No hablaremos de muerte a los fantasmas, o el escape de las prescripciones

Convertirse en fantasma significa perder algo. Eso creía:
que algunos fantasmas transitaban nuestro mundo sin escucharnos,
incluso sin vernos, atravesando a quien se pusiera en
su camino; otros parecían perder el habla, como si al fallecer se
extinguieran sus ganas de ser escuchados. (…) En cualquier caso, todos
perdían. Morir significa perder y así es para todos, aunque
perder significa muchas cosas.

Perder significa muchas cosas; Daniel Centeno

En Noturo, el cuento death fiction del escritor Daniel Centeno (Los Mochis, Sinaloa, 1991) que lo hizo ganador del XXXV Premio Nacional de Cuento Fantástico y de Ciencia Ficción, el autor ya exploraba la muerte y la paternidad; sobre identidades desde orígenes primarios y antropológicos. Además, algo que es, al final, el motivo principal de todo: un hijo que no tiene a su padre y encuentra en la perenne búsqueda del conocimiento una razón para continuar: tener algo para sostenerse.

Antes de Noturo había escrito ya otros textos que han aparecido en algunas revistas culturales. Sin embargo, tomo este cuento en específico como punto de partida porque creo fehacientemente que aquí se condensa mucho de lo que es Daniel Centeno como escritor de cuentos de ciencia ficción-ficción especulativa. O, como a él le gusta autonombrarse: «escritor de death fiction».

La editorial hidalguense Casa Futura Ediciones recién publicó No hablaremos de la muerte a los fantasmas, el primer libro de cuentos de Daniel Centeno luego de que, en 2017, la editorial Paraíso Perdido publicara su novelette titulada Puerta Cerrada. En este nuevo libro presentado por Casa Futura Ediciones, reúne 24 cuentos (o 25 en la versión digital) en que los fantasmas son quienes nos acompañarán por espacios insospechados, por situaciones quizás desquiciantes o abrazadoras, o incluso en exceso fantásticas. Aparecen, sin decoro alguno, fantasmas digitales, otros vistos como piezas de museo, algunos vistos como viajeros del espacio, seres de luz que persiguen a los perros, fantasmas sin voz, fantasmas que juegan a no ser fantasmas… entre muchos otros.

(Re)leyendo, mientras esto escribo, me viene a la mente un artículo publicado ya hace tiempo en Latin American Literature Today, firmado por el escritor mexicano Alberto Chimal, en el que escribe, al respecto del panorama de la ciencia ficción especulativa en Latinoamérica: «Entre otras razones posibles, más allá del beneficio o la estabilidad económicos que de cualquier forma se vuelven cada vez más inalcanzables en los países en desarrollo, me parece que los practicantes actuales de la ficción especulativa latinoamericana encuentran un impulso para escribir en el hecho de que es posible y necesario resistirse a la incautación, la reducción, la simplificación del futuro que quisieran los diferentes extremismos. En que no todos vamos a seguir privándonos de reclamar para nosotros las posibilidades de la imaginación y, en particular, las que podrían sernos útiles para preguntarnos sobre nuestro futuro, nuestros futuros concretos.»

Escribir, de alguna manera, como un grito liberador. Como algo deliberada y modestamente contestatario ante «la privación». Encuentro en los cuentos de Daniel esa primera impresión: escapa a «los lugares comunes» si es que acaso hay espacio para ellos en fantasmas digitales y fantasmas sin voz—, encuentra en ese impulso de escribir algo parecido a una resistencia, a una indagación, la búsqueda de una explicación que no es la final, sino sólo una especulación.

Pese a que transitamos tomadas de la mano de fantasmas y escenarios estrambóticos, la escritura de Centeno es íntima: no trata de eludir las propias profundidades. Escarba. Y escarbar es un verbo profundo. Eso es lo que hace con éxito el autor en primera instancia: hurgar en el fondo, contar una especie de origen, crear analogías cariñosas e irónicas para tratar de comprender lo que podría parecer inefable. La inmortalidad es relativa. Como si se tratase del tiempo. Y es que sí: la vida, y sobre todo la muerte, son sólo cuestiones de tiempo. Percepciones que al final y en un principio se ven distintas porque todo se percibe, claro, diferente.

Es cierto también que existe cierta circularidad en la narración. Algo cíclico. Un patrón, tal vez. Por eso Daniel escribe, abriendo una grieta en la forma en que nos relacionamos y crecemos: Algunos patrones persisten, aunque se rompan. Hay que mirar al pasado sin desdén para comprendernos mejor en el futuro. O en el presente. (Es posible abandonar el deseo de volver a un momento específico o mirar un suceso concreto sin nostalgia.) A veces es sólo una reivindicación personal: mirar para darse cuenta de algo que, quizás, ya se sabía, pero no era recordado como tal. Sí: uno acomoda sus memorias: las reconstruimos a conveniencia. Pero Daniel las reconstruye por nosotros y las dota de una particularidad que hace más liviano el desapego, las emociones fuertes, el duelo, incluso el desamor. Aunque es cierto también que ello permite una valoración más elocuente, y, sobre todo, que satisface el deseo propio de saber, comprender. Nos escribe para explorar posibilidades. El presente. Ese punto de inflexión. Qué se quiere, qué se está explorando, qué se está especulando.

