Foto: FIFA

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La ontología del milagro

Nietzsche habló de los aeronautas del espíritu. Miraba al sur, según Stefan Zweig.

La frase aludía -seguramente -a los argonautas que fueron con rumbo a Cólquide con la música de Orfeo en busca de lo imposible. Y también a los nibelungos…

Ni el más ferviente alemán creyó en su equipo, que miraba al sur, al Mundial de Suiza en 1954.

Nietzsche dio clases de griego en Basilea 85 años antes de que Alemania volviera a los mundiales de futbol en la Suiza que ya era sede la FIFA. El horror de los nazis provocó que el buró del balompié la marginara de las eliminatorias de Brasil 50. El COI tampoco permitió delegaciones alemanas en los Olímpicos de Londres 48. Alemania estaba proscrita, pero el rencor no debía echar raíces. Los alemanes también fueron víctimas de la ira y el odio del Reich. La FIFA aceptó la participación de La Maquinaria para el certamen de Suiza 54. La Guerra Fría ya estaba en marcha. Este y Oeste se disputaban el círculo central del campo de la Historia.

En Suiza 54 -la sede de la FIFA se encontraba en Zúrich- el futbol encontró una cancha neutral entre los polos. Hungría, la excara B del Imperio Austrohúngaro, era una Maravilla. Integrada por Grosics, Lantos, Kocsis, Puskas y Czibor (entre otros), la escuadra era la última época de un mundo que se fue cuarenta años antes, cuando los sucesos de Sarajevo acabaron con el Imperio que tanto amó Joseph Roth. El águila doble tuvo sus últimos momentos de grandeza en décadas: Austria, en las semifinales de 1934; Hungría en la final de 1954. Y pensar que todo se derrumbó en 1914, con la muerte del príncipe heredero Francisco Fernando, en Bosnia.

Entre mayo de 1950 y junio de 1954, la Maravilla Húngara no perdió un partido. Ganó en 23 y empató en cuatro. En ese periodo se hizo de la medalla de oro de los Juegos Olímpicos de Helsinki 52 en la que derrotó (2-0) a la potente Yugoslavia, que era el orgullo de Josip Broz Tito, quien moriría en Eslovenia en 1980. Hungría era, por decirlo en términos contemporáneos, la gran favorita para ganar el Mundial del 54. Pero, en la obra de El Fausto de Goethe, el presente tiene muchas maneras de presentarse. Alemania siempre es romántica y experta en estropear los hechos. En echarlos a perder.

Toda tragedia tiene una forma de comenzar…

El Grupo Dos de aquel Mundial es histórico porque esconde una tragedia al estilo Shakespeare. Reunió a la Maravilla Húngara, a La Maquinaria alemana, a Corea del Sur y a Turquía. Los turcos habían llegado a la cita tras eliminar en tres partidos a España: perdieron en Madrid; ganaron en Estambul. Y en un volado en Roma escogieron el lado correcto de la moneda. Turquía llevaba la suerte antigua de la media luna. Corea jugaría el triste papel de patiño en un elenco en el que saldrían los dos finalistas. Alemania regresaba al Mundial, pero sus ciudades estaban tan en ruinas como la moral y el ánimo de sus habitantes. Ningún alemán, ni el más optimista, creyó que lo que pasaría fuera posible.

Pero Sepp Herberger, el técnico alemán, había visto teatro las veces suficientes para creer que en el campo esmeralda todo es figurativamente probable. Shakespeare dijo que los hombres están hechos de la misma madera que sus sueños. Como si se tratara de un relato de Borges, Herberger prefiguró un laberinto. Sabía que Turquía y Corea eran vencibles. Pero tenía dudas de la Maravilla Húngara, a la que había seguido en cada partido de las eliminatorias. Era la gran favorita para ganar el trofeo Jules Rimet. Herberger había cambiado -a su manera- el sistema de juego: le llamó la WM. Dos jugadores de fondo y cinco adelante. El Brasil de 1958 se coronaría con ese esquema: Didí, Vavá, Garrincha, Zagallo y Pelé conformaron la máxima delantera de la historia. El hombre clave en el funcionamiento alemán era Helmut Rahn, un todo terreno, quien, además, era letal en el área enemiga.

