Los romances de París

Entonces sabes que finalmente todos tienen razón: no hay romance como el de París. Y sonríes.
Por: Miguel Balderas
Vas conociendo lugares en donde pasaron historias sorprendentes. Vas aprendiendo, impresionándote de cómo puede cambiar la vida a unos cuantos miles de kilómetros de distancia. Anoche llegaste a las 3:00 de la mañana, no creías que ibas a tener suerte, pero aquella francesa del bar accedió irse contigo al hostal. No les importó si tal vez no la dejaban entrar o que en tu habitación, la cual solamente ocupaban tu amigo y tú, ya había más gente. El alcohol a veces nos hace sentirnos invencibles. Como el hecho de que todo ese romance, que rozaba el cliché de los amores de verano, se forjó bajos los efectos de mucha cerveza y mucho vino (porque hay que cuidar la cartera también), además de un inglés bastante limitado. Entonces subes y, con una sonrisa cómplice, ambos saben que va a pasar.
Marie (¡Cómo me siguen las Marías hasta del otro lado del mundo!) tiene ojos café claro, el cabello castaño, unos pómulos regordetes justo como te gustan y una sonrisa que te daba una sensación de optimismo. Acaban teniendo un sexo bastante bueno. Lo sabes porque a la mañana siguiente salen juntos del hostal, agarrados de la mano, con la misma ropa del día anterior, ya que te dice que el departamento donde vive está cerca y no hay nadie hasta las 2 de la tarde. Entonces van y lo vuelven a hacer. Ahora en la regadera. Estás viviendo el sueño. Entonces se guardan los números de teléfonos, se dan un buen beso largo y te vas, sabiendo que tal vez nunca la volverás a ver porque ese día partes rumbo a Madrid.
Vas caminando de regreso, un tanto sucio pese a la ducha, pero tan satisfecho como hace mucho tiempo no lo estabas. “¿Qué tal te fue?”, te pregunta tu amigo cuando entras al cuarto. “Muy bien, wey”, contestas. Sin más, sin detalles, sin siquiera querer alardear de las espectaculares curvas en las que te pudiste perder unas horas antes.
Entonces duermes porque estás muy cansado y despiertas a las 4 de la tarde. Te tomas una cerveza, decides que es momento de seguir con los clichés y tomas Un invierno propio, de Luis García Montero y te vas a leer a Le Bassin de la Villette. Es un día fresco a pesar de ser verano y dejas que anochezca, pues en la oscuridad las luces del río forman uno de los paisajes más hermosos que has visto. Revisas el teléfono. Lo haces cada minuto. ¿Cómo puedes estar así de enganchado?, piensas enojado. Les gustaba la misma música, disfrutaba del futbol y lo más importante: su sonrisa. No dejabas de pensar en su sonrisa. Tu boca no dejaba de hablar de ella desde el primer beso. La idea de que la besaras de nuevo estaba impregnada en tu cabeza como no lo había estado desde, bueno, ningún otro beso.
Pero es tarde ya, a las 23 sale el autobús. Mandarle un mensaje sería solamente prolongar la agonía. Entonces te rindes, regresas con tu amigo, arreglan sus cosas y se van rumbo a la central.
Mientras estás sentado en el bus, con los audífonos puestos y escuchando Gravity, de John Mayer (hey, no hay que dejar de caer en los clichés) con una melancolía digna de un romántico empedernido, ves las luces de la ciudad, la Torre Eiffel a lo lejos, los bistros y la luna. Y suspiras.
Entonces sabes que finalmente todos tienen razón: no hay romance como el de París. Y sonríes.

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