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Los Bunkers: fueron las canchas donde corrí

El unplugged de Los Bunkers constituye en términos narrativos, dentro de su carrera, una suerte de retorno. Iniciamos tocando guitarras de palo, dijo Mauricio Durán; esto es lo más parecido: reunirse, tocar la guitarra, hacer aparecer una canción.

Mi primera toma de contacto con Los Bunkers fue a través del Música Libre: su álbum homenaje de Silvio Rodríguez publicado en 2010. Yo, necio (nunca mejor dicho), me había resistido de manera permanente al símbolo cubano por razones que no vienen a cuento. Encontré en aquella obra de Los Bunkers un disco rockerísimo, psicodélico, lisérgico; cómo se quebraba la voz Álvaro López en La era está pariendo un corazón. Amo a Los Bunkers, tuiteé a mis quince años. No sabía que, más de diez años después, Mauricio Durán me marcaría un golazo desde media cancha enfundado en una camiseta del Huachipato. Le pegó seco, cruzado; a uno, como portero, no le basta con llegar a esos balones: tiene que elevar la mano y esperar que la pelota impacte en la muñeca y salga a cualquier parte: los dedos los va a doblar y la palma solamente conseguirá que el esférico se eleve y, en el mejor de los casos, el gol se adorne con un impacto en el travesaño. Ni siquiera llegué al balón.

Semanas después, el mismo Mauricio me haría sentir la persona más importante del mundo al gritar mi apellido en el Aeropuerto de Los Ángeles para saludarme. Ambos bajábamos de un avión (él con su esposa; yo con mi mamá) con el único objetivo de atestiguar la gran despedida de Elton John en el Estadio de los Dodgers. Intercambiamos un par de whatsapps el lunes posterior; él seguía impresionado con cómo sonó Bennie and the Jets.

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Me bastaron dos rolas del álbum unplugged para comprar boletos. No recuerdo cuáles fueron: la obra es demasiado redonda como para recordar los pretextos. Hacía mucho tiempo que no me embriagaba tanto algo como para tomar una decisión tan intempestiva; sólo me viene la cabeza una tarde, en el 2011, en casa de mis papás, donde tras ver el videoclip de Walk, de los Foo Fighters, salí disparado a Sanborns a comprarme el cedé: Wasting Light. El álbum me pareció profundamente olvidable: no volví a sentir aquello que experimenté en aquel video donde Dave Grohl se burlaba de Coldplay y homenajeaba una de las películas más divertidas de Michael Douglas: Un día de furia. La rola, eso sí, sigue pareciéndome de lo mejor en el catálogo de la banda.

Está muy cabrón esto, recuerdo que le dije a Evelyn apenas me salí de bañar. Estuve a nada, supongo, de volver a tuitear, casi con otros quince años encima, que amaba a Los Bunkers.

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No sé si fue el hecho de que Mauricio Durán la estableciera como su rola favorita desde hace varios años, el clamor popular o que mi hermano la ponderara en el camino al Metropólitan, pero salí del concierto con Nada nuevo bajo el sol como mi momento favorito. Lo intento todo para ser mejor de lo que fui, / de lo que fui hasta ayer. / No hay nada nuevo bajo el sol: / ni escombros de un amor que pueda recoger. / No tengo nada que esconder. Los Bunkers se tomaron un receso indefinido en 2014; volvieron en 2022. No hay entrevista donde no les pregunten si temieron al olvido, a volver y hallar un mundo distinto; al cambio. La respuesta suele ser la misma: confiamos en las canciones. Resulta alucinante que las rolas menos coreadas en el concierto fuesen covers universales como Let ‘Em In, de Paul McCartney y los Wings, y Heart of Glass, de Blondie. Las originales encontraron eco en el graderío de principio a fin.

Un hombre, a mi lado, lloró en Si estás pensando mal de mí. Dos filas atrás, un niño se despojó la camiseta en Una nube cuelga sobre mí. Los Bunkers ofrecen uno de los pocos conciertos que reúne en sí mismo un amplísimo abanico generacional -quizá al nivel de superestrellas grandilocuentes que han derrotado al tiempo: Paul McCartney, por ejemplo-. Encima, golpean por igual: ni el adulto debe aceptar concesiones ni el niño se aburre; el adulto se enternece y el niño se divierte. Me acordé de una escena del documental auspiciado por Sonar FM: se presentan ante una explanada atiborrada en el Vive Latino 2011 mientras varios de sus hijos, pequeñitos, miran desde backstage. El rol de padre de familia y el rol de rockstar conviven a pocos metros.

