La primera vez

Existen días que se filtran en nuestras vidas y se quedan conectados, como el mar y la arena, para siempre.

Ese domingo, en casa de unos amigos de la universidad, me había olvidado por completo del texto que días atrás había enviado por email y que seguro, esa misma mañana, ya lo leería casi media ciudad.  Había revisado semanas antes la convocatoria de relatos que un conocido diario realizaba. Por esa época, mi curiosidad iba en aumento, como en aumento también surgían las páginas de Notas que inundaban mi habitación, y en crecida también el enfado de Carmela, mi tía, que en esos meses vivía con ella debido al viaje inesperado de mis padres.

—¡Vas a volver esto un cuchitril! —me decía y se alejaba para darle de comer a nuestra mascota. No le decía nada. Solo en mi fuero interior me reía: ja, ja, ja.  

Lo cierto es que desde que había retornado a la universidad, había empezado a adquirir Notas de una forma constante, también compraba la Voz y Destino, pero la verdad que Notas era distinto.  Aparte de ser el diario más antiguo de la región, allí se resaltaba la información, entre sus últimas páginas, sobre los eventos culturales que ocurrían en la ciudad. El suplemento dominical para mí era lo más atractivo de Notas y no sólo porque aparecían ciertos artículos de destacados periodistas nacionales y extranjeros, sino también por las crónicas y reportajes que motivaban a leer y vivir cada fin de semana. Soy sincero, desde los primeros ciclos de la universidad había soñado con enviar mis textos y ver mi nombre publicado allí en el periódico más leído de la localidad; sin embargo, por ese tiempo no tenía aún la disposición de arriesgarme para ello. Vivía como los niños: en el delirio y las ensoñaciones. Aún quedan ciertos resquicios de ello en mí, pero al menos ahora ya tengo cierta madurez y piso tierra.

Cuando culminé de leer la convocatoria, alcé la cabeza mirando a la ventana de mi habitación como buscando una explicación sobre lo que sucedía.  Luego me miré al espejo. Dije algo. Lo cierto es que dije muchas cosas como un orate. Mi sobrino veía la televisión aprovechando la tarde libre, mi tía había ido a la tienda para comprar algunos objetos que había olvidado durante el día, mi perrita de casi seis años, grandes orejas, ojos saltones y pelaje blanquecino, me miraba como diciendo: ¿Qué tanto piensas, loquito?

Sonreí.

Pronto corrí hacia mi PC, eran las 6 p.m. y busqué la historia que venía redactando desde hacía unos meses. La había comenzado a escribir desde el verano. Me habían surgido varias ideas. Mi cabeza era un hervidero. En esos meses había conocido a una chica con la que sólo tuve una relación breve y me veía con algunos amigos de las clases de francés que sólo les gustaba hablar de programas ridículos que aparecían en la televisión, tomarse un vinito y lanzar bromas bobas; con todo ello, en las noches, como ahora, me había lanzado a escribir una historia.

Había escrito poemas, poemas tontos y ridículos que sólo gustaron a algunas personas; pensé entonces que de una vez por todas era necesario escribir un relato. Me costó un poco, no voy a negarlo. Un amigo, uno de esos idealistas de izquierda que vive como burgués, me había recomendado leer a Cortázar, Onetti, Poe, Carver y Chejov; descarté a Ribeyro, sus historias ya me tenían harto, me las sabía de memoria, así que lo deploré por completo.  Era necesario buscar novedades, eso es más atractivo.

A medida que escribía y la historia se iba formando, me percaté que a la narración le faltaba algo más de acción, suspenso, fuerza expresiva y un final cautivante, acaso ensordecedor; todo lo que manda los cánones de una estructura narrativa.

Como era evidente, llené la habitación de papeles. Era increíble ver pegado sobre mis zapatos algunos bosquejos que habían surgido inesperadamente con tanta pasión, esa misma sensación que se iguala esta noche y parece no tener fin cuando prosigo con este relato. Mi tía miraba tal espectáculo, pero ya no me decía nada; quizá cansada de tanta rebeldía, llegó a comprender mi delirio. O mejor dicho, aceptarlo.

Concluí el texto al término del verano, o al menos eso creí.

Cuando volví a la universidad, y luego de revisar como dos o tres veces más la convocatoria del diario, y entre las clases, amores, desamores y las actividades de la casa, subrepticiamente, avancé en la redacción y corrección con un ahínco propio de un estudiante aplicado.  Me sentía abrumado, como si de ello dependiera mi vida.

Pocas veces me había sentido así.

Cuando la terminé, luego de corregirla innumerables veces, las estrellas se habían escondido, el cielo garuaba. Me paré frente al espejo. Lancé un respiro largo creyendo que la vida daría un giro inesperado como en varias ocasiones me había ocurrido, pero no: me sentía raro, estrambótico, como mutilado de mí mismo, casi en orfandad.  Era como si nunca me hubiera gustado despegarme de ella, pero era necesario.  

