Leer y escribir supone un flujo que no se corta: Pablo Duarte

Al transcribir esta entrevista hubo que tomar una decisión: mantenerla igual o limpiarla. De alguna manera, mantenerla igual hubiera dificultado su lectura, pero habría sido consecuente —y hasta una suerte de homenaje— con el tema que trata el libro.

Decidí que aquello hubiese sido, de cierta forma, una especie de acto desbocadamente pretencioso: dejemos que el autor, a través de sus palabras, plasme su ilegibilidad. Esto siempre se trató de escritura, no de oralidad.

Pablo Duarte publicó Ilegible, de la editorial Gris Tormenta. Hablamos sobre el proceso de escritura, sus autores de cabecera y distintas búsquedas que emprendió al formar este libro.

Ilegible es un ensayo sobre el proceso de creación en la escritura. Pensé muchas vías para arrancar esta conversación, a propósito de esta idea que planteas en el libro, donde dices que las cosas nunca comienzan del todo. Quiero decir una cosa: ayer, releyendo el libro, en la fila del OXXO de Alfonso Reyes, llegué a la parte donde empiezas a enumerar qué es y qué no es el libro. Ahí juegas con la idea de que, después de tantas páginas, el libro podría en realidad no estar tratándose de nada. Pensé rápidamente en que podríamos estar hablando del Seinfeld de los libros, y me pareció una idea maravillosa. Sin embargo, dos horas después me aventé la presentación que tuviste con Carla Faesler y Rodrigo Márquez Tizano, y vi que se me adelantaron con el concepto. Partiendo de eso: pensando el libro como una muestra del proceso previo a la creación y a ti como alguien que se ha desenvuelto en el backstage del mundo literario, ¿cómo surge la idea de este texto?

Así como decías que las cosas nunca comienzan ni acaban, esta conversación es también parte de otra más larga que hemos tenido. El libro surge por dos lados: Mauricio Sánchez y Jacobo Zanella, de Gris Tormenta, además de tener una editorial con un gran sello particular, han sido dos muy buenos amigos con quienes el vínculo ha surgido alrededor de lecturas y libros. Existe ahí la Colección Editor, que se enfoca tanto en el proceso previo a la existencia de los libros, como en los que éstos provocan. En algún momento me propusieron escribir uno: esa fue la semilla. Por otro lado, desde hace muchos años he estado trabajando en ciertas ideas. Aunque no había publicado nunca un libro, sí he hecho varios intentos por escribir: dos de ellos están en obra negra -son como las construcciones de al lado de la carretera, yendo a Matehuala, donde se ven castillos en la arena que tienen forma, pero no se sabe si van a ser un comercio o una casa-. Al mismo tiempo he estado trabajando en cosas que no tienen que ver con publicar, y desde ahí uno se plantea muchas cosas: estás dándole vueltas a ideas, pensando en cosas que te gustaría haber leído, cosas que te gustaría ver publicadas, cosas que te gustaría publicar tú, y de esa mezcla y esta serie de obsesiones empezó a perfilarse Ilegible. Hasta el último minuto yo seguía mandando versiones con adecuaciones sustantivas que también hacen parte del libro. Es un libro que permite el ensamblado de muchas partes. En concreto, el surgimiento fue una obsesión personal por los temas que ahí trato: qué pasa en tu cabeza cuando piensas en escribir, la idea de no poder escribir, pensar el lenguaje como la herramienta más fascinante y, al mismo tiempo, traicionera, difícil e insatisfactoria. Surge de esa conjunción.

¿Cuáles fueron las lecturas que te acompañaron durante la escritura del libro y qué caminos buscaste, más o menos, transitar?

