapa entre la muerte de la religión y el principio del psicoanálisis. Frankenstein y Drácula construyeron los cimientos donde las partes mas oscuras de la humanidad se muestran desde su interior. En el siglo XX se dio un nuevo giro, que se alejó de la individualidad y el terror encontró nuevas y necesarias formas de desahogar los miedos que cargaba el hombre moderno. La sociedad vacua y el aislamiento son las formas de soledad que nos destruyen cotidianamente. Brazil es una gran película de terror desde el subgénero que mejor lo retrata en la actualidad: la distopía. Sam Lowry, un burócrata de medio pelo, encuentra en sus sueños la esperanza para salir de un sistema consumista y un estado policial. Su madre, una de tantas que busca la perpetuidad de la juventud con cirugías plásticas innecesarias y peligrosas. Su jefe que es un burócrata aun más anestesiado que él dentro de la maquinaria gubernamental. Su amigo que es un empleado que se ve como medico y terapeuta para negar su verdadero oficio: un torturador de disidentes. Todo ello dentro de una historia que es la hija de Orwell y Kafka. El diseño de producción y de vestuario es asombroso como en todas las películas de Terry Gilliam, un genio loco que logra dar un giro a los clásicos. Una comedia-obscura que por momentos aterra desde la risa y las máscaras de bebe que usan los torturadores estatales, o un Santa Claus que visita en la oscuridad de la celda diminuta en donde se encuentra preso Sam por cometer el peor crimen existente: pensar y señalar un error del gobierno que le costó la vida a un inocente. Como las buenas películas de terror, al ver Brazil -como al leer a Kafka- uno no puede volver atrás, no vive de la misma forma. Puede intentar olvidarse, pero no puede ignorarse. El final nos deja con el corazón roto, entendiendo que Sam se sacrificó por nosotros, los espectadores, permaneciendo en la locura para que sigamos con la vida desde el terror que nunca nos abandona.

Tenemos que hablar de Kevin; Lynne Ramsay

He is just a boy, just a sweet little boy, afirma él mientras sostiene en sus brazos el diminuto cuerpo de un bebé. En apariencia suave e inofensivo, en sus pequeñas manos tiene el poder para dominar a quienes rodean, comenzando por ella. A través del vínculo primigenio que desarrolla el ser humano, tensando su existencia por medio de la condición que ella posee, la madre se convierte en prisionera. El filme Tenemos que hablar de Kevin, de la directora escocesa Lynne Ramsay, explora, a través de la representación de la vida doméstica, la inquietante experiencia de la maternidad. Distanciándose de la imagen idílica de una amorosa madre que abraza a su entregado hijo, el filme nos muestra la contraparte de una relación en la que la experiencia de la maternidad se convierte en una condena. Una de las cualidades más distinguibles del filme radica en volver inquietante lo conocido, de modo que un acto tan aparentemente inocuo como comerse una fruta, se convierte en la sugerencia de un acto atroz. El diseño sonoro permite que un llanto se transforme en inquietantes alaridos que, para descansar de ellos, es preferible azotarse los oídos con el ruido de una construcción. La fotografía y el uso del color colocan una lente sobre la vida cotidiana para explorar sus rasgos más abyectos y grotescos, pues el horror no está en las zonas oscuras del bosque sino dentro de las casas, en la habitación contigua, en la sugerencia de una sonrisa que se sabe falsa. En esta historia, no existen figuras salvíficas, ni resolución posible pues el otro, lo monstruoso y abyecto forma parte de nosotros. Ese inevitable lazo familiar, en este contexto, es el trazo de la irreductible distancia que nos separa del otro, ese desconocido a quien no entendemos nunca pero que nos regresa la mirada, burlándose de nuestros intentos fallidos por llegar a él. 

Llovizna; Sergio Olhovich

Conviene recordar que hay un cineasta mexicano que lleva media siglo creando obras que buscan despertar la aletargada conciencia social del mexicano y visibilizar a las clases menos privilegiadas. De madre tabasqueña y padre ruso, nacido en las antiguas Indias Holandesas —hoy Indonesia— en el contexto de la Segunda Guerra Mundial, Sergio Olhovich congregó hace ya algún tiempo días a medio centenar de directores, actores, estudiantes, periodistas y cinéfilos en la Cineteca Nacional. A la proyección de La llovizna, cortometraje con el que se tituló del Instituto de Cine de Moscú en 1968, le sucedió el largometraje basado en el mismo cuento de Juan de la Cabada: Llovizna, la historia de un hombre de clase media que afronta su vida y su entorno con un miedo travestido de paranoia; mismo que se acentúa ante la presencia de una familia de indígenas que le pide un aventón a cambio de ayudarlo a desatascar su combi en la carretera. Este último trabajo ha sido, junto a Los olvidados, de su mentor y amigo Luis Buñuel, una de las cintas con mayor lucidez en temas discursivos y estéticos que han abordado la desigualdad y el clasismo en México. Terror social con fachada de thriller.

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