Ningún lugar

Llevaba un vestido carmesí de gran escote en la espalda, su andar era ligero, suave, encantador.

Es una vieja casa de Polanco, prohibida, y su origen está relacionado a un sacerdote que se enamoró de una prostituta. Se trata de un lugar muy exclusivo, secreto y elegante. La conocí en la planta baja, ella sujetaba con una mano una copa de fernet, mientras la mitad de su rostro era cubierto por el anonimato de un antifaz violeta. Llevaba un vestido carmesí de gran escote en la espalda, su andar era ligero, suave, encantador. Sus ojos oscuros solo hacían que la rodeara un halo de misterio que, sin duda alguna, fue lo que me hizo acercarme a ella.

Aquella casa era llamada, por quienes la frecuentan, Ningún Lugar. Ahí dentro se esconden y llevan a cabo fantasías que solo la carne y la lujuria piden ser satisfechas; el masoquismo, los fetiches, aquí parecen de otro mundo. Dentro se haya la elegancia que una casa de citas no tiene; tampoco un grupo swinger. Para empezar, para entrar uno debe pagar una gran cantidad de dinero, entonces y solo entonces se es revelado el conclave para entrar.

En la página de internet de Ningún Lugar se relata que hay personas que llevaron relaciones prohibidas ahí dentro, hermanos entregándose cuerpo a cuerpo, incesto, adulterio, y lo más común: relaciones de una sola noche con alguien desconocido.

Cuando hago énfasis en que es un lugar elegante no solo me refiero a los tapetes, a la comida, o los vinos que ahí se sirven, también por las reglas que nos hacen seguir. Uno debe ser limpio, respetuoso, amable, caballeroso, responsable. Te piden mostrar un certificado médico, y aun así usar condón y demás precauciones. Jamás te quitaras el antifaz, tampoco tendrás una conversación profunda con tu pareja sexual, no le preguntaras su nombre, su dirección, fuera de Ningún Lugar no se conocen, jamás se han visto. El origen de la casa le es atribuido a un sacerdote que, cansado de su vida de castidad, decidió descubrir los placeres de la carne contratando a una prostituta. El problema radicaba en que el sacerdote era bien conocido en el pueblo, y para conservar cierto anonimato, obligó a la prostituta a usar un antifaz mientras él usaba uno igual.

Aquí el pecado de la lujuria se convierte en una tragedia casi shakesperiana, pues el sacerdote se terminó enamorando de la prostituta, y cada tanto la citaba para tener encuentros, hasta que él se quitó el antifaz y le confesó su identidad; el resto solo lo sabe Dios.

Me acerqué a Hayde. Ella comía queso y bebía el fernet. Yo vestía de smokin gris, caminé lentamente. Ella me miró y sonrió, le gusté. Ese era el primer movimiento. Si ambos se gustaban podrían seguir en la habitación.

Yo tenía veintitrés años, ella treinta y nueve. Ahí, en el salón, la besé. Ese día casi no había gente, creo, si la memoria no me falla. Era un día entre semana y flojo. Dejó su copa y nos fuimos a una habitación.

En ella encontré y descubrí algunos aspectos del sexo que desconocía; encontré mi propia alma, su cuerpo, sus besos, sus deseos, esperanza, amor, promesas de futuro que solo uno sabe por qué aparecen ahí.

Una vez repetido el deseo, rompimos una regla, la más importante de todas, quizá. Comenzamos a hablar. Me habló de su marido distante, de sus hijos que yacían en otras partes, de la soledad, de los vicios de la juventud. Cabe de más mencionar que me enamoré de cada una de sus palabras, de sus ocurrencias, de su manera de ver al mundo.

Tú, ¿cuántos años tienes? Al responderle me dijo: Eres un niño, si yo tuviera tu edad otra vez, me comería al mundo.

Ella era mayor, sí, sin embargo, vi en ella más allá de sus propios complejos, no vi sus arrugas, ni las canas que comenzaban a aparecer en su cabello.

Tampoco lo que un joven busca en una mujer madura como ella: experiencia. No. Hayde era una mujer completa, sabia, hermosa física y mentalmente hablando. De pronto me asusté de lo que yo mismo pensaba y sentía con respecto a ella.

¿Qué harías para comerte al mundo?, objeté.

Se lo pensó, creo que solo hizo ese comentario por decirlo y ya, tardó unos segundos y dijo algo que me abrió un poco más las puertas al entendimiento de esa mujer.

No me casaría, dijo. No tendría hijos.

Estábamos desnudos en una cama que no era la nuestra, en una habitación en la cual quizá no volveríamos estar. Lo que sí, es que habríamos de ir muchas otras veces a buscarnos a Ningún Lugar… O eso pensaba yo, que estaba justo por adentrarme en una relación prohibida y, más o menos, seria.

 La verdad es que jamás volví a ver a Hayde, ni en Ningún Lugar ni fuera.

Terminando de platicar, nos metimos al jacuzzi y ahí disfruté de su cuerpo, o ella del mío, una vez más. Me sentía en el cielo; entre el agua, la espuma, la mujer.

Nos pusimos el antifaz y salimos de la habitación. Entonces me percaté que el matrimonio hace más infelices a las personas que la misma pobreza.

Volví repetidas veces a buscarla, jamás la encontré de nuevo. Me perdía en los besos y en los brazos de otras tantas mujeres desconocidas que no llenaron ese hueco que Hayde sí. Bebí hasta convencerme que jamás la volvería a ver…

Me salí del hilo de la nota, iba a escribir la historia de una vieja casa de Polanco, prohibida, y su origen sobre un sacerdote que se enamoró de una prostituta.

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