El libro no era todavía el que acabó publicándose y yo estaba muy clavado leyendo manuales gringos para la escritura, de esos que te dan muchos tips. Luego me clavé a leer obsesiones personales, a las que regresas una y otra vez, y que son no solamente inabarcables, sino que nunca sientes que las agotas y siempre están mostrando una nueva cara. Regresé a Mario Levrero, a Macedonio Fernández y su novela, a Juan José Saer y Antonio di Benedetto -aunque no se noten tanto en el libro-, porque tienen una manera de hacer al lenguaje tan poético y ampliarlo de una manera particular e imprimirle musicalidad específica dándole ciertos tonos fáciles de percibir, pero sin ser fáciles de reproducir o encontrar en la vida cotidiana. Eso era el tipo de escritura que buscaba hacer. Por último, me puse a leer dos libros en particular: uno de Annie Dillard, The Writing Life, que tiene una fuerza poética muy grande, una gran capacidad de contemplación y una cercanía con la naturaleza y el éxtasis místico que a mí me parece muy lejana -los mosquitos me corretean-, y por alguna razón encontré ahí una especie de cercanía y afinidad que respondía preguntas que había planteado de una manera oblicua, rara. Con esa mezcla armé la idea del libro que quedó. Tiempo después empecé a escribir, en marzo de 2020, recién encerrados, y me clavé a leer buscando cosas: hallé a Salvador Elizondo, Roland Barthes, Platón, y como un ávido estudiante que quiere impresionar a sus lectores estuve buscando referencias que, a su vez, me llevaban a otro lado. Fue gozoso, es parte de lo chido de escribir: encontrar lecturas. Otro libro fundamental fueron los ensayos de Lidia Davis, de una claridad inalcanzable. Ahí me puse en modo omnívoro y leí todo. Lo que fuera que estuviera leyendo, entraba.

En el prólogo, Tedi López Mills plantea la idea de la hoja en blanco como una hoja negra donde todo está escrito y de donde uno desentraña un texto en lugar de crearlo. Recordé también a Manuel Jabois diciendo que la hoja en blanco aspira a ser El Quijote, pero cuando uno la interviene comienza la catástrofe. A lo que voy es que tenemos la idea del taller en el libro, ¿de quién es la voz que lo dirige? ¿es tu voz? ¿la neurosis de la voz guarda relación con el rollo pandémico?

Ahora que dices lo del rollo pandémico, no lo había pensado tan concretamente. Seguro la idea del taller y su vertiente claustrofóbica tiene que ver con esa experiencia: durante la primera parte del encierro todo era muy alarmante y desconcertante, pero tenía una sensación de finitud próxima. No teníamos un marco de referencia de lo que era estar tres meses encerrados en casa. Es una manera de verlo que tiene mucho sentido. En cuanto al tema de las voces: el libro tiene una vocación muy clara de explorar y poner en juego las operaciones del pensamiento. Tratar de hacer de la lectura un juego con cómo piensa uno, con cómo está uno planteándose las dudas y disyuntivas: se me ocurría un juego de voces distintas, parecidas a la propia, pero no idénticas. Mi experiencia, cuando escribo, es que tengo muy claro que hay alguien que está leyendo por encima del hombro, nunca sé quién es, pero está opinando, enmendando, diciendo, viendo y arreglando al paso al que voy escribiendo. Creo que es una experiencia común: ese lector ideal para el que todos escribimos está más presente de lo que nos quieren hacer creer quienes nos dicen que escribamos como si nadie nos viera. En el psicoanálisis sería el superyó; en la religiosidad sería el poder supremo. En el libro quería dejarlo deliberadamente vago, porque es una especie de doble o triple tallerista interior y uno tiene una serie de lectores, expectativas, y se divide en muchas voces que van torciendo la idea original que teníamos. El proceso que va de la idea al hecho de plasmarlo en la pluma es el espacio de tiempo donde transcurre todo el libro. Esa idea pasa por una fila india de juicios, dudas, aplausos, elogios, sobredimensión y menosprecio, antes de empezar a teclear. Esa fila india está llena de misterio; claramente la veo como una especie de heterónimo no nombrado mío, pero también de mucha gente a la que admiro y en la que pienso cuando escribo, o gente que no me cae bien y no tiene que ver con lo que escribo. Es una voz que admite todas las máscaras posibles. En este caso, tiene una máscara muy particular porque tiene un tono de voz y una neurosis particular, pero según quien lea el libro esa voz cambiará. La voz puede parecerse a alguien que conoces.