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Siento que Los Bunkers cuentan con una característica extraña que, a mí, personalmente, me resulta entrañable: son una banda que dio sus primeros pasos a finales de los noventa, principios de los dosmiles, pero nunca cedió ante aquella década. Nunca se vieron, tampoco, conquistados por ella. Los Bunkers son más sesenteros y setenteros que noventeros: buscan más influencias en los Beatles y en los Kinks que en Nirvana o cualquier exponente del britpop. Esto va desde el nombre: Mauricio Durán relata que una de las grandes razones para adoptar el nombre de la banda, además del extranjerismo que los acercaba a bandas como Los Jockers o Los Sunnys, tuvo que ver con que iniciase con B, como los Beatles, y contase con la unión de las letras N y K, como los Kinks. Debo confesar, desde acá, que llevo semanas escuchando obsesivamente Apeman.

Su primer álbum, homónimo, publicado en 2001, tira de muchísima influencia sesentera. Es, sin embargo, en Canción de lejos, primera rola del segundo disco, que entendí, creo, un poco mejor hacia dónde van los tiros. La canción tiene un puente cerca del final que pareciera, en sí mismo, un homenaje clarísimo a Being for the Benefit of Mr. Kite, uno de los tracks más psicodélicos del Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band de los Beatles. Si uno aguza el oído, sin embargo, encuentra que la melodía es, en realidad, una versión levemente ralentizada del puente de Es demasiado triste, de Los Prisioneros: la canción que cierra por todo lo alto el enorme álbum Corazones, de 1990. Jorge González, frontman de la mítica banda chilena, bautizaría a Los Bunkers en su primera presentación en el Vive Latino, en 2007, cantando con ellos Llueve sobre la ciudad.

Los Bunkers, ralentizando el puente de Los Prisioneros, acercan la melodía al puente de los Beatles. Fue entonces que, en pleno Metrobús, lo entendí: Los Bunkers habían unido dos puentes, pero también habían trazado dos vínculos distintos. Eran -y son- una banda que encuentra el rock inglés sesentero como una de sus referencias fundamentales, pero unen aquello, también, con la música chilena -en este caso con Los Prisioneros; en otros casos con Violeta Parra o Inti-Illimani-. Son, sobre todo, una banda tan fina que puede plasmarlo a partir del mismo elemento.

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El gol que me marcó Mauricio Durán, ya lo dije, lo hizo enfundado en la camiseta del Huachipato. El homenaje de Los Bunkers a su ciudad de origen, Concepción, se manifiesta a partir de la música, de la lírica y, también, de los invitados: lo primero que dijo Dulce y Agraz, cantautora de veintiséis años que abrió el show del Metropólitan, fue que para ella significaba muchísimo abrir el concierto de una banda tan relevante que, encima, era originaria de su misma ciudad. Otro de los momentos álgidos de la noche ocurre cuando, ubicados todos los músicos en línea, al borde del escenario, interpretan Calles de Talcahuano y dan paso, luego, a Canción para mañana. Las dos canciones, escritas con veinte años de diferencia, dialogan entre ellas.

No es extraño que Los Bunkers reconstruyan postales de infancia a partir de determinadas canciones que, a su vez, entretejen recuerdos. Miño, por ejemplo, tiene una de las mejores frases iniciales que yo haya escuchado jamás: fueron las canchas donde corrí. Los Bunkers trazan una narrativa lírica que se puede mover a partir de los recuerdos pero que, a la vez, no deja de proponer imágenes crípticas y poéticas. La mencionada Miño se llama así al estar basada en la historia de Eduardo Miño, un militante del Partido Comunista que se inmoló frente al Palacio de la Moneda, en Santiago, en 2001. La composición de la letra representó una exploración sobre lo que podría ser la perspectiva de aquel hombre, aunque no deje de ser, en sí misma, misteriosa. Quizá el final del coro represente el momento más sintomático: no supiste morir porque tu propia tristeza se encendió. Los Bunkers no se abstraen del entorno; se plantean la posibilidad de utilizarlo como punto de partida de cara a la creación artística. Miño, sobra decirlo, se ha convertido en un himno aun causando diversas interpretaciones entre los seguidores de la banda.

