La historia más bella jamás contada

No podía cerrarse el ciclo del elegido mayor por antonomasia sin que los cardiólogos de Buenos Aires y Córdoba hicieran su agosto en diciembre, no podía acabarse con una simple rutina de la odiosa normalidad en toda una final de Copa Del Mundo. Hacia allá se dirigía el desenlace, porque Francia se había quedado en el romance de la fase de grupos, donde Australia fue meneada de arriba a abajo por aquellos que sí hicieron recordar a los que ya habían reinado en Moscú hace 4 años, esa máquina de hueso y martillo que Deschamps se fabricó para mayor gusto de un Mbappé desatado y un Griezmann que juega como si tuviera una antena en la cabeza. Saltaron a la cancha sucedáneos de franceses en Lusail y Argentina pisó a 3 mil revoluciones por minuto, como si fuera la adrenalina que llevaban en el cuerpo el resto de 47 millones de argentinos. 

La pelota rodaba y era tal la trampa mortal que se inventó Scaloni que el tango de Enzo, Mac Allister y De Paul se tragó al mediocampo francés, inhabilitado para recuperar nada en el génesis de la creación y cuyas posesiones se diluían a la mínima oposición. No había nada que reprochar a Griezmann, Mbappé o Giroud porque no había materia prima para fabricar algo, como si los hubieran dejado en la otra punta de la ciudad y tuvieran que esperar un taxi. Las fantasmales figuras galas se transparentaban ante la olla de presión que era Argentina, cuyas puertas del cielo se abrían nada más cruzaban la divisoria y le metían vidilla a la jugada. Sus ataques acababan casi siempre en la frontal del área francesa, donde una alarma contra incendios hubiese estallado. Sobre todo tras detectar la espalda de Dembelé o Theo, donde podías levantar el imperio otomano. Porque era avanzar Julián, Di María o Messi y que comenzara a temblar el vaso encima de la mesita de Deschamps, como si alguien avisara que viene Godzila. Sucedió. Una trabada sobre Di María abrió lo que ya era una superioridad insultante, y Messi siguió sumando tantos a su libro particular de cifras absurdas. Cuando se nos vaya, siempre tendremos que recordar que sus inabarcables estadísticas apenas empiezan a rascar la superficie de lo que ha sido y es. Y para muestra, el resto de final. Messi comenzó a revolotear como un dron por todo el frente de ataque, donde su alianza con Julián Álvarez y un clásico, Di María, puso a rechinar de dientes a los franceses. 

En uno de esos balones perdidos de Francia, costumbre de la noche, el 10 que más que nunca no dejará de serlo conectó con Álvarez, este observó que Mac Allister salió en estampida, se la dio y el todocampista fue rompiendo líneas hasta que divisó que Di María, de profesión ganador, corría en paralelo y le sirvió un pase preciso para que Argentina comenzara a acariciar esa Copa que a Higuaín se le negó en 2014 y que esperaban desde hace 36 años. Todo lo que al pipita le quemaba, a Di María lo eleva, como si fuera un pirómano orgulloso. Deschamps saltó del banquillo y, antes del vestidor, convocó al gabinete de emergencia y mandó a la guerra a Thuram y Muani. Esfuerzos infructuosos.

No sucedía nada con Francia, que en el segundo tiempo ya hilaba uno o dos pases, pero más por el empeño de demostrar que sí habían comparecido. Didier movía fichas aquí y allá aunque no le salía nada, en un partido que entraba en la decadencia del ocaso por lo previsible. Un equipo se presentó, jugó a mil por hora y arrolló y otro mostraba miedo hasta de sus sombras. Todo era la consecución del trámite hasta que Otamendi trabó a la Di María a Kolo Muani. Mbappé, que tiene un fusil por pierna, venció al Dibu. Y saltó el tiburón. Un minuto y medio después, una Francia con fe, lo que no había tenido, ganó una pelota en un duelo, alguien gritó «¡Aleluya!, y en una conexión mágica de esas que eran sueños febriles hasta ese momento, Thuram dejó solo con una pared a Kylian y se disparó el éxtasis. El parisino enganchó la pelota en el aire y la envió como si fuera una carta de urgencia al otro costado, justo al hueco que no llenaba el Dibu Martínez. De agonía en agonía hasta el alargue. 

El escenario vislumbraba a una Argentina de vuelta a su disfraz de víctima que se apaga ante sus demonios espirituales. Nada más lejos. Los de Scaloni la pusieron a ras de suelo y durmieron los esbozos de estampidas galas. Los que comenzaron a correr de un lado a otro fueron los rivales, cuando Leo empujó la pelota que había detenido Lloris a Lautaro, la pelota entraba. El guion diabólico que había montado este escritor perverso parecía haberse reservado el broche definitivo para una suerte de gol de oro de Leo, pero todavía habría más explosiones. Una mano de Montiel regalaría el hat trick desde el manchón a Kylian, un histórico en ciernes. Los penales eran el final de finales. Messi y Mbappé acertaron, y sobre todo, acertó el Dibu. El héroe que encadenó a Países Bajos a los cuartos de final y cuyo pie mantuvo a flote a los suyos sobre el cierre dejó frente a la oportunidad de una vida a Montiel. Allí triunfó el sevillista, expulsando traumas y taras psicológicas cultivadas por décadas. Messi cayó arrodillado al césped y abrió los brazos, el fútbol apenas comienza a devolverle todo lo que el 10 le dio. El mejor futbolista de la Copa del Mundo levantó a los suyos de un letargo suicida y ahora consagra un fútbol hegemónico para el final de los tiempos. Fue todo lo que le prometían. Y más.

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