Pegado de nuevo al respaldo del asiento y mirando la PC, busqué por última vez las bases de la convocatoria.  Sí, cumplía los requisitos. No lo dudé dos veces. Envié el texto.

Pensé que todo acabaría allí, pero en las horas posteriores me detuve a analizar si haber enviado ese escrito tal vez no había sido una buena decisión. En esos instantes, quedé hecho añicos. Por ese tiempo era presa de incertidumbres y temores, menos que ahora por supuesto.

Al día siguiente, cuando desperté ya no pensé más en ello.

Era normal no pensar en ello durante esos días cuando uno tiene la mente ocupada y es que debíamos realizar varias entrevistas para el curso de Televisión y eso aplacó, de alguna u otra forma, mi ansiedad por aquella historia.

Una historia que persistió en mi mente y se expandió como una hoguera, cuando una noche recibí la respuesta del diario. Respuesta concisa, breve, lacónica como las reglas del periodismo: «Es posible que la publiquemos este fin de semana».

Punto final.

Creo que lloré y también grité desde mi PC como si hubiera ganado la lotería u otra clase de premio; sin embargo, preferí calmarme, todavía no compartirlo con nadie y dejar que las circunstancias fluyeran. Era mejor así.

Hasta ese domingo que una breve luz me hizo recordar que me publicarían ese día. Ya eran las tres de la tarde cuando ese pensamiento surgió. Miré la puerta de la calle, las ventanas, el mismo cielo que como una gran manta azulina abría paso al sol que cubría con sus brazos a toda la ciudad. No me atreví a comprar el periódico, quizá por desidia o tal vez por mi tonta y absurda inmadurez. Para calmar ese desconcierto, se lo conté a una de mis amigas: Ariadna, una joven de lentes como yo, de pecas en los hombros y rostro infantil, quien me tomó una de las manos y, tras un breve abrazo, me sonrió.

Luego el pensamiento se esfumó y es que ese domingo estábamos tan enfrascados en culminar las labores para el curso de Publicidad. Desde la mañana hasta cerca de medianoche, nos involucramos en que surgieran las ideas, luego ilustrarlas en el storyboard y finalmente plasmarlas en los programas de diseño Corel Draw y Photoshop, además de forjar esas mismas ideas en papelógrafos para exponerlas al día siguiente, a primera hora.    

El lunes desperté muy temprano como siempre lo hacía.

Ya en la facultad, llenamos el salón con los benditos papelógrafos combinándolas con hojas multicolores donde se mostraban los logos, slogans y todo el plan corporativo que nos había consumido los sesos horas antes. Hubo risas y abrazos furtivos, bálsamos breves que soliviantaban o intentaban soliviantar nuestra ansiedad durante esos minutos.

Creo que fue las 07:30 a.m., cuando una voz grandilocuente y dura surgió desde la puerta del salón.

En ese momento, yo estaba junto a Ariadna, quien se había quitado los lentes y jugueteaba con mis dedos. Yo también jugueteaba con los suyos: esos dedos pequeños, frágiles, cálidos y efusivos que seguían rozando mis dedos, como una clara demostración de lo que ambos en verdad sentíamos; en eso la voz dura dijo mi nombre. Pude identificar a la persona que lo decía: alto, canoso, de presencia tenaz, soberbia y sonrisa palpitante. Era el más ilustre de los docentes de la facultad.

Quedé perplejo cuando repitió mi nombre, esta vez con efusión, casi como rindiendo homenaje a alguien. La verdad que quedé paralizado, aún más, y apenas si moví los ojos cuando me entregó el suplemento dominical de Notas que un día antes no había podido adquirir debido a mi cobardía.

Lo recibí y hallé mi texto a toda página. Ver mi nombre allí era algo mágico, casi como un sueño. Era la primera vez que me ocurría. No sé si estuve a punto de llorar o gritar en ese instante. Lo hubiera hecho, pero me contuve. Luego surgieron un conjunto de miradas que se clavaban ante mis ojos y una salva de aplausos que me hicieron sonrojar. Algo en mí empezaba a llenarse, suprimiendo los vacíos y las tristezas en que me hallaba sumido durante varios días. Gustavo, un amigo, con quien compartía tertulias literarias en la universidad me dijo: «Hombre, ya eres famoso». Ariadna me agarró fuerte de las manos y expresó esa sonrisa infantil que me deleitaba y al mismo tiempo, amaba. La miré. Me miró. Desde la ventana los brazos del sol se filtraban e iluminaban el lugar como una premonición a una nueva senda de satisfacción y dicha para la vida.

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