Volviendo a la parte de la lista que dicta lo que el libro no es, me acordé de una cosa que dice Piglia: es más importante saber a quién no quieres parecerte que saber a quién quieres parecerte. ¿Qué no querías que el libro fuera?

No quería que fuera un ensayo confesional. Del tipo estamos todos encerrados, me encargaron esto y voy a contarles lo difícil que es escribir. Eso fue una versión inicial, pero pronto supe que no me interesaba explorarla. Tampoco quería ceder en caso de que el libro se volviera un poco, como el título lo dice, ilegible o pesado. No quería limpiarlo, a pesar de que la escritura fragmentaria siempre me ha gustado (e incluso está de moda), y de que este rollo neobarroco atiborrado de cláusulas y una sintaxis menos depurada no es algo común y tampoco algo que se venda como prosa atractiva. Puede tener este estigma de ser difícil, pero yo no quería ceder al impulso, por más que estuviera presente todo el tiempo. Pensé ese enredo como parte del tema, dejé esos nudos presentes porque son parte fundamental del proceso de creación. Cuando lo editaron Jacobo y Mauricio, pobres, el dolor de cabeza debió ser grande. Como lo dice Tedi en el prólogo, de pronto el libro es tan hermético que parece que no hay por dónde entrarle. No está el cabito de entrada a los nudos. Puede ser una experiencia desagradable, pero era fundamental dejarlo. Luego, pensando en ensayos y ensayistas que me gustan mucho, habría que huir de lo reconocible. Hace tiempo se puso de moda el ensayo de David Foster Wallace: todos éramos geniecillos que necesitaban muchas notas al pie. Alguna versión que les mandé estaba llena de notas al pie que luego convertí en citas y parafraseos. Es algo que me encanta, vuelvo a Consider the Lobster cuando estoy trabado. Luego, un tipo de escritura más coloquial, como Leila o Fabián Casas, que son dos autores que hacen de la escritura una conversación. El ensayo de Fabián Casas sobre la poética de Holanda en 1974, te lo está platicando; o el perfil que hace Guerriero sobre Fogwill, es perfecto, pero es un tono tan particular que al intentar imitarlo o parecerte, todo acaba mal. Tenía muy clara la gente a la que admiro y había que mantenerse lo más lejos posible de ellos.

Tenemos el tópico de que cada vez se lee menos. Hay una parte donde bromeas con la idea de que el escritor debe lanzarse de cabeza a la atención ajena para agarrar al lector y no soltarlo, como si hubiera poco tiempo para leer y debieras soltar frases certeras. Casi como si la literatura fuese un contragolpe futbolístico: resuelve rápido y no desperdicies la ventaja. ¿Cómo aceptas tú el hecho de esperar otra cosa? ¿Cómo esperabas que lo recibiera el lector? ¿Qué diferencias hay entre el libro que entregas y publicas y el que te devuelve quien te ha leído?

