Th. W. Adorno escribió que “el arte es magia liberada de la mentira de ser verdad”. Magia libre de mentira y de verdad: expresión pura. Roger Federer fue eso para el tenis del comienzo de siglo: encantamiento, hechizo y seducción. Su adiós a las pistas no tiene reparo, ni en la estética ni en la historia del juego mismo. En el deporte más elegante, el suizo fue una hipérbole; subrayó las posibilidades artísticas en la arcilla y en la hierba. Alta consecuencia de la caballerosidad y el respeto a la verdad de la belleza.
¿Por qué elegir a Federer como el más grande tenista, si no es el máximo ganador de Grand Slams o el más férreo defensor desde el fondo de la cancha a fuerza de lucha y pundonor? ¿Por qué no Novak Djokovic o Rafael Nadal, jugadores que le superan en esos departamentos? ¿O Rod Laver, el único ganador de los cuatro grandes en el mismo año? ¿O Björn Borg o Jimmy Connors, revolucionarios del tenis desde sus respectivas raquetas? Incluso: ¿por qué no Pete Sampras, el máximo ganador de números uno anuales de la historia? ¿Por qué Federer?
En primer lugar, porque el astro suizo logró ser todas esas expresiones en un mismo estilo: cadencia y valentía. Puntual, sereno y amo de una inteligencia emocional única. Después, porque era una delicia -una magia- que hacía confundir la verdad con la mentira: la fascinación que se movía cerca y lejos de la red. No había pase que no dominara esa alta ingeniería del movimiento. Lo atestiguan decenas de pases imposibles que pueden disfrutarse -ahora sólo queda el recuerdo gráfico del video- en YouTube o en programas especializados de televisión.
Después de la romántica era de la madera, el tenis sufrió una revolución científica: la tecnología se hizo cargo de las raquetas, las pelotas y las superficies. En esa transformación, el carácter del tenista se impuso y se ayudó del refuerzo de la potencia y la velocidad para dar otra cara -más briosa- a un deporte que a la distancia parece lento, como un día de campo otoñal.
Llegaron los grandes ímpetus del coraje y del altísimo rendimiento. Desde los setenta y hasta muy entrados los 90, el juego fue vertiginoso. En la cima del top ten pasaron varios estilos: el de Stan Smith, Arthur Ashe, Guillermo Vilas, Ilie Nastase, Connors, Borg, Ivan Lendl, John McEnroe, Stefan Edberg, Boris Becker o Mats Wilander, entre muchos más. También cambió la indumentaria, el circuito se amplió y las marcas comerciales (en los zapatos, sobre todo) ganaron protagonismo. Fueron años de potencia, en los que se impuso el más fuerte, el más veloz y el más resistente.
Con Sampras llegó una especie de equilibrio entre vigor y paciencia. En días en los que tenistas de poder -como Goran Ivanisevic- ganaban partidos con un poderoso primer saque, el estadunidense logró adueñarse del escenario con un pragmatismo extraordinario. Así logró domar a la época. Pero la mecánica y la técnica suelen utilizar remates distintos. Faltaba algo en el relato. O alguien. Ese alguien fue Roger Federer: la verdad de la ciencia en la misma pista en la que participa el embrujo artesanal. Combinación de maestría con altos estudios dentro de la cancha.
El tenis -como cualquier deporte- tiene algo de teatral. En sus sextantes luchan dos interpretaciones del escenario: la ira, el impulso y el raquetazo letal (daga) en contra de la elocuencia, la paciencia y la retórica que llevan al pase sutil del veneno servido en copa de cristal. Ese es el verdadero debate tenístico: la furia ante la calma. Es por eso que en sus reglas se deben lograr dos puntos de ventaja sobre el rival: contundencia en la que el futuro vencedor debe dejar en claro que ha sido más honorable en el manejo del desasosiego.
Federer nació en 1981, en Basilea. Un siglo antes, en la universidad de esa ciudad, dio clases de filología Friederich Nietzsche. Allí escribiría los primeros apuntes de El nacimiento de la tragedia, en el cual debate sobre lo apolíneo y lo dionisiaco. John McEnroe, quizá el más dionisiaco de los tenistas modernos, ganó Wimbledon en ese 1981. Son verificables, también en YouTube, sus arranques de bilis ante jueces y contrarios; muchos de ellos rayan en la ofensa y la vulgaridad. Federer jugará el papel contrario -el apolíneo- veinte años después, cuando gana su primer torneo profesional en Milán ante el olvidado francés Julien Boutter.
Dice Nietzsche que todo lo que en la parte apolínea de la tragedia -en el diálogo- asoma a la superficie aparece simple, transparente, bello. “Se delata en la agilidad y exuberancia de movimientos”.
A Federer le tocó mostrar ese lenguaje -de precisión y claridad- en 2001, cuando venció a Pete Sampras en los octavos de final de Wimbledon, torneo en el que el estadunidense se había coronado siete veces. Ese duelo, en esa obra teatral, produjo un cambio: el tenis se volvió apolíneo: el nuevo héroe contenía la “paciencia griega”. Roger no sólo asistió como actor al final de la “Era Sampras”, también fue testigo del segundo adiós de otro tenista dionisiaco: Andre Agassi, aquel rebelde que se quejó del riguroso uniforme blanco en Wimbledon. Librada la rivalidad contra el ardor, con Federer el tenis inauguró otro tiempo: el de la distinción.
Con él, el juego recordó el refinamiento, el glamur y la naturalidad de los viejos años de René Lacoste, Rod Laver y Roy Emerson. Y, al mismo tiempo, agregó la vitalidad de la era del instante, en la que el ojo se acostumbró a la contundencia, a la respuesta rápida y al diálogo corto sobre la pista. Pero, Federer hizo que los juegos regresaran a los puntos largos, desde el fondo, con secuencias ya olvidadas; el disfrute del tenis clásico en el que importaban tanto el drama como el resultado. Y en ese eco participaron rivales, público y televidentes. La tragedia volvió a ser debate de ideas; no de arrebatos. La raqueta como pincel; no como arma, ni como espada.
En 2003, Roger Federer ganó su primer Wimbledon ante el australiano Mark Philippoussis. Con el tiempo se hizo de otros siete. Y conquistó un Roland Garros; cinco abiertos de los Estados Unidos y seis de Australia. Fue campeón olímpico en el dobles de Beijing, en 2008 (con una plata en el singles en Londres 2012, final en la que perdió ante Andy Murray, quien se convirtió en el primer británico en ganar un oro en las Magnas Justas desde 1908).
Pero, otra vez, ¿por qué elegir a Federer como el mejor tenista de la historia?
Porque, a diferencia de los largos ganadores anteriores y posteriores (Nadal y Djokovic siguen siendo exponentes de la resistencia física), logró darle sentido estético -con cierta sensualidad- a un deporte que estaba perdido en el mecanismo, en la herramienta. Con Federer el arte volvió a ser contemplación y sentimiento; justo cuando más lo necesitaba. Federer es el encuentro que una época buscaba. En términos de Carl Gustav Jung: el suizo es un símbolo de trascendencia: la representación de la especie por alcanzar una finalidad. Hasta hoy, Federer es un término. El tenis espera un nuevo comienzo.