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Magenta

Tenía los ojos como el cristal. Había visto aquella mirada en otros tiempos y en otros lugares.

Por: Ruy Hanmse.

La primera vez que Martín sintió los golpes en la puerta, pensó que querían entrarle a robar. Aquella otra madrugada, cerca de las cinco de la mañana, los golpes le arrancaron el sueño y, con la cautela de quien no entiende lo que está pasando, se fue para la puerta de la vivienda. «¿Quién es?» dijo desde la ventana, sin correr la cortina e intentando mirar por la abertura.

-Abrime, Martín, porfa.

-¿Joaco?

Y esta secuencia había vuelto a ocurrir en más de una oportunidad. Joaquín, con los recuerdos emborronados y mareado por los efectos del alcohol, de una manera u otra terminaba en la puerta de entrada de la casa de su ex pareja. 

Anoche vino antes, cerca de las tres. Ahora más temprano, se dijo a sí mismo Martín, mientras se calzaba las zapatillas con los cordones sin desatar. Se cerró la bata por adelante y, después de hacerle un nudo improvisado, se fue para la cocina y le abrió la puerta.

-Hey.

-Pasá.

Joaquín entró apoyándose en una de las paredes y, sin quererlo, casi derriba una pintura que colgaba sobre el aparador de entrada. No lo miraba. Ni siquiera atinó a darle un beso como tantas otras veces. Simplemente, con lentos y penosos movimientos, se fue para la cocina y se sentó. Martín se acercó con un vaso de agua y se lo dejó cerca, después se puso en frente y se le quedó mirando. 

«Estás re pasado», le dijo, pero el otro no contestó. Tenía los ojos entreabiertos y movía la cabeza en vaivén, evitando a toda costa la mirada juzgadora de Martín. «¿Qué tomaste?», escuchaba las palabras del otro, pero como si vinieran de muy lejos, como susurrándole desde otro lugar. Así, a veces, se manifestaba Martín en sus sueños. Como otra voz sin cuerpo que, incluso sin poder verse, se sabía que estaba por ahí, en alguna parte. 

Martín cambió la postura, incómodo. Ahora había pasado de estar enojado a preocupado. El pelotudo no le respondía. ¿Cuánto había tomado? ¿Y si le habían metido algo en el trago? Había escuchado por parte de una compañera del hospital que eso era muy común hoy en día, porque era sumamente fácil; esperaban a que te distraigas y, con la agilidad de un relojero, deslizaban una pequeña pastillita en el vaso. Y el resto es historia.

-¿Estás drogado?

Joaquín intentó reírse, pero solo consiguió un bufido fatigoso, como de perro cansado. 

Martín pensó seriamente en qué hacer. En las tantas otras veces que Joaquín había aparecido por su casa, nunca había llegado en ese estado. Alcoholizado sí (siempre) pero no así. Era como intentar dialogar con una pared de ladrillos. Pensó en subirlo a un taxi y mandarlo para su casa, de hecho, siempre lo pensaba, pero el cargo de consciencia era más fuerte. 

Para colmo siempre se las arreglaba para caer la noche anterior a los días que tenía guardia en el hospital central. Una vez se había enojado con él y se había puesto a gritarle un millar de obscenidades mientras el otro luchaba para no vomitar. Los gritos de Martín se escapaban por debajo de las puertas y por el vidrio de las ventanas, y se le metían en la carne a su ex, a quién todo aquello le dolía, pero no se encontraba en un estado como para defenderse. No funcionó. No funcionaba hacerse el duro con alguien como Joaquín. 

−Vení, Joaco, te voy a bañar. 

Casi una hora más tarde, Joaquín estaba en ropa interior sentado en la bañera, con el agua hasta la cintura y la mirada clavada en las ondas que el agua dibujaba. Martín dejó la ducha prendida un rato y el chorro de agua tibia sobre su cabeza lo había despabilado un poco. Joaquín había comenzado a reconocer aquellos azulejos azules, el shampoo y las cremas y el rostro compungido de Martín, que se había sentado en el inodoro a leer unos mensajes en el celular. 

Sintió cómo la vergüenza se le subía a la cabeza, enroscándose como una serpiente. Quería llorar, pero contuvo las lágrimas lo mejor que pudo y se enjuagó la cara, ahogando cualquier lágrima delatora. 

-Perdón. 

Martín levantó la mirada. Estaba notoriamente cansado y unas largas bolsas se habían formado bajo sus ojos. Reconoció en la mirada del otro que Joaquín había vuelto en sí, al menos parcialmente, y eso lo alegró un poco. El pobre diablo era un auténtico desastre, así como estaba. 

-Che, me quiero acostar un rato. Sabés que tengo guardia los miércoles. Ya sabés donde está todo, ¿Necesitas algo más?

-No, dejá. Ya me arreglo yo, gracias

Dibujó una media sonrisa, pero el otro no se la devolvió. Martín se levantó y, reajustándose la bata, salió del baño. 

Joaquín hundió súbitamente la cabeza bajo el agua y la mantuvo así hasta que ya no pudo respirar. Después salió de la bañera, se secó y, con la ropa hecha un bollito y la toalla en la cintura, salió al pasillo. 