Está muy padre. Mis inseguridades patológicas me hacían pensar que la recepción iba a ser un caos. Es el primer libro que publico y era un asunto de mucha angustia. Yo creía, siendo justos y no tan melodramáticos, que iba a pasar un poco desapercibido. Lo iban a leer amigos y conocidos, recibiría algún tipo de retroalimentación y poco más. Me cuesta mucho trabajo dimensionar la recepción del libro, porque todo para mí es novedad y una hipérbole de gusto. Los comentarios negativos también han sido justos en ese sentido. Me han dicho cosas que me llaman la atención porque es una experiencia completamente nueva. Estoy maravillado y desconcertado de que algo que pensabas que se iba a leer y discutir se lea y se discuta. Ese paso me tiene sorprendido. En términos del libro que regresa, es una pregunta muy padre. He estado pensando en eso: pienso en los libros que me gustan y la poca retroalimentación que yo he mandado a quien lo escribió, y me hace sentir culpable, porque por este libro he recibido retroalimentación gozosa. Es gente que se toma el tiempo para leer el libro y discutir sobre él: para lo que esperaba del libro, ya dentro, en el proceso, y lo que podía ser, creo que se cumple algo. Es el libro que quería hacer. Más que darte una definición y unas conclusiones, el libro era una especie de provocación en el sentido menos radical, una suerte de incitación a seguir leyendo y discutiendo. Me sorprende que haya funcionado. El taller no te pone ninguna serie de ejercicios, y sin embargo varias personas reaccionaron activamente: me mandaron un diagrama, Carla Faesler hizo un texto que reaccionaba al texto, el mismo prólogo de Tedi participa en el taller que nunca comienza, otros me mandaron más listas de lo que no era y sí era el libro. Cumplió un cometido muy secreto, porque ahí estaba la provocación, tocaba ver si funcionaba y funcionó. El libro que regresa ha sido un libro completo, que completa lo que a su vez dejaba incompleto mi libro, porque termina con una propuesta o interrogante que se cumple con esta respuesta.

Hay una parte donde hablas de la claridad en la escritura, tener algo para decir e ir directo al punto. Habrá cosas que, en pos de decir lo que es necesario decir, tendremos que dejar de lado. ¿Dónde está el cajón de los descartes? ¿Hay reciclaje?

Termina siendo un cajón que, a pesar de lo abandonado que parece, termino visitando bastante. Tengo un manuscrito ahí sobre el fracaso, y muchas cosas de este libro tienen que ver con eso: cosas que quizá no están escritas ahí, pero están relacionadas con ideas que me surgían al escribir sobre el fracaso. Una de las primeras propuestas era muy parecida a uno de los ensayos sobre el fracaso, pero al final no ocurrió. Ese cajón se abre bastante. En los ejemplos hay otro libro de ensayos sobre el náufrago y el naufragio, estuve regresando mucho ahí mientras escribía Ilegible. La voz que espera a que lleguen sus talleristas tenía algo que estaba en otro libro. Todo lo que uno toma como nota, los textos que te gustaron, pero te desencantas, o viceversa, van formando los textos que siguen. La conversación que supone leer o escribir es un flujo que no se corta: sintonizamos mejor en determinados momentos, pero siempre está yendo y viniendo. Es un cajón visitado por las ideas que se quedan ahí guardadas.

¿Por qué el taller se va vaciando?

Está curioso. Yo he organizado uno o dos talleres, siendo muy mal tallerista. He participado en muchos más, todos relacionados con escribir, pero me parecía que una de las cosas interesantes del asunto (y que era una puesta en escena) es esto que decías: ya nadie lee. Esa crítica constante a que la literatura está perdiendo frente a las pantallas. Si bien todo eso tiene un efecto en el cómo se escribe y cómo se lee, me parecía que es un poco caricaturesco el hecho de que todo esté amenazado. La respuesta más literal es poner la caricatura. La respuesta enredada es que tiene que ver con que, mientras uno escribe, nunca se pierde la duda, las voces y polifonías que uno trae, pero también luego esas voces tienden a silenciarse, a calmarse, porque al escribir, a pesar de que el libro quiere ser un libro que no se puede escribir, uno de los fenómenos que ocurre es llegar a disipar ciertas dudas. Ya hay material, letras, palabras, sintaxis, tomamos una decisión que le hizo caso a esta u otra voz. El taller mental se empieza a despoblar, queda claro lo que hice, y empieza el taller de la lectura entendida como ese ejercicio de poner a jugar lo que alguien más hizo y tú empiezas a juzgar, subrayar, etcétera.