Herberger, pues, entregó la realidad a Hungría. En efecto, mientras Hungría devoraba a Corea (9-0) en Zúrich; Alemania goleaba a Turquía -tiempo después los turcos se convertirían en la primera minoría en territorio alemán- en Berna, el lugar de lo imposible. En el segundo partido de La Maquinaria, Herberger decidió saltar a la cancha con una especie de equipo B. Sacrificó un caballo en territorio de las negras. Hungría ganó 8-3 y la prensa alemana despotricó en contra del míster, al que calificó de ridículo y soberbio. Kocsis, el enorme astro húngaro, anotó la mitad de aquellos goles. Pero Sepp tenía sus planes y la humillación formaba parte de ellos. Goethe siempre se lleva en el bolsillo. En el juego por el pase a los cuartos de final, Alemania venció 7-2 a Turquía; Rahn ya era un aviso.

Hungría era algo serio.

En los cuartos de final, en Berna, aplastó a Brasil, que venía de una derrota descomunal ante Uruguay en la final del 50, con dos goles de Kocsis. Alemania no lo pasó fácil ante Yugoslavia en Ginebra. Aun así, con gol de Rahn y un autogol de Horvart, salió ilesa de la batalla. Herberger tenía razón: la única manera en la que La Maquinaria se enfrentara a La Maravilla sería en la final. La prensa alemana seguía sin creer que aquello fuera posible.

En las semifinales, los húngaros enfrentaron a Uruguay, en el que quedaban reminiscencias de la Tragedia de Maracaná, sucedida cuatro años antes en Río de Janeiro. Militaban en ese cuadro Máspoli, Schaffino y Andrade, causantes del silencio más ruidoso de la historia. Aun contra ellos, La Maravilla fue superior y venció a la celeste 4-1 en Lausana. En dos partidos, Hungría había anotado ocho goles y había recibido tres. Los alemanes enseñaron músculo y golearon 6-1 a Austria.

Como lo planeó, Herberger llevó a su equipo a la final de Berna (4 de julio de 1954) ante uno de los máximos equipos de la historia del futbol. Había algo en la memoria. El primer partido internacional de una selección alemana sucedió en Suiza, en 1908. Nietzsche, como telón de fondo, mirando al Sur. En aquel 5 de abril, los suizos ganaron 5-3. Alemania, no es irónico, logró su primera victoria justamente ante Suiza, en Karlsruhe, el 4 de abril de 1909. Así que el terreno suizo estaba en la metafísica del milagro. El primer partido amistoso alemán de la posguerra sucedió en 1950. Jugó 21 antes de la cita del 54: perdió tres y empató en otros tres. Los demás fueron ganados con contundencia.

En Berna las cosas se descompusieron desde el comienzo. Hungría ganaba 2-0 en el minuto 10. Puskas y Czibor los causantes de las dagas. Adi Dassler, de la marca Adidas, había fabricado zapatos para selección alemana en caso de que el clima cambiara en Berna. Un par de días antes Herberger dijo a la prensa: “si llueve, ganamos”. Todo milagro, todo relato, dice Giorgio Agamben, requiere de misterio. Llovió en el segundo tiempo. Y Alemania volvió el relato en fuego. Morlokc, del Nüremberg (el lugar de los juicios a los líderes nazis) anotó el primero gol de La Maquinaria. Luego, El Jefe Rahn -quien había debutado con la selección en Estambul, ante Turquía, en 1951- empató el duelo. Y a doce minutos del final: como si el texto del juego hubiera sido escrito por Heidegger, gran aficionado de aquel equipo y, luego, de Franz Beckenbauer: Rahn conduce las cadenas etimológicas del milagro y anota el gol del triunfo alemán: el aliento y alimento del gol para un país hecho pedazos por la derrota y el exterminio.

Hasta en ese momento todos los alemanes creyeron que los milagros eran posibles: ¡Alemania, la dolida y pálida Alemania se convirtió en la tercera selección campeona del mundo!

Una frase del hijo de pastor, Martin Heidegger, puede cerrar este capítulo: en este simple paso está condensada toda la historia de la metafísica: el ser, la imposibilidad y el milagro. Nadie creyó; pero fue posible. Aquella escuadra alemana estaba plagada de aeronautas del espíritu. Dieron ánimo a una nación convertida en ruinas y escombros. En 2014, Alemania -ya reunificada- se convertiría en la tercera tetracampeona del mundo, detrás de Brasil e Italia. Desde aquel verano del 54, los milagros humanamente posibles.

De La Maravilla Húngara sólo quedan los rastros de poesía.

Posdata: el autor recomienda leer el año 1954 de Mi siglo, de Günter Grass.

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