Mi (España) ’82: pequeñas notas de un año mundialista

1981 (casi ’82)
Para mí (y para todos los mexicanos) España ‘82 había terminado antes de iniciar. En noviembre de 1981, la selección mexicana que participó en el torneo pre-mundial realizado en Honduras fue eliminada, a pesar de que, por primera vez, se otorgaban dos cupos a los países que conforman la CONCACAF.  El torneo realizado en Tegucigalpa fue un concierto de despropósitos e inoperancia, de hecho, eran doce años (que se hicieron dieciséis) donde el futbol mexicano había de ver de frente su realidad, tras aquel 4-1 endosado en Toluca en cuartos de final del Mundial ’70, no había levantado cabeza. México fue incapaz de vencer en patio ajeno a equipos como Haití, Canadá o El Salvador. El juego que definía el último boleto, en contra del anfitrión se dirimía un domingo a mediodía. Yo estaba instalado en-casa-de-no-se-quién-amiga-de-tu-tía para ver el 0-0 con el que empezó y terminó al viaje rumbo a España. Mentiría si escribiera que alcanzaba a entender lo que eso realmente significaba un mundial sin México. El que había visto cuatro años antes fue bochornoso (incluso para un televisor blanco y negro) y como toda persona con juicio, a pesar de mi edad, no quería pasar más vergüenzas de ese calibre.

Miss Corina
Era (¿es?) veracruzana, mal hablada, exigente y supongo que buena en la enseñanza porque no tuve líos académicos al año siguiente. Fue mi maestra en quinto grado de primaria, el transcurso de los diez a los once años de edad. Le gustaban los deportes, en especial el béisbol; le iba a los Dodgers de Fernando Valenzuela y estaba enamorada de Mike Scioscia, el receptor de la novena de Los Ángeles. No recuerdo con exactitud si era aficionada al fútbol; sí, en cambio, tengo claro que llevó una radio para escuchar todos los partidos de primera ronda que sucedían mientras estábamos en clase. Gracias, miss, donde quiera que esté.

Las Malvinas
A pesar de que el mundo desde que es mundo ha estado en guerra, la primera confrontación bélica de la que tuve plena conciencia como tal fueron Las Malvinas. O Falkland, como ustedes prefieran según su imperialismo. Por supuesto que, a mi edad, no tenía idea de lo que implicaba. La guerra como tal sólo era parte de los libros, las películas y aquello que mi papá me contaba en relación a esto. Las primeras imágenes que recuerdo fueron el papel picado y los cantos que los argentinos hacían en Plaza de Mayo. En la escuela se hablaba de los aviones de combate que despegaban en forma vertical (Sea Harrier) y de los inmensos portaviones británicos. Lo que sucedió entonces estaba más cantando que un gol de Kempes, lo inexplicable (o no tanto) es entender el porqué de lo miserable de Galtieri.

Verano del ’82
Ese verano del ’82, la vida me presentó un kilo de música. Mi hermano viajó a los Estados Unidos para cursar un programa de inglés; a su regreso trajo con él una maleta llena novedades en mi vida: Cheap Trick (Live at Budokan), TOTO IV, Asia, Journey (Escape), Rick Springfield -el niño bonito del rock- entre otros cambiaron por completo (y para siempre) lo que entraba a través de mis oídos. Grabé mi primer casete “100% rockero” en un tocadiscos-grabadora Panasonic® recién llegado a casa. Quiero acotar que mi dominio del inglés en ese entonces no era óptimo y si bien la lírica de mi canto no siempre se apegaba al original, el sonido de la música tapaba cualquier defecto o falla en la exactitud de las letras.

Jogo-Bonito
Creo que el Mundial empezó oficialmente para mí, el día que mi madre me regaló el Tango® Barcelona por terminar de manera satisfactoria mi año escolar. No sé si ya se lo he dicho, pero es uno de los cinco mejores regalos en la historia de mi vida. Presa de un recuerdo ajeno, me hice seguidor de aquel Brasil de Telé Santana. La maestría de la primera ronda y el juego contra la Argentina de Menotti, puso muy alto el concepto de belleza en el deporte. Lo que sucedió el 5 de julio en el estadio de Sarriá afectó directamente al fútbol, no sólo al Mundial: el jogo-bonito fue asesinado (y desaparecido para siempre) por Paolo Rossi, que le asestó tres cuchilladas sin contemplaciones. La mejor descripción de este suceso no tiene que ver con el hecho: American Pie de Don Mclean y su estribillo “the day the music died”, serían la banda sonora original ideal para aquel crimen en contra de la estética.

¡Juan Pablo, a comer!
Semifinal en Sevilla, el mediocampista francés Alain Giresse ponía el 1-3 a su favor en contra de la República Federal Alemana, el final del primer tiempo suplementario estaba por concluir. El equipo dirigido por Michel Hidalgo, bordando por momentos un futbol preciosista está cerca de jugar su primer final mundial. Tras la acción casi-criminal del portero alemán en contra del zaguero del Metz, Battiston, decido tomar partido por Francia como acto de justicia. Las manos me sudan y la pierna derecha no para de moverse, está a punto de definirse el segundo finalista del mundial. Algo escucho. No, no es Ángel Fernández narrando en la transmisión televisiva, es Cristy, mi madre, llamándome a comer por tercera y, según sus palabras, última vez. Al no tener alternativa, fui a comer lo más rápido que pude. A mi regreso, Horst Hrubecsh, delantero del Hamburgo, ya había empatado el juego. No pude ver completo el partido, mi vida estaba “en riesgo” si no obedecía.

El grito de gol
Si Michelangelo Buonarroti hubiera tenido suficiente mármol, no tengo duda que hubiera inmortalizado la celebración del gol de Tardelli en la gran final; solamente Sandro Pertini, presidente italiano entre 1978 a 1985, se atrevió a gritar más que el mismo Marco el segundo tanto de la squadra azzurra, con el detalle que lo hizo en el palco principal del estadio Bernabéu junto a todas las personalidades y autoridades del planeta. Yo, en cambio, lo hice sentado en el cuarto de mis padres enfundado en la única camisa que poseía con el mismo tono de azul que la que usaba el cuadro italiano.

Fin de curso: defendiendo como un perro
No me refiero aquel día donde Claudio Gentile persiguió a Diego Maradona por todo el campo; fue el primero de diciembre de 1982, cuando el presidente constitucional de los Estados Unidos Mexicanos (aka México) jugó al ‘llorón’ (victimizándose, ¿dónde lo he visto?) en vivo y en directo en la máxima tribuna de la nación, el Congreso de la Unión. Nos avisaba que el Armagedón estaba encima nuestro y que él se convertiría en algo semejante a un superhéroe canino. Acto seguido, el peso, nuestra fiel moneda, se depreciaría de forma escandalosa y la banca pasaría a ser controlada por el estado. La administración de la abundancia quedó como una anécdota más de un país que jamás ha llegado a serlo. Se cerraba así, un año (¿sexenio?) para el olvido, otro más y los que le faltan. Nuestra autoestima no podía caer más abajo (después averiguaría que siempre es posible un poco más) tras fallar en todos lo rubros de la vida de México, incluido, por supuesto, el deporte nacional: el futbol.

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