Miró hacia la habitación donde dormía el otro y pensó en cuán mal sería acostarse a su lado otra vez. Recordó todas aquellas veces en que se había sentido seguro con tan solo el contacto de la piel, hundido entre sábanas blancas y con el ventilador zumbando en tres. 

Si tan solo supiera cómo amar de verdad. 

Una tarde en que se la pasó sentado frente a la computadora, se cruzó con un artículo donde se explicaba que el color magenta, a diferencia de todos los otros colores, no tiene una longitud de onda propia, es decir, no existe, y cuando el magenta aparece ante los ojos, el cerebro inventa un color que no se corresponde con ningún lugar del espectro visible.   

A él, diseñador gráfico, le había volado la cabeza. Se recordó googleando imágenes del color magenta (todas tonalidades diferentes, algunas más rosas, algunas más fucsias) y después se descubrió buscando el color por las calles, en las vidrieras, en los carteles y, cuando por fin lo encontraba, se le quedaba mirando. 

Esas palabras allí escritas, esa blusa en esa tienda, en realidad no eran lo que parecían ser. La idea de la “no existencia” le rozaba el cráneo. Incluso llegó a darle escalofríos pensar que su propio cerebro le estaba mostrando algo que no existía, como perdiendo todo el control sobre el mismo. Como siendo enemigo de su propia razón.

Encontró el magenta otra vez en el toallón con el que se había secado y que terminó colgado del tender en el patio. Joaquín se acostó. Desde donde estaba y a través de la puerta ventana, podía ver como ese toallón se mecía levemente con la brisa veraniega. Entonces volvió a acordarse de aquel artículo y de aquella idea de la incapacidad del ser humano de percibir ciertas cosas. 

Martín se levantó cerca de las ocho y, después de desperezarse, se quedó tirado en la cama, notoriamente cansado. Entonces, mientras juntaba fuerzas para estirarse y apagar el ventilador sin moverse demasiado, sintió ruidos en la cocina. 

¿Todavía seguía allí? Eso era raro. Normalmente Joaquín desaparecía a primera luz del día y nunca se volvía a hablar del tema. Como un episodio vergonzoso de la infancia, se lo intentaba olvidar entre los quehaceres del día. 

-¿Joaquín? -dijo mientras se asomaba por el umbral del pasillo. 

El chico estaba sentado en la mesa leyendo algo en el celular. Frente a él reposaba una taza de café a medio tomar y migas de pan desperdigadas. Parecía como rejuvenecido, renovado, como si nada hubiese pasado la noche anterior, entre el alcohol y el remordimiento. 

-Hice café. También me crucé a la panadería y traje pan, lo sacaron recién del horno. Como no me acordaba a que hora te levantabas, lo metí el microondas. 

Martín, sin quererlo, se enojó un poco. ¿Con qué derecho el tipo se quedaba en la casa? Con todo lo que había hecho por él, ayer y todo aquél último tiempo. ¿Por qué no tiene un mínimo de dignidad? 

-Vos ya no vivís acá, Joaco. Y hace ya seis meses que lo nuestro se acabó. 

Al otro se le ensombreció el rostro y bajó la mirada. 

-Ya sé, tranqui. Si ahora me iba, sólo quería desayunar. 

Martín se sirvió una taza de café y se apoyó en la mesada a tomarlo. Alguna fuerza interior le prohibió sentarse en la mesa con Joaquín, porque hacerlo, de alguna manera extraña, le olía a derrota. Bajar la guardia y dejarse llevar. No podía hacerlo, tenía que mantener su compostura. 

Entonces, después de varios tragos de café, juntó el valor suficiente y empezó a hablar. 

-Esto no puede seguir pasando, Joaquín. No nos hace bien a ninguno de los dos. 

El otro no dijo nada, pero bloqueó el celular y se le quedó mirando. Entonces siguió.

-¿Cuántas veces más vas a aparecer por mi casa? ¿Por qué mi casa y no otra?

-No sé. 

-Bueno, ¿Entonces?

-Entonces nada, che. Gracias. Gracias por todo lo que has hecho por mí, ayer y todas aquellas otras veces. Y me disculpo.

Martín sintió que se le hacía un nudo en la garganta y, en pos de suprimirlo, tomó un sorbo largo de café. 

-Perdón, Martín −repitió el otro, sincero. 

-Está bien. 

Joaquín se levantó de la silla y agarró la campera que colgaba del respaldar. Después desfiló para la entrada. Antes de desaparecer por última vez por aquella puerta, se giró y lo miró. 

Tenía los ojos como el cristal. Había visto aquella mirada en otros tiempos y en otros lugares. Incluso había tenido que sostenerla hace seis meses, cuando todo se había acabado y también se la había cruzado en los sueños más dolorosos, aquellos donde el amor no es más que un arma de doble filo. 

-Somos magenta, Martín −pronunció, y, segundos más tarde, hizo audible el golpe en la puerta de entrada, cerrándola. 

Martín se quedó donde estaba, con el aroma a café, la puerta que se cerró y aquella taza sobre la mesa, todavía tibia, denunciando el fantasma de quien estuvo allí. Entonces las lágrimas calientes comenzaron a escaparse, deslizándose por el pómulo y el perfil de la barbilla. 

El color magenta es un invento de nuestro cerebro que trata desesperadamente de cerrar las cosas inconclusas e inconexas de nuestro mundo. 

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