Quizás ser fantasma significa ya no ser escuchado, pero sí visto. Quizás sea perder la capacidad de comunicarse a través de las palabras. (¿Qué significaría para una perderlas?) Para ser fantasma no es necesario morir, pero parece ser que ello le da un aire más verosímil al asunto. Es una cuestión práctica. Incluso literal. Aunque para ser fantasma baste la soledad, el abandono, el hundimiento, e incluso algunas formas de arrepentimiento. Acá, sin embargo, ser fantasma es el vínculo que permite la comprensión, cierto entendimiento de la incertidumbre, de las pérdidas, los duelos, las relaciones, la incomunicación y la muerte.

Hay también una muestra analógica de los encuentros propios a través de los fantasmas de alguien más. La posibilidad de ese lazo fantasmagórico como un puente. Cómo es que se consuman… o no. Como si de alguna manera les faltara fuerza, ganas, certeza. O es que sólo se da uno cuenta al final que es imposible forzar algo que no tiene cabida razonable ni tampoco ninguna legitimidad. El fantasma al final es uno. Sólo que nosotros tenemos voz, alguna capacidad distinta. Eso nos diferencia del resto de los fantasmas.

Daniel nos dice, con un dejo de curiosidad y tensión, que los fantasmas existen a pesar de que no creamos en ellos. Parece que alguien se encarga de crearlos por nosotros. No necesitamos tenerlos de frente ni percibirlos para saber que, de uno de otro modo, navegan por el mismo rumbo que todos. Ellos nos perciben. Nos huelen, quizás. Se manifiestan de distintas formas. (El mar, probablemente, sea un fantasma.) Pero nuestras visiones no son del todo ciertas. La intensidad de un pensamiento nos hace imaginar situaciones, objetos fantásticos que nos brinden una especie de sosiego. Pero nada de eso es cierto. O sí, pero sólo hasta que deja de serlo, sólo hasta que algo nos confirma que, lamentablemente, se ha terminado la ilusión, porque es imposible engañarnos para siempre, porque hay que enfrentar la realidad. Los fantasmas, en una suerte de falsedad, nos ayudan a entregarnos ante esa indecisión.

Ser fantasmas se parece a soñar. Fantasmas que pueden ser un par de puntos distantes en algún plano. Repetir los nombres hasta así hacer que parezca que alguien convoca a un nuevo encuentro, como si eso fuera enteramente posible. Aceptar desaparecer en nombre del deseo propio para después extrañar la vida anterior. Porque ahí donde estamos ahora es una vida nueva y es imposible volver adonde estuvimos antes. Sí es posible soñar, sin embargo. Desear. Ser fantasmas es parecido a soñar porque, aunque sea posible pensarlo, no obliga a ese deseo a cumplirse, aunque así lo parezca. Se queda todo en una brecha liminal, fangosa. Al final, de alguna manera, al morir, volvemos por algo: una pieza que nos complete porque nos hemos ido tan de pronto que algo nos ha faltado para un descanso eterno. Ser fantasmas es parecido a soñar con volver.

Margaret Atwood dice que dentro de la ficción especulativa no todo es posible. Por el contrario, Ursula K. Leguin califica esa definición como “arbitrariamente restrictiva”, porque indica, de alguna manera, que Atwood quiere verse fuera del saco donde estén todas y todos los escritores de ciencia ficción. Escribo esto para situar la escritura de Daniel Centeno en un punto medio, donde no intenta prevenirnos acerca del fin del mundo a través de espadas láser y naves intergalácticas, ni tampoco describirnos a detalle una sociedad que en un futuro terminará hecha trizas por máquinas, la tecnología y tal. Sí, por el contrario, apuesta por formas de realidad, algo plausible, sin sistema, que está plagado de un sentimiento y de emotividad. En su imaginario no está la unificación, no insiste en una visión única. Cito a la escritora Irina Ráfols, quien lo dice mejor que yo: «No es el grado de verdad lo trascendental de la literatura. Lo trascendental es que tiene múltiples caras».

Y, ojalá, en uno de esos rostros encuentren algo de lo mucho que evoca el autor. Lean sin mirar atrás, pues ya les aseguro yo que alguien estará vigilando sus espaldas. Y siendo así, quizás puedan responder: ¿No son inútiles los gestos de los fantasmas?

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