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La alineación original de Los Bunkers sufrió una alteración en los últimos meses tras la partida del baterista Mauricio Basualto. Lo suplió Cancamusa, una de las artistas más relevantes dentro de la nueva ola musical chilena. Entró al quite de cara al Festival de Viña del Mar aprendiéndose el set en apenas una semana. Oposita, me parece, a fichaje de la temporada por encima de cualquier futbolista estelar.

Basualto declaró en su momento que Los Bunkers eran, en realidad, un trío. Es una manera interesante de verlo, dado que en la banda conviven dos pares de hermanos: Francis y Mauricio Durán, por un lado, y Gonzalo y Álvaro López por el otro. Los hermanos Durán han sido, de algún modo, los responsables líricos en la mayoría de canciones del grupo; la mayoría de las rolas, salvo contadas excepciones, han sido compuestas, incluso, a cuatro manos. Existe una evidente complementariedad entre ambos, aunque, también, uno de los momentos más emocionantes del documental auspiciado por Sonar FM transcurre en el patio trasero de un estudio de grabación con ambos, Francis y Mauricio, exhibiendo argumentos alrededor de cómo debería sonar una canción. Mientras el primero ha pasado las últimas semanas escuchando a The Cure y parece estar impresionado por el muro de sonido que la banda de Robert Smith construye, ladrillo a ladrillo, a lo largo del Disintegration (1989), Mauricio encuentra más referencias en lo último que sacaron los Arctic Monkeys (por época podría tratarse del AM, de 2013) o en la manera de tocar, sencilla y directa, de los Strokes. Quiero dejar acá, rápidamente, dos apuntes. Primero: qué emocionante es escuchar a músicos hablar sobre referencias y búsquedas de por dónde podrían ir los tiros en un proceso creativo. Me acordé de Leiva, alejado del mundo en los estudios Sonic Ranch, a mitad del desierto de Texas, pidiéndole a Juancho, su hermano, un rasgueo de guitarra a lo Tom Petty. En Sonic Ranch no estaba el vinilo al que Leiva se refería: estuvo tarareando por horas hasta que el líder de Sidecars dio con la tecla. Es una suerte de alquimia: hurgar en los referentes sin que ello implique un robo ni una repetición; es parte de la construcción del sonido propio. El segundo apunte, más obvio: el debate entre Francis y Mauricio nos recuerda que la obra de una banda suele ser -en el más democrático de los casos- un punto de encuentro entre posturas. Platicábamos Evelyn y yo, en medio de la polvareda que levantaba el Vive Latino tras la presentación de Macario Martínez, sobre cómo el muchacho había armado un show sin demasiada producción y había salido, ante todo, avante. Probablemente la música que habíamos escuchado no era la que Macario Martínez hubiera deseado, tal cual, mostrar -o quizá sí: no lo sabremos-; probablemente era lo que consiguió armar con las piezas que tuvo. El artista pocas veces logrará plasmar de manera fidedigna y literal la obra que tiene en la cabeza. Mucho menos, claro, conseguirá que el espectador entienda precisamente lo que él quiere que entienda. Eso es, también, parte de la magia: la obra con la que varios lloraron en el Teatro Metropólitan se le adjudica a un ente abstracto: Los Bunkers, la suma de cinco partes. Francis alaba en el documental, también, la labor de Álvaro López, el frontman de la banda, en Ángel para un final. En momentos así, declara Francis, notas que un 50% de la sensibilidad de la canción, cuando menos, depende de su interpretación. Esto lo digo yo: Álvaro López hace crecer la rola de Silvio Rodríguez de manera exponencial.

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El unplugged de Los Bunkers constituye en términos narrativos, dentro de su carrera, una suerte de retorno. Iniciamos tocando guitarras de palo, dijo Mauricio Durán; esto es lo más parecido: reunirse, tocar la guitarra, hacer aparecer una canción. Los arreglos de ciertos hits como Ven Aquí, Bailando Solo o Una nube cuelga sobre mí son extraordinarios; no adaptan la canción a otra cosa, sino que le encuentran una nueva vía de expresión.

Ayer sentí el impulso, de nuevo, de tuitear que amo a Los Bunkers. Me lo guardo para la siguiente presentación por el mero hecho de sentir, entonces, que habrá una próxima.