Finalizando, una de las cosas que yo pensaba era este tipo de escritura me recuerda mucho a Nocturno de Chile, de Bolaño. Yo puedo estar encantado con Bolaño (aunque ser fan de Bolaño en la literatura es como ser fan de Tarantino en el cine, porque detrás están Macedonio Fernández, Antonio Di Benedetto, etcétera). Cada quién tendrá autores a los que siempre vuelve. ¿Qué autores son los tuyos, que rescatas de todos los mundos literarios que has visitado?

Una de las cosas que siempre quiero escribir, aunque nunca encuentro cómo, es sobre la cantidad de autores anónimos cuyo nombre no se recuerda y terminaron influyendo al producir un encantamiento por las posibilidades de la escritura. En mi caso, eso lo hizo el periodismo deportivo gringo. Me toca confesar ese sesgo porque es el otro idioma que sé. Lo que para mucha gente fueron las novelas deportivas, para mí lo fue el periodismo deportivo cotidiano. La revista Sports Illustrated, que mi papá compraba en una librería en Satélite, fue una de las cosas que, aunque dé culpa, me formó. Cuando Gabriel García Márquez leyó La Metamorfósis, de Kafka, se sorprendió al saber que el personaje podía despertar siendo un insecto. Las posibilidades de la escritura son infinitas. ¿Se puede, entonces, escribir sobre algo que es así de efímero y pasajero, y dotarlo de trascendencia? Ese tipo de lecturas poco lustrosas y presumibles me encanta. Por eso, ahorita que decías lo de Bolaño, yo defiendo mantenerse en el nivel que sea. Tarantino, Bolaño, o el que sea. Otra cosa resaltable, que siempre se menciona, es la literatura policiaca o negra. Aunque ya no la leo tanto, sí tuve mi momento clavado con Raymond Chandler y Dashiell Hammett. Yo también quería ser detective. Fue un momento fundamental. Más que ganas de imitarlo eran las posibilidades: el lenguaje permite tantas cosas. Limitarse a lo legible o lo entendible limita profundamente la experiencia vital del lenguaje. Presumes poco al decir que eres fan de la novela negra, es como decir que eres fan de la Selección Mexicana. Asumo lo poco cool que es. En cuanto a los autores, he estado pensando cuáles, pero les tengo mucho cariño, ninguno caducó. De pronto regreso a Sherlock Holmes, le tengo mucho cariño. Más que coleccionista soy acumulador de lo que me encanta y atesoro, y ahí los tengo.

Ahora que dices esto, creo que fue César Aira quien escribiendo sobre los límites del arte y literatura deslizaba la idea de leer con todo el cuerpo. La literatura puede interpelar no necesariamente a partir del argumento, sino del lenguaje. Quizá las sensaciones. ¿Qué lectura te llevó a ello?

Hay varias. Me sucede constantemente. Ahora, leyendo a Héctor Libertella, él tenía una especie de credo sobre el escribir, algo así como transmitir, no comunicar. El tema de hacer sentido siempre disminuye y limita. En cambio, la transmisión de algo, esa provocación, ese interpelar, termina siendo más cercano a lo que me interesa. Leyendo a Libertella sentí el mazazo en la cabeza, el golpe en el estómago, porque había una serie de posibilidades y amplitudes a la escritura: cómo es posible que el lenguaje haga esto. Eso pasa con la poesía. Soy un pésimo lector de poesía que se la pasa como groupie de los que sí saben, pidiendo referencias. La poesía a veces no comunica, pero transmite. Cuando la escritura logra esto es arrollador. Libertella fue uno de los últimos y no es fácil conseguir cosas suyas. Hay algo en la colección de Piglia, La serie del reciénvenido, pero es difícil encontrarlo. Ando cazando PDFs: tiene una serie de anotaciones donde cada sentencia e idea es iluminadora. Él ha sido un mazazo. En su momento, también, cuando leí los poemas de Phillip Larkin, cotidianos, que exploran una zona del lenguaje desconcertante. Cuando te encuentras con los ensayos de Joan Didion también viene el golpazo. Pero ahorita sigo correteando a Libertella. 

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