Los búhos capitalinos

Un pequeño grupo de desconocidos que, sin saberlo, se volvieron mis compañeros de madrugada.

Miré por mi ventana y vi aquel monstruoso edificio, ese gigante de más de una centena de apartamentos, una pequeña comunidad sobre la avenida. Aquellas pocas luces amarillas que, a eso de las dos de la madrugada, permanecían encendidas. Así, sin que éstos lo supieran y con el mero hecho de no apagar sus focos me nació cierto cariño.

Tomé gusto de aquellas personas extrañas, un pequeño grupo de desconocidos que, sin saberlo, se volvieron mis compañeros de madrugada, aquellos que nunca decepcionan, que siempre que giro mi cabeza hacia el Oeste en ese espacio entre la noche y el alba, están, aunque sea uno.

Ignoro si padecen o gozan lo más oscuro y silencioso de los días, tampoco sé si llamarle insomnio, soledad o mero oficio creativo; lo que sé, al menos, es que si los encontrara en alguna reunión, si alguna vez nuestras palabras se cruzaran, sabría que esa persona es uno de los búhos que mira desde treinta pisos de altura, que observa contra natura, que rechaza lo impuesto y enfrenta la gran prueba del hoy: